26/2/17

PÁJAROS EN LA CABEZA. RELATO GANADOR DE LA SEMANA EN WONDERLAND




 

Tomada de la red.


PÁJAROS EN LA CABEZA

Una tarde, mientras observaba el vuelo de los vencejos, a Mariana le nació una idea propia en la cabeza. El padre, nada más verla, la podó con las tijeras. Al poco tiempo,  cuando estaba en la escuela, a la hija le salió otra. « ¡Yo quiero una!», gritó una compañera al verla.  Comenzaron a brotar en todas las niñas del pueblo.  Y aunque tardaron un poco más en llegar, al  final también germinaron en las madres.  A pesar de los esfuerzos de los hombres por extirparlas, las ideas se hicieron fuertes y no hubo herramienta capaz de acabar con ellas.

A partir del minuto 42:35. Para escuchar el relato, clicar aquí

FINALISTAS DE SEMANAS ANTERIORES

INVASIÓN

Hacía un tiempo que se despertaba desarbolada. Sentada en la cama, cruzaba los brazos sobre el pecho como si tuviera que protegerse de un enemigo invisible. Porque estaba sola. Lo comprobaba nada más levantarse, con un recorrido por toda la casa. Después, entre sorbo y mordisco de tostada, mientras veía la vida bullir a través de la ventana, volvían hilachas de recuerdos amodorrados por no sabía qué elementos o sustancias, sombras que se acercaban a su cara, que se movían por la habitación, livianas, sin hacer ruido. Y volvía a sentir el frío como hoja de cuchillo en la garganta.


DESIDIA

«Llueve mucho», dice al preguntarle dónde ha estado. Siempre con evasivas. Ocho años «hablando» y bajo amenaza de dejarlo, pasó por la vicaría. Nació Carlitos de la pereza que le daba ponerse el condón. Después se quedó en el paro. Así llevamos otros siete años. Yo, deslomada, y él sin dar palo al agua. En cuanto le digo que busque trabajo, me sale con otra cosa. Lo último que hice por él fue guardarle la ropa y cerrar la cremallera. Pero ahí sigue desde hace semanas, sentado en su sillón, con los calcetines sucios y la maleta en la puerta.

18/2/17

TURNO DE NOCHE




 
Tomada de la red.

Son las tres de la madrugada y no consigo dormir. Me levanto de la cama. Marco con el sudor de mis manos el cristal y veo a través de la ventana el frío asolado de la calle. El silencio del sueño habita las torres vecinas. Me vuelvo hacia las sábanas revueltas. Cierro los ojos y te imagino en tu lado, con la respiración acompasada, durmiendo. Los abro y me golpea tu ausencia.
     Te imagino arriba y abajo, acompañando tus pasos el latido bronco de la sala de máquinas. Y siento el hueco helado de la soledad, como la debes de sentir tú. Sin embargo, casi podemos tocarnos en ese lugar sin distancias donde se aúna  el deseo. Deseo de tomarnos el café y la tostada en la cocina, mientras vemos cómo la vida se despereza en el patio de la casa de abajo, y el calor de la mañana seca y airea la ropa, cogida a la cuerda con pinzas de colores vivos como nuestro amor, y nosotros hablamos de cualquier cosa. Tú te levantas de la silla y me peinas con los dedos mientras preguntas: ¿Te acuerdas? Y yo digo que cómo iba a olvidar el día, la hora, el minuto, el instante mismo en que comenzó nuestra aventura en común.  Luego cada uno va a sus tareas. Un beso, un roce, un mira esto o lo otro, en el pasillo o en el comedor; estamos al alcance de la mano. Pero no esta noche, como tantas otras, en las que el calor de tu cuerpo no me arrulla.

     Regreso a la cama. Cojo de la mesilla el teléfono móvil y escribo un mensaje. Cuarenta años. Millones de abrazos y besos. Pero no doy a enviar porque recuerdo que estás fuera de cobertura. Me giro hacia tu lado y abrazo la almohada. Te habrás cansado de pasear y estarás sentado con los brazos enlazados bajo la nunca, mirando al techo. ¿En qué piensas con tantas horas por delante?, te pregunto. Y tú respondes que en mí. Así estamos conectados en esta noche eterna que no quiere irse con la claridad de un nuevo día que te traería  a mi lado. Hundo con el puño la almohada, allí donde debería reposar tu cabeza y acerco mi cara. Huele a ti. En el reloj de la vecina dan las cinco. Vuelvo a levantarme y voy al ordenador. Abro mi correo y te escribo esta  carta que guardo para  que te llegue el día de nuestro aniversario.

     La negritud se estira y entre la urdimbre se filtran unas partículas de luz. Pronto estarás de camino a casa. Me voy a dormir.

14/2/17

PASÓ UN ÁNGEL



Tomada de la red.


Como una brizna de hierba fresca, así te sentía cuando pasaba mi brazo por tu espalda y te abrazaba contra mi pecho, mi flaquito de ojos color avellana. Me lo decías todo con la mirada: hacia arriba, no; hacia abajo, sí. Unos días risas, otros, carita triste de pena honda. Yo sabía (tú, espero que no) que tu camino era más corto y tortuoso que el mío.

     Hemos ido al fin del mundo para que vieras caer una noche de estrellas corridas. Gritabas y movías una mano sin tino, como si quisieras atraparlas. Podemos decir que hemos disfrutado de la esencia del amor. Hace rato que ese silbido ha tomado totalmente tu pecho. Dicen que cuando llegamos al final, hacemos repaso de nuestras vidas. Tú no puedes. Lo hago yo y salen dos vidas enlazadas, la tuya y la mía. Ahora ya siento ese dolor de la cuchilla que nos separa, mi querido hijo, y no sé si sabré soportarlo.

13/2/17

PARA UN BUEN GUISO



 A Juan, por los años vividos.

 
Tomada de la red.
La razón de nuestro llanto al partir la cebolla, es la consecuencia de la irritación de las mucosas nasales cuando inspiramos una molécula llamada propanotial que se desprende al cortar sus diversas capas.
Para eliminar o reducir estos efectos, existen diferentes trucos.
Meter la cebolla en el congelador unos minutos, o en la nevera una hora, más o menos, antes de utilizarla.
Introducirla en agua templada durante un rato, o incluso, trabajar con ella sumergida.
Poner distancia de por medio.
Encender una vela al lado. Ésta absorberá gran cantidad de gases de la cebolla y así lloraremos menos al cortarla.
También hay que tener en cuenta qué utensilios y técnica utilicemos. Un cuchillo bien afilado y la destreza a la hora del corte minimizarán los efectos.
Ahora bien, podemos pasar de trucos y precauciones y dejar que las lágrimas liguen con las perlas diminutas de saliva que brotan de nuestras bocas cuando reímos. La ternura en la piel mezcla bien con las penas y alegrías que aderezan un buen guiso cocinado durante cuarenta y tres años. A fuego lento, moviéndolo de vez en cuando con mucho amor y vigilando para que nunca se nos pegue.