Tomada de la red. |
Doblegaba
el llanto con mucho llanto y la vuelta del chupete. Y entre sueños suspiraba
hondo y la llamaba. No había consuelo posible. Nadie podía sustituirla. Ella es
el cacao con leche. Yo, el aguachirri en
medio de la tormenta. Lo intentaba con todas mis fuerzas. Dejaba el paseo de
hámster por la rueda de la casa. Soltaba la sartén y los huevos a nada que mi
niña la llamaba. Confeccioné guiñoles con telas viejas. Su padre le hizo un
teatrillo con unas maderas. Ponía todo mi empeño en contarle historias. Repetía
las que le contaba mi madre. Imitaba su voz. Nada era igual. «¡La abuela lo
sabe hacer, tú no!», decía mientras se restregaba los ojos, en la antesala del
diluvio universal.
Le
gustaban mucho los patos y también los peces en el agua de la bañera. Los movía
con una mano, mi madre con la otra, mientras hacían que hablaban entre ellos.
Eran cariñosos unos con otros. Se querían. Encargamos toda una flota. La
dejábamos estar todo el rato que quisiera en el agua. Faltaba la abuela. Convirtió
la hora del baño en una batalla. El barco con sus viajeros, los buzos, el
submarino, el pulpo, los peces y hasta los patos, sus preferidos, caían bajo la
rabia en pelotazos de mi hija.
Yo
también la echaba mucho de menos. Era el sostén a donde me agarraba cada día.
Cuando una reunión de trabajo se alargaba, allí estaba siempre ella para
atender a su nieta. Si enfermaba, seguía cuidando de mí como cuando era
pequeña. Ante cualquier emergencia: ella. Una fuente inagotable de amor para
compartir. Pero nada era comparable a la desolación de la niña. El tiempo
parecía atrapado en una bola de mercurio. Llamadas y esperanzas, día a día.
¡Pronto volverá, ya verás, pronto, pronto!, le repetía una y otra vez a mi hija
mientras la acurrucaba entre mis brazos y la mecía.
Y
regresó. Parecía una sombra. Etérea de tan flaca. Liviana como una pavesa. Fue
duro no poder tocarla. Sin embargo era tanta la alegría por haberla recuperado
que hasta su nieta pareció entenderlo. A regañadientes la dejó encerrarse en su
habitación para que pasara la cuarentena.
Ahora
la niña se pasa todo el rato pegada a la puerta. A través de ella hablan. A
través de ella, su abuela le cuenta historias, se inventa cuentos. Y desde el
otro extremo del pasillo se lanzan besos cada vez que mi madre abre la puerta
para coger la bandeja de comida. Vamos tachando los días en el calendario. Queda
nada para abrazarla.
6 comentarios:
Una historia tierna y, como es habitual, describes con maestría de una manera sencilla. ¡Qué importante es la relación entre nietos y abuelos!
Yo también participo en el concurso de Zenda con una de mis historias: https://elpedrete2.blogspot.com/2020/05/zenda-el-ritual.html
Suerte.
Gracias.
Suerte también para ti.
Qué belleza. De fondo me conmueve hasta las lágrimas: No volverá la mía. De forma, qué decirte! un aventar de palabras hiladas de sabiduría. No hace falta más. A mí, no. Conozco tu trabajo de filigrana y hondura. Qué dolor sin esperanza me transmite esta historia, que para esta lectora tuya no tiene final feliz
Te removió otras ternuras. Gracias por compartirlo y por tus letras que tan bien hilas.
Un abrazo libre de coronavirus, querida Cora.
Una historia muy emotiva y contada tiernamente. Suerte con el concurso.
Gracias, Sandra.
Par de abrazos.
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