Cuando cumplí seis años, mi madre me regaló una alcancía para que comenzara a ahorrar para el futuro. Mi padre, una azada para el trabajo en la huerta. A mi hermano Antonio, dos años mayor que yo, le habían hecho el mismo regalo cuando cumplió los seis años. Dejó la alcancía sobre el arcón de la entrada, donde estaban las cosas inservibles, y la azada la llevó al pajar y allí se quedó abandonada para siempre. No se quejó de los regalos, pero tampoco los recibió con las muestras de alegría con que lo hice yo. Él no creía en el ahorro ni en el trabajo, ni en nada que no fuera conseguir un beneficio inmediato para derrocharlo. Yo, en cambio, seguía los pasos de mis padres.
Los domingos por la tarde íbamos a visitar a la abuela Leocadia. Nuestra madre nos ponía el pantalón gris de franela con la raya bien marcada, la camisa blanca y el chaleco también gris, los calcetines negros y los zapatos de cordones, bien lustrados, del mismo color. Nos peinaba con agua hacia atrás y, con el pelo brillante y relamido, subíamos la calle del maestro Ruiz González. Yo contento, pensando en las monedas que me daría la abuela para llenar mi alcancía; mi hermano Antonio enfurruñado, pasando la mano por el pelo desde la coronilla, para despeinarlo.
La abuela Leocadia vivía en la casa más grande del pueblo. En sus techos y paredes pintadas, en sus adornos de angelotes de escayola, se adivinaba el esplendor de otras épocas, cuando vivía el abuelo Benito, un derrochador que siempre andaba metido en proyectos que dejaran su huella en la historia de la casa. De aquella época quedaban los angelotes; las pinturas imitando escenas griegas, que la abuela tapó con manos de pintura blanca, y que se empeñaban en salir todas las primaveras; los azulejos a media pared del patio; y una imitación de una fuente romana. La casa se caía a pedazos, pero a la abuela no le importaba. “¡Para qué voy a meter dinero en ella!. Con el poco tiempo de vida que me queda, no voy a disfrutarla. Que se entierre conmigo”, decía cuando mi hermano le echaba en cara lo que él llamaba usura. Aquellos desplantes y malos modos, le costaban caro a mi hermano, pues la abuela Leocadia lo castigaba dándole una sola moneda mientras que a mí me daba dos o tres. A él parecía no importarle, y muchas veces me la regalaba. Decía que con esa miseria qué iba a comprar. No se trataba de comprar sino de ahorrar. Intentaba convencerlo, y él me decía: ”¡ Pobre Luis, pobre Luis!”, mientras pasaba su mano por mi cabeza.
La abuela Leocadia murió muy vieja pero no de achaques de la edad. El tejado de la casa se le vino encima mientras dormía. Mi padre lo sintió mucho, no sólo porque había perdido a su madre, también porque se le fueron unos cuartos en pagar a algunos hombres para que la sacaran de debajo de las tejas. De la casa que heredó no quiso hacerse cargo. Mucho gasto y nada de ganancias, dijo. Y entonces fue cuando mi hermano quiso quedársela. No fue por enriquecerme a su costa, pero esa casa, una vez muertos nuestros padres, me correspondería a partes iguales con mi hermano, y si él la quería, qué menos que pagarme un dinero. Así se lo dije a mis padres y ellos estuvieron de acuerdo conmigo. A mi hermano se le nublaron los ojos de tristeza. No porque no pudiera pagarme. Él, si quería, era buen trabajador y si algo le interesaba, no dudaba en coger la azada, la sierra, o lo que hiciera falta, para conseguir un fajo de billetes. Era otra cosa, dijo. Le apenaba yo, tan ruin como nuestros padres. A mí fue la primera vez que me molestó oírle hablar así de mí y de mis padres, que eran los suyos, pero no quise afearle sus palabras. A fin de cuentas, bastante tenía con ser un manirroto, un hombre sin provecho ni futuro. Le dije que bueno, que se lo pensara, y él no tuvo nada que pensar. Aceptó mi oferta y se fue del pueblo durante unos años. Volvió con callos en las manos, algo tocados sus pulmones por el polvo de las minas, y con una bolsa llena de dinero. Cuando contaba los billetes para pagarme, me arrepentí de no haberle pedido más por la casa; a buen seguro lo habría dado con gusto, pero soy un hombre de palabra y no iba a volverme atrás. Él se quedó con la casa en ruinas y yo volví al trabajo en la huerta.
Mi hermano Antonio mandó picar las paredes para quitarles las capas de pintura que le dio la abuela y que volvieran las escenas de griegos que tanto le gustaban. Hizo un nuevo tejado y restauró los angelotes, metió una bomba para sacar agua del pozo y darle vida a la fuente, puso azulejos donde faltaban y enlosó el patio. Mandó traer canapés y sillones, camas que ocupaban habitaciones enteras, y aceites para el baño que se hizo construir robándole un trozo a la bodega donde guardaba botellas de vino y licores. En su despensa no faltaba el chorizo, el jamón y los tocinos: todos los martes venía una negra con la que pasaba las noches de los domingos, con algo para él. Yo veía con horror ese ir y venir de aquella mujer a la casa de la abuela mientras me esforzaba en sacar las lechugas adelante, los tomates, los pepinos y otras hortalizas para el consumo de mi familia y la venta en el mercado.
Mis padres andaban encorvados, con la cabeza gacha, y no volvieron a nombrar a mi hermano ni a visitarlo. No tengo la menor duda de que él les quitó las ganas de vivir. Primero murió mi padre de una mala caída del manzano de la que no tuvo fuerzas para recuperarse; luego mi madre, que no supo qué hacer sin mi padre. Aguanté la presencia de mi hermano en el entierro, del brazo de la negra que llegó al pueblo sin papeles ni ropa, ni donde caerse muerta, por no armar un escándalo, pero desde ese día, miraba para otro lado cuando me cruzaba con él por la calle.
Me casé con Aurelia, una mujer limpia, callada y hacendosa que me dio tres hijos varones. Ella se levanta conmigo al amanecer y me prepara los torreznos y las migas y el café con leche. Me hace un hato con la fiambrera para que no tenga que dejar una tierra sin cardar, ni unos pimientos sin recoger para volver a casa a la hora de la comida. La alcancía que me regaló mi madre, se llena muchas veces, y yo voy sacando los billetes y las monedas y las guardo en una arqueta de madera porque de los Bancos no me fío. La huerta, de la que mi hermano no reclamó su parte, pasó a mis manos. Yo, por si acaso, gasté algo de dinero en un notario que arregló los papeles para que los firmara, cediéndome todos sus derechos, no fuera a ser que un día se arrepintiera y quisiera aprovecharse de mi trabajo. Peor aún: que le diera por casarse con la negra y luego ella reclamara la mitad de la huerta. Pero mi hermano no se casó, ni tuvo hijos, afortunadamente, porque qué vida podía darles un padre así.
La negra trajo a otras negras. Gente rara que atraviesa el mar en un barcucho para quedarse en nuestra tierra sin papeles. Levantaron una casa en las afueras, cerca de la carretera que va a la ciudad, y allí hacían collares y vasijas de barro por el día, y por la noche atendían el bar que montaron dentro de la misma casa. Los domingos cerraban el negocio y se iban a casa de mi hermano a pasar la noche. De allí salían gritos y carcajadas. Decían los vecinos que no eran risas humanas. También se escuchaba música hasta primeras horas del día siguiente. Luego todo era silencio.
La antigua casa de la abuela tenía sus merodeadores. Los hombres, cuando se hartaban de jugar a las cartas y beber chatos de vino, algo achispados, acercaban las orejas a la puerta y a las ventanas y se emborrachaban aún más con la barbarie que les llegaba de dentro. A mí aquello me repugnaba y sólo los acompañé una vez, supongo que más bebido que de costumbre. Una vergüenza que no logro borrar del todo. Me sumé al desahogo colectivo que se estrellaba y absorbía las rendijas de puerta y postigos, escurriendo por el umbral, y luego me sentí como un puerco y me dio lástima de mi hermano. Yo había caído una vez, pero él siempre estaba en lo más bajo. Un lodazal la casa de la abuela, de la que mi hermano Antonio apenas salía. En parte, como aseguraba, porque no había nada más allá de esos muros que pudiera interesarle, pero también, porque tenía los pulmones atascados de polvo de minas y respiraba como un pájaro en los días calurosos y sin agua, boqueando a cada paso.
Las autoridades eclesiásticas tomaron cartas en el asunto, alertadas por una denuncia del párroco, quien aseguraba que aquella casa era el mismísimo infierno y en ella se llevaban a cabo todo tipo de atrocidades. Aseguraba haber oído convocar al demonio en una orgía de depravación jamás imaginable. Claro que, para haberlo oído, el señor cura debió acercarse también a la puerta uno de aquellos domingos. No habría podido, de otra manera, hablar con tanto detalle de las aberraciones que se consumaban dentro. También se apoyó el cura en que los vecinos aseguraban haber visto hogueras y saltar a las negras desnudas entre las llamas, y caer convulsionadas de gusto mientras mi hermano las poseía. Los vecinos justificaban haberse encaramado a los muros de los patios para asomarse, el tener constancia, como el cura, de lo que allí estaba ocurriendo. Y con aquellos testimonios hicieron llegar una carta al obispo y, de paso, a la oficina de inmigración de la capital, para que pusieran en su lugar, es decir, echaran a su país a aquellas brujas que tentaban a los hombres y los hacían perder sus ganancias en la casa de las afueras, bebiendo hasta reventar.
A mi hermano lo encontraron muerto las negras cuando fueron un martes por la mañana a llevarle pan y leche para el desayuno. El médico dictaminó que había muerto de lo suyo, ahogado por el polvo de mina. No le dio importancia a las marcas alrededor del cuello, pues, dijo, el sadismo era común en prácticas depravadas.
Lo enterré lejos de nuestros padres, porque, a buen seguro, se habrían levantado de sus tumbas si lo hubiera metido con ellos. Un ataúd sencillo en un terreno barato. Bastante hice, ya que él no dejó ningún dinero ni para mí ni para mis hijos. Todo lo ingresó en una cuenta de un Banco para sus negras. Olvidó, seguro, poner la casa a su nombre y la heredé yo porque él no tenía ni mujer ni hijos reconocidos. Tuve mis dudas. Podría haberla vendido tal y como estaba a buen precio, pero aquel lugar me repugnaba tanto que la eché abajo y esperé al mejor postor para deshacerme del terreno. Dicen que el comprador va a hacer su agosto, que dividirá el solar en parcelas y levantará varias casas. Eso me revuelve las tripas porque yo no he sacado mucho de la venta, al menos no tanto como sacará él, pero por otro lado, estoy contento de haberme librado de ella y del demonio de mi hermano, esa oveja descarriada como lo llamó el cura en la misa que ofició en su funeral. Ya sé que él no habría querido pasar por la iglesia, y que si hubiera podido, se habría levantado de la caja para salir corriendo, pero manda el que se queda, y ese soy yo.
Sigo trabajando la huerta todos los días menos los domingos. Meto mis ahorros en la alcancía que vacío cuando está llena. Y estoy educando a mis hijos como buenos cristianos, lo mismo que hicieron mis padres conmigo. Tengo una vida tranquila. Aunque, algunas noches me despierto sobresaltado, miro a mi mujer, su pelo canoso y enmarañado, su piel cuarteada por el sol y el aire y el poco cuidado, las manos anchas y callosas sobre el embozo, y me viene a la cabeza aquella noche de domingo cuando llamé a la puerta de mi hermano, llevado por la piedad sin duda, para ofrecerle un tarro de tomates en conserva. Él me hizo pasar y yo me dejé seducir por las brujas que untaron mi cuerpo con aceites olorosos y me dieron a beber vino, quién sabe si con algo de sus hechizos. Caí en lo peor que se pueda imaginar cristiano alguno. Borracho, dando saltos entre las llamas, arrastrándome en el lodo de la perdición, y vaciando mis bolsillos del dinero de la última venta de hortalizas para regalárselo a aquellas mujeres de piel suave y risa escandalosa. Y mi hermano no paraba de decir: “¡Vaya con mi hermanito!”, viéndome hacer aquellas cosas. Cogía a una, la tiraba al suelo y allí mismo me desahogaba, luego a otra, y así hasta el amanecer. Después vino el despertar en la cama de mi hermano, entre sábanas empapadas, él durmiendo a pierna suelta, feliz, y yo horrorizado. Solos porque las negras ya se habían ido. Me llegaban retazos de la noche. Los dos como bestias revolcándonos con aquellas perdidas. Me entró una ira ciega hacia él, culpable de mi caída bochornosa, de la pérdida de mi dinero que acabó, lo sé porque ella levantó el brazo cuando se la llevaban del pueblo con las demás, en una pulsera con campanitas de oro que no dejaban de tintinear con el movimiento de su muñeca. Perdí la razón. No tenía intención de hacerlo. Pero lo hice, y no me detuvo verlo abrir los ojos y mirarme como si no pudiera creer que fuera yo quien le apretaba la garganta. “¡Maldito seas!”, dije y repetí mil veces sin dejar de mirarle a la cara hasta que sus labios se volvieron morados y dejó de resollar como el puerco que era, como el puerco que siempre fue.
Me despierto empapado en sudor y recuerdo la pesadilla. Pero sé que es cuestión de tiempo, que mi vida y mi sueño volverán al cauce del que nunca debieron salir. Porque yo no tuve la culpa de que una semilla del demonio fecundara a mi madre y creciera la mala hierba.
25 comentarios:
Qué cuento extraordinario, Lola.
La elección de la primera persona es un gran acierto. A medida que se lee la impresión que se tiene sobre el personaje relator va cambiando hasta ser opuesta a la que se tiene al final del primer párrafo.
Cuántas veces se equivoca tan groseramente la sociedad, es la espantada pregunta que me surge.
Cuántas veces sucederá que el supuestamente perdido sea el mas leal del grupo.
Hipocresía, prejuicios religiosos, odia al extranjero. Un realismo que duele.
Aplausos!!!!
Y un beso admirado
Patricia, no es muy frecuente leer un relato tan largo en un medio como éste y tú lo has hecho. Un millón de gracias.
Puñado de besos.
Pues es una delicia Lola. Me ha llamado mucho la atención la forma de construir todo el texto a través del personaje y del lenguaje, como si ese personaje fuese el narrador y su lenguaje, el verbo, el principio y el final de todo. También esas frases cíclicas que escarban y pulen la historia, y en la que se nota detrás tu mano férrea. Me ha encantado, ojala uno pudiera leer más a menudo piezas de esta calidad.
Abrazos, besos.
Felicitaciones, Lola! Un cuento muy tuyo, sin dudas. Muy bien pensado, muy buena estrategia para atrapar el lector.
Me alegra mucho que haya quedado finalista. ¿Ya se conoce el ganador? yo presenté uno también, aunque sin suerte.
Vuelvo a felicitarte.
Un abrazo fuerte, Lola.
Un relato formidable, Lola. Lleno de fuerza, de sentimientos, de prejuicios y de consecuencias.
Logras una construcción narrativa a la que dotas de una voz pausada, reflexiva y envidiosa. Creas un clima intimista, de gran intensidad emocional con una manera sedosa de narrar.
Me ha parecido una auténtica joya.
Me descubro ante tanto talento.
Lola, es un relato de lo que se denomina la España más negra en que la mora tenía tanta importancia, tanto que estas cosas con frecuencia. Me ha encantado la narración, te engancha y no te suelta. Es literatura.
Felicidades por el relato.
Me gusta tu cuento, Lola. Se lee de un tirón practicamente sin despegar la vista de lo que vas contando, de lo que tu narrador nos cuenta como no va enseñando al hermano y a través de los padre vemos también como evoluciona él. Hay muchos prejuicios y mucha mezquindad en este personaje, se presiente ese final.
Excelente retrato psicologico estas "Malas hierbas"
Besitos
Lola, menuda historia. Realmente atrapa párrafo a párrafo. Está llena de detalles que sacuden la atención y de giros inesperados que decapitan las previsiones del lector.
Además admiro esa forma no supercaulculada de narrar, que parece salir directo del estómago del protagonista. Entre tantas cosas, me quedaría con la imagen de la negra sacudiendo la pulsera de campanillas...
Abrazos admirados.
Ya sabemos quién era la mala hierba. ¡Qué gran cuentista eres Lola!. Te lo he dicho en otras ocasiones pero es que no me canso. La primera frase de tus cuentos te atrapa, te mantiene prisionero y te arrastra por el cuento hasta que ansioso llegas al final, respirando agitadamente, como hi hubieras recorrido 7 km corriendo. Enhorabuena Lola. Quedar finalista en Eñe, es todo un reconocimiento, es como haber ganado ya. Un beso.
Simplemente genial, Lola, menuda forma de escribir, me quedo con muchísima envidia de esta cosecha, que sin duda es de buen año. Mil besos.
Ya lo había leído, y me impresionó en su momento, este drama familiar de hilos enredados en la ponzoña de las miserias humanas más básicas.
Pedazo de relato, y pedazo de escritora.
Para mi, como para Nicolás, es un buen relato de la España más negra y miserable que aún existe. Aquellos que diciendose o creyendose temerosos de Dios son capaces de las mayores vilezas.
Tu micro? Muy bueno.
Esa España?? Deplorable.
Una delicia es encontrarte siempre por aquí, Agus, diseccionando con pulso firme, el relato.
Sí, Mónica, ya se falló el premio. El ganador es Javier Calvo con Nínive. Lo puedes leer entre los finalistas.
Llamar joya al relato me ha llegado a lo más hondo, Pedro.
La España más profunda, así es Nicolás. Y que aún existe.
Elysa, me alegro de que lo hayas leído de un tirón. Eso quiere decir que no cansa.
A mí también me gustó la imagen de la negra sacudiendo las campanillas, Susana. Encantada de que te haya resultado una lectura fresca.
Leyéndote, Mar, me han salido los colores. Sobre todo viniendo de quien crea buenísimas historias.
Cosechas donde te encuentras también con malas hierbas, Maite. Me alegra que te haya gustado el relato.
Y pedazo de escritor Alberto Corujo que menudo relato coló también en la cosecha.
Abrazos agradecidos a repartir.
Tienes razón, Luisa, la España más negra y deplorable. Y aunque parezca mentira aún existen personas como el narrador.
Abrazos a pares.
Por cierto, Lola, que fue un gustazo conocerte y poner voz a tus relatos.
Gracias, Ximens, lo mismo digo. Habrá más ocasiones, espero.
Par de abrazos.
Lola, tu relato muestra perfectamente las características psicológicas de los dos hermanos. Al estar en primera nos permite poner en duda las afirmaciones pero creo que las expresas y argumentas muy bien en la voz del narrador, es decir no parece forzado. Todo lo contrario, se ve claramente el tipo de odio que se genera al diferente, el ansia por el dinero y la castración religiosa. Personalmente me ha gustado. No obstante, y no me hagas caso, quizás es "demasiado" cronológico el relato y el asesinato no se intuye. Cuando voy a colgar en comentario veo que la etiqueta pone "relato finalista", pues enhorabuena, eso indica que les gustó.
Venga, nos leemos.
Enhorabuena Lola. Lo he leído de cabo a rabo, dejando que tus palabras me llevaran a traves de toda la narración. No me extraña que quedaras finalista. Es un relato de factura Lola Sanabria.
Felicidades. Fue un placer conocerte
Muchas gracias, Ximens, por dejar aquí tu opinión sobre el relato, aportando sus pros y contras.
Gracias, mil, Elèna. El placer fue mutuo.
Abrazos madrugadores.
Lola, me adhiero a los comentarios de Ximens, Ely y Pedro.
Estupendo relato, me gusta la voz del personaje y sobre todo el vocabulario que lo carácteriza, me hizo gracia la palabra torreznos casi olvidada. Muy buena la trama, no me esperaba ese final, aunque es lo que redondea el realto.
Abrazos
L;)
Ya lo había leído en la web de Eñe y no me ha costado nda volver a leerlo. Es un relato costumbrista, un relato clásico pero con el toque Lola, con la atenciòn a los detalles y dejando que esa voz naradora se delate con sus miserias y pequeñeces, yo que vivo en un pueblo de gente muy cerrada te pudo decir que hay cosas que no cambian en esta España rancia...
Estar ahí ya es un premio, auqnue nosoras queremos algo de pasta... un poco de pasta bastaaaa
Un abrazo Lo
Bienvenida al blog, tocaya. Gracias por pasarte.
Así es, Ro, un relato clásico de miserias y virtudes humanas.Ya sabes que me gusta combinarlo todo.
Abrazos a pares.
Guau!!
Qué gran historia, Lola. Con ella podrías hacer una serie. Qué riqueza de detalles en los personajes. Qué bien dibujados, Antonio, la abuela Leocadia, Aurelia, la negra impresionante. El protagonista, con el que empiezas indentificándote, y del que te vas distanciando a medida que avanza el relato. Jo, de qué manera la mala hierba comienza a destacarse, hasta hacerse la dueña.
Una..., no, otra maravilla, Lola.
¡Qué bien sienta levantarse y leer tantos elogios!
Besos agradecidos, Miguel Ángel.
Hola Lola, me ha gustado mucho el relato. Me parece muy instructivo e interesante, a pesar de que los malos son los de siempre, lo que le da en este aspecto un corte clásico, o tal vez algo manido. Actualmente son mucho más difíciles de identificar, no visten de curas, no te dicen lo que debes hacer poniendo a Dios por testigo, sus doctrinas no están escritas, ni tan siquiera teorizan con el perdón y el amor al prójimo. No, no es fácil verlos. No, no es fácil vernos.
Felicidades por tu relato, y gracias. Saludos.
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