Había visitado el museo esa mañana. A la entrada, la gran rueda de agua empotrada en el muro, y a la derecha, la sala de arqueología. Pasé dentro y recorrí el pasillo con hileras de urnas a ambos lados donde se exponían vasijas, hachas, puntas de sílex, platos, fíbulas, diosecillos y abalorios: anillos, collares y pulseras de piedrecitas, cobre, plata y oro. Me detuve en los adornos, intentando imaginar a las mujeres que los llevaron, pensando que, si me dieran a elegir, de todo lo que había en la sala me quedaría con cualquiera de ellos; también en una colección bajo el título de Tartesos: del mito a la realidad, que mostraba la civilización tartésica. Otro pasillo con más urnas, esculturas y ataúdes de piedra, por el que pasé ligera. Salí después de coger un folleto y, sin detenerme, llegué al hotel.
Fue por la tarde, bajando hacia un trozo de azul al que se asomaban las ramas de un pino, cuando me acordé del cartel que colgaba de la fachada. Las cargas. Bajo un sol que abría líneas brillantes sobre la superficie del mar, caí en la cuenta de que otros años, al visitar el museo, además de la sala de arqueología, había una exposición no permanente de pinturas. El agua estaba mansa y caliente. Una gaviota salió de la nada y voló sobre el acantilado, pasando cerca del Parador de Mazagón. La seguí con los ojos hasta que la distancia se la tragó en dirección a Punta Umbría. Abrí el libro. Me fastidiaba tanta descripción, tan poca chicha a veces en los finales. Decididamente Dublineses no me estaba gustando. Y otra vez el museo en mi cabeza. Las cargas. Me llegaba una línea de burros con bultos atados a sus lomos, subiendo por un camino cubierto de vegetación. Poco antes de las ocho, desde el megáfono del puesto de vigilancia, avisaron de que, en breve, los socorristas se iban a retirar. Inmediatamente, el adolescente se plantó delante y nos levantó, a su padre y a mí, porque ya era hora de irse. Me despedí del mar, de las boyas jugando con las aguas tranquilas, del sol deshaciéndose en la raya del horizonte, de un barco que se alejaba, del acantilado, de los pinos y del Parador, y después de una ducha y un ejercicio de contorsionista dentro del coche para cambiarme el bikini, nos fuimos a cenar a Niebla. Aún quedaba un rastro de día iluminando las murallas cuando llegamos.
Frente a unas presas, unas caballas y unas jarras de cerveza, Las Cargas volvieron a obsesionarme. Padre e hijo proyectaban una última batida a Tharsis a la mañana siguiente para despedirse. Era la única vez que había estado en Huelva sin llenar la mirada con la aridez roja de las antiguas minas. Domingo y el último día en la ciudad. Debía decidir entre ir con ellos o levantar el misterio que cubría aquella exposición del museo. Opté por lo segundo.
La mañana era calurosa en la Alameda Sundheim. Compré el periódico y con él bajo el brazo, entré en el museo. El vigilante me siguió hasta el piso de arriba y se sentó en una silla, a la puerta. Unas pisadas me avisaron de que había una persona en el otro cuerpo de la sala. Y empecé a seguir los cuadros con curiosidad: figuras humanas, como de padres e hijos en formación, las mismas figuras dentro de otro cuadro, lleno de recortes de periódicos y otras cosas que se me escapaban. Litografías. Seguí mirando. Una pintura con carritos llenos. Leí: Los carros de la pobreza. Y ya en compañía del otro visitante, cuadros en el suelo, como piezas de dominó caídas que dejaban ver una especie de vagonetas llenas también de objetos y personas. Eso era todo. Salí del museo detrás del joven. Ya en la puerta pensé en cargas familiares y sociales: era lo que me había llegado más allá de lo que el autor hubiera querido representar. Anduve un rato por las calles peatonales buscando una terraza donde sentarme. Sólo un local de paellas y pizzas incomibles estaba abierto. Seguí andando. Huelva dormía. Era extraño caminar por las aceras casi desiertas en un día radiante. Llegué a una plaza con un trozo romano de conducción de aguas. Por fin, un bar abierto. Me senté fuera, pedí un café y me puse a leer el periódico hasta la hora de la comida.
16 comentarios:
Enhorabuena, Lola.
Me gusta mucho la manera en la que haces cómplice al lector. Incluso, por un momento, pensé que no ibas a volver al museo y nos ibas a dejar a medias, con el misterio por resolver. Es magnífico como manejas y gestionas esa duda, ese recuerdo al salir la primera vez, y como ésta crece y adquiere volumen hasta atrapar al lector de lleno en la historia.
Insisto, felicidades.
Abrazos, besos.
Gracias, Agus. Me alegro un montón de que te haya gustado y hayas visto todo lo que has visto en el relato.
Doble de besos.
Felicidades, Lola, no paras de ganar premios. Este que es más largo, me lo imprimo para leerlo en casa, que estoy con conjuntivitis (demasiadas horas delante del ordenador dice el médico). Besos.
Cuídate esos ojos, Manu, que los necesitas en perfectas condiciones para darle a la tecla.
Besos agradecidos.
Nos llevas de la mano como una maga.ME gusta ese final de café y prensa Merece una segunda lectura, reposada y en papel...(manías que tiene uno de leer a veces en papel...)
Mientras tanto, enhorabuena, por supuesto. Se está convirtiendo en rutina. Que te sigan sorprendiendo.
Un beso.
Ah, a mi Dublineses me encanta!
Gracias, Carlos. Sé que Dublineses le gusta a mucha gente. A mí el de Los muertos, sí, los demás no me entusiasmaron. Tal vez tenga que hacer una segunda lectura.
Abrazos sin cargas.
¡Enhorabuena, Lola!
Te sigo por todas las palabras, tan intrigada como quien narra con esas Cargas. Y sí, también me suena como una metáfora de la situación que vivimos.
Besitos
La curiosidad, Elysa, nos hace seguir adelante.
Abrazos francos.
Hola mi Niña Lola, te escribo desde Venezuela. Sumo mis elogios a tu obra que supongo también es tu escape y tu huella. Tienes el claro don de captar lo cotidiano con palabras fluidas e imágenes que forman una trama reconocible para el lector, y al identificarse dentro de ella está perdido, tiene necesariamente que hacer suyo tu final. Me gustas, mujer-escritora-poeta en prosa, por tu sensibilidad justa y empática. A tu modo creas conciencia y lazos que unen a muchos, y creo que de eso se trata el escribir, más que de no poderlo evitar por necesidad del propio ego. Te dejo el link de mi blog, muy leído y comentado por hombres pero donde el aporte femenino es escaso, a ver si algún día, en un descanso entre creaciones pensadas y escritas, te das una vuelta por él. Besotes. Gustavo http://lobigus.blogspot.com/
Bienvenido y muchas gracias, Gustavo, por tus elogios.
Par de abrazos.
Felicidades, Lola. He seguido el viaje contigo. Haces ver lo que tú ves y eso es el fin de la escritura.
Bueno, coincidimos en lo de Dublineses.
Muchos besos y sigue adelante. No creo que haya ninguna carga capaz de pararte.
Besos
Gracias, Elena. Me alegro de que coincidamos en lo de Dublineses, ya me veía como un bicho raro.
Par de abrazos.
A éste volveré con más tiempo, Lola.
Vuelve, aquí te espero.
Besos varios.
Admiro tu capacidad para envolver de magia lo sencillo.
Sanabria, tienes ese don que muy pocos consiguen: que el relato permanezca aun tiempo después de ser leído. Eres maestra del párrafo invisible, de las interrogantes a despejar. Tus puntos finales no lo son.
Todo un placer leerte.
Muchísimas gracias José R. da gusto recibir comentarios tan elogiosos como el tuyo.
Abrazos con mucho sol.
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