21/9/08


NURIA
(Todos somos diferentes. Cuento seleccionado para su publicación en el libro)

AUTORA: Lola Sanabria

Ayer escuché a papá. Dijo que tenían que buscarme una residencia. Mamá sacó el plato de la espuma del fregadero y también dijo algo, pero con el ruido de la loza, no la oí. Luego se callaron. Volví la cabeza y los vi por la ventana de la cocina que daba al porche. Mamá sorbió fuerte y papá encendió un cigarro. Después miré al estanque. Me habría metido en él, como otras noches, para ahogar con mis manos a la luna en sus aguas negras, pero no tuve ganas.

Ya no volveré a verte cuando llegue el calor y cierren el Centro donde hago ta
pices. Y no quiero. Me gustaba cuando venías a buscarme de mañana y te entretenías con mamá mientras yo tomaba la leche con el Eko y los cereales. Con ella hablabas distinto y me llamabas por mi nombre. Mamá preguntaba por tu papá, que cuidaba los pinos y los animales para que no los mataran con escopetas, y tú le contestabas que seguía igual poniendo una cara larga, como cuando te enfadas. Luego nos íbamos, y por el camino que va a la charca, me decías: “Mongólica, no pises ahí”, o “La mongola ésta acabará cayéndose”. Y yo te recordaba que soy Nuria, y que me había dicho Irene que me llamaras por mi nombre. Tú enseñabas la mella de tus dientes y te reías a carcajadas. “Esa Irene es tonta”, decías. “No, ella no. Irene es la maestra”, te aclaraba, por si se te había olvidado. A veces tienes la cabeza ida como la abuela y no te acuerdas de nada de lo que te digo. Llegábamos a la charca y sacabas el colador con los renacuajos y los echabas al bote de cristal lleno de agua turbia. “Mira cuántos, mongólica”. A mí me gustan más los aclara aguas que van de un lado a otro, nerviosos, igual que me pongo yo cuando no me dan la pastilla. Dejan el agua limpia, bueno con algo de verdín en el fondo, pero limpia. A ti te gustan los renacuajos. Andabas raro, ayer. Metiste la mano en el agua, la movías muy fuerte, y molestabas a los aclara aguas. Nos peleamos y volví a casa con un raspón en la rodilla. Le dije a mamá que me había caído y me estuvo curando mientras lloraba un poco. Mamá está siempre pendiente de mí. Si no fuera por papá, nunca me habría dejado ir a la charca, ni a ningún sitio. Por eso tengo secretos. No sabe que algunas noches, cuando duerme, la luna me llama desde el estanque. Me levanto descalza, salgo sin hacer ruido y entro en el agua, con cuidado de no perder pie, porque no sé nadar y una vez casi me ahogo intentando alcanzar la luna y hundirla. Mamá no sabe nada, porque moví los brazos y cuando acordé ya pisaba el fondo.

“Si no hubiera nacido mal, habría hecho muchas cosas”, le dije ayer a Irene. “No has nacido mal. Eres diferente”, dijo ella mientras se ponía la bata. “Bueno. Si no hubiera nacido con el síndrome de Down, habría hecho muchas cosas”, le aclaré yo. “¿Cómo qué?”, quiso sabe
r ella. “Podría estar sola en una calle y no sentir miedo como cuando mi prima se olvidó de mí y me dejó en el supermercado”. Irene sonrió y dijo que eso tenía solución. Y me llevaba fuera del Centro, a una plaza cercana, luego se iba y yo volvía sola. Mamá teme que me pierda y yo temo perderte a ti. Mamá dijo durante la cena que acompañó a tu padre al cementerio. Ahora él vive allí y se alimenta de bichos y culebras. Te lo dije ayer cuando cogías renacuajos en la charca y yo jugaba con los aclara aguas. Me miraste raro y cerraste los puños como si fueras a pegarme otra vez, pero no lo hiciste. “Eres tonta”. Escupiste en la palma de tu mano y me la pasaste por el raspón de la rodilla.

Ayer cayó una tormenta y llovió mucho. Parecía que en el cielo hubiera fuegos artificiales. Nos pilló en la charca y tú dijiste: “No tengas miedo, mongólica”, y me abrazaste. A mí no me dan miedo las tormentas, pero no dije nada porque me gusta que me abraces. Cuando cayeron trozos de hielo, dije: “Ahora sí, que sí”, me solté y corrí para casa. Tú detrás. Nos encontramos con mamá por el camino con un paraguas. Yo estaba con
tenta, ella asustada. Luego nos hizo chocolate y jugamos al parchís. No te gustó que me comiera tus fichas, ni que me contara veinte. “Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve y diez. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve y diez”. “¿Qué haces, mongólica. Quién te enseñó a contar así?”. “Irene”. “Irene es tonta”. “No, Irene es la maestra”. “Pues es tonta”. Y te fuiste enfadado a tu casa. Pero yo estaba contenta porque me habías abrazado para que no tuviera miedo de la tormenta. Por la noche dejó de llover y de encenderse el cielo. Se fueron las nubes y yo me metí en el agua a hundir la luna en sus aguas negras.

Ayer a mamá se le olvidó darme la pastilla y a mí recordárselo. Me puse muy nerviosa y te arañé en la cara. “¿Cuándo dices que te dijo eso la maestra?”, insistías. “Ayer”. “Ayer no pudo ser porque el Centro está cerrado. Ahora es verano”, seguías tú. “Ahora sí”, decía yo. “Entonces no pudo ser ayer. Ayer fue la pelea con los hermanos ¿te acuerdas?”. Claro que me acordaba. Ellos gritaron: “¡Eh, mongólica! ¿qué haces en nuestra charca ?”. Tú te enfadaste mucho y os disteis puñetazos y luego los echaste a pedradas. A ti no te gusta que los demás me llamen mongólica, sólo tú. “Entonces ayer fue lo de la pelea ¿no?”. “Claro, ayer lo de los hermanos y la pelea”, dije yo, sin querer pegarte. “Y lo de tu maestra fue...” “Ayer”, contesté yo. “Eres tonta del culo, mongólica”. Culo es una palabra fea y no pude controlarme. Te hice daño, lo sé. Cuando se me sube la niña de mi ojo derecho y se mete detrás del párpado, no veo dónde doy. Y eso pasa si no tomo la pastilla.


Ayer mi padre le dijo a mamá que había buscado una residencia. Fue por lo del olvido de la pastilla, pero la culpa no es de mamá, es mía porque no se lo recordé. No quiero irme. Me gusta estar contigo cuando hace calor, ir a la charca, y no me importa que me llames mongólica o mongola, aunque mi nombre es Nuria, ni que me hagas preguntas tontas sobre ayer, y no te guste mi manera de contar, ni que te coma las fichas, ni diga que tu padre vive en el cementerio y se alimenta de bichos y culebras, ni que no entiendes lo que escribo.

Pero esta carta sí quería que la entendieras. Por eso le dije a Irene que la escribiera ella. “¿Qué haces?”, me preguntaste una vez. Y yo te dije que escribía mis pensamientos. “A ver, déjame leer lo que has puesto”. Miraste el papel de arriba abajo y luego me lo devolviste enfadado. “No has escrito nada, mongólica, sólo garabatos y letras sueltas”. Eso dijiste. “Claro que sí. Ahí están mis pensamientos”, te dije. “¿Ah, sí? ¿Y cuáles son tus pensamientos?”, quisiste saber, pero yo no te los dije porque los pensamientos no se cuentan a las personas que te miran raro, y tú me mirabas raro, con cara de no creerte nada de lo que te dijera. Me habría gustado decirte que hay veces en las que se cruza un pájaro muy negro y me deja dentro cosas muy feas, como que mejor no hubiera nacido. Una vez se lo escuché a la abuela. La abuela me quería mucho, y lo dijo sin pensar, cuando me tuvieron que coger el corazón y arreglarlo. Luego vino lo del azúcar, y esto de los ojos, que veo mal y se me vuelve la bolita del derecho hacia atrás como si quisiera ver por dentro. A veces me dan ganas de no soltar la luna y hundirme con ella y vivir allí abajo, en el estanque, donde está mi muñeca rota, y unos patines que me regaló Irene y mamá tiró porque me iba a caer si me los ponía. Cuando escribo mis pensamientos, salen fuera y ya no me hacen daño.

Pondré la carta en el hueco del árbol donde guardábamos nuestras cosas para que tú la leas y si quieres, vengas a visitarme a la residencia. Porque ayer, papá y mamá, hicieron mis maletas y hoy me despido de Irene y de mis compañeras.

Cuando vayas a la charca, acuérdate de mí y deja en paz a los aclara aguas que son muy buenos y no hacen daño a tus renacuajos.

Tu amiga, Nuria.

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