30/6/17

ECLOSIÓN



Tomada de la red.


Meneos de camas y chirridos de muelles. Pétalos de rosa que se desparraman en las praderas de las colchas. Orgullo de amor y sexo, consustancial al ser vivo, que eclosiona en primavera. Pandemia de deseo que trepa por los edificios, entra en los dormitorios, amorece los sentidos y provoca ensoñaciones varias en todos menos en Romeo, desdichado muchacho sin su Julieta, que levanta el teléfono y denuncia el jolgorio en la casa que cobija mujeres y hombres de ropas ligeras, risas y dulces en las mesas. Y tras la redada, todos tiemblan ante el juez entrado en carnes y años. Pero la pasión no tiene edad. Sonríe, pícaro, el magistrado. Invita a Romeo a buscarse otra compañera, y a los demás a solventar sus asuntos, impaciente por volver al «temita» con su particular diosa.

29/6/17

SOLANGE

Tomada de la red.


Podía haber elegido el avión. Pero para ella el tren era la mejor manera de viajar. Sacó un billete de ida. No sabía cuánto iba a estar en aquella casa que una vez fue suya y que era un recuerdo de mil prismas. Porque a Solange le gustaba renovarlo todo con frecuencia. Paredes que cambiaba de colores a menudo. Cortinas y colchas que transformaba en la vieja máquina de coser, heredada de la abuela. Muebles que repintaba o vendía para comprar otros en los mercadillos de la capital. Lámparas y apliques que aparecían y desaparecían como por arte de magia. Y una niña a la que le asustaba no reconocer su habitación cuando volvía del colegio, cada vez que a su mamá le entraba la pulsión del cambio. Lloraba al no encontrar a su lobo feroz de felpa. El mismo que Solange había hecho para la hija. Le costaba encariñarse con el lagarto que lo había sustituido. La mamá decía que Esperanza tenía rabietas. Que no sabía apreciar lo que ella le daba. Pero que acabaría gustándole. ¿A quién no le puede agradar tener cosas diferentes cada cierto tiempo?, se preguntaba. Solange cambiaba las cosas pero no podía cambiar lo que ella era.
            Esperanza guarda el bocadillo que acaba de comprar en el bar de la estación en el bolso y sube al tren. Frente a ella se sientan dos chicos de risa fácil. Se hablan al oído y sueltan carcajadas insolentes. Visten camisetas salpicadas de colores, con la manga a la sisa y pantalones verdes muy cortos y deshilachados. Ella habría preferido viajar sola para poner en orden su revoltijo interior. No fue fácil aceptar la marcha de su padre, con quien le unía no solo el amor filial, también la incapacidad de ambos para captar la atención de Solange.
            Mientras el tren culebrea por campos amarillos y borrachos de luz y sol, recuerda el rencor que la envenenó por dentro y la lanzó a una guerra continuada con la madre. Gritos, llantos, portazos y un dolor rebobinado una y otra vez, que convirtió la casa cambiante en un lugar imposible de habitar. Rememora la noche en vela, después de una bronca, madre e hija frente a frente, en la mesa de la cocina, y su decisión inamovible de escapar de aquella pesadilla. Cómo metió cuatro cosas en una bolsa de viaje y salió por la ventana de su habitación sin despedirse siquiera.
            Supo camuflarse muy bien entre el gentío de la ciudad, viviendo de cualquier manera, en habitaciones compartidas y no siempre con buena compañía. Pero tenía claro que no iba a volver con su madre y estuvo dispuesta a pasar por situaciones y a hacer cosas de las que no se siente muy orgullosa.
            Solange denunció su desaparición y la buscó durante mucho tiempo. Viajó a la capital y pegó ella misma carteles con la fotografía de la hija. Esperanza sabe todo esto por Maira que rescató a su madre del frío y la desesperación una noche de nieve intensa con lluvia de lágrimas. La invitó a su casa. Le sirvió una sopa y le calentó las manos, dentro de las suyas. Maira y Solange. Cuando alguien les pregunta, ellas dicen que llevan toda la vida juntas. Pero Esperanza cree que Solange nunca la perdonó. O tal vez sí. Se acobardó y un día tras otro, un año tras año, pospuso el momento de llamarla, de ir a verla. Todo lo que sabe la hija es a través de Maira. La conoció cuando quedaron una tarde de principios de primavera con lluvia, sol y arco iris en la plaza de Las Acacias, después de que Maira la encontrara a través de Internet. Y desde ese día no han dejado de estar en contacto. Su madre escuchaba lo que Maira le contaba de la hija y le hacía preguntas sobre ella. Y temblaba de emoción, como hoja movida por el viento, ante la promesa de Maira de que la hija pronto se decidiría  y volvería a verla.
            Los chicos enlazan los dedos de sus manos, se besan, separan sus cabezas y la miran con un brillo de orgullo en los ojos. Son felices, decide Esperanza. Y siente una punzada de envidia en el pecho. No es que ella sea desgraciada, pero su felicidad no es el restallido del rayo que ilumina y prende un campo de amapolas. Lo suyo es la cotidianidad, el bienestar sin sobresaltos al lado de Fran y Lucía. Aunque ella supo lo que era la pasión y la alegría que desborda y embelesa los días y las noches. Todo tiene su tiempo. Todo su límite. Sonríe a los jóvenes y ellos le devuelven la sonrisa. Consulta el reloj: es hora de comer. Saca el bocadillo, lo desenvuelve. Ellos la miran. De repente han recordado que no se vive solo de besos. Tienen hambre y nada que llevarse a la boca. Esperanza corta con las manos dos trozos y se los ofrece. Comen los tres en silencio. El tren hace una parada breve. La siguiente será la de ella. Se pregunta si estará Maira esperándola en la estación. Lo ha dado por hecho, sin pensar que la enfermedad de mamá Solange tal vez la mantenga prendida a su lado. Debería haber llamado a Beni hijo, el taxista. Hay tantas cosas que debería haber hecho, se dice. El primer paso ya está dado. Abrazará a su madre, le contará todo sobre ella. Y si la vida le alcanza, volverá con Fran y la niña, para que los conozca, para que pueda alegrarse y demorarse en juegos y risas con su nieta antes de la última despedida.

28/6/17

MENSAJES






Tomada de la red.


El primer día de escuela, mi madre quiso saber qué tal me había ido. No le hablé de la lección de Historia Sagrada; lo que hice fue preguntarle por qué no estaba mi vecino Fernando en la misma clase. Ella me contestó algo sobre las indigestiones que producía mezclar el melón con el agua, pero como yo no entendía nada, se impacientó y zanjó el asunto con un: «Además, los niños con los niños y las niñas con las niñas y punto». Años más tarde, cuando paseaba con orgullo de la mano de Adelita, vino a soltarme otro rollo sobre las flores y las abejitas.

27/6/17

CAMINO DE BRASAS


Tomada de la red.



Mi hermano quería ser como la Piquer. Eso dijo. Sólo una vez, delante de una raja de sandía que acabó machacada sobre su cabeza, cuando mi padre la aplastó de un puñetazo. Desde entonces odio la sandía. Mi hermano también.

      Mi madre no hablaba. Sentada en el umbral de la casa veía pasar las tardes sin apenas cambiar de posición. Sólo cruzar y descruzar las piernas y estirar el vestido bajo las rodillas de vez en cuando.  La última vez que escuché su voz fue cuando gritó pidiendo ayuda. Ella quería mucho al abuelo Santi y siempre estaba atenta a los ruidos de la casa. De día porque el abuelo se empeñaba en coger pepitas de oro de las brasas de la candela. De noche porque se levantaba y quería abrir la puerta para marcharse a trabajar al campo. Lo quería aunque estaba cansada. Por eso le dijo aquella tarde, mientras untaba de Avril las quemaduras de su mano, que el Señor debía llevárselo para que todos pudieran descansar. No creyó en ningún momento que el abuelo fuera a tomarla en serio. Cuando tropezó con la zapatilla a la entrada de la cuadra y vio la otra zapatilla a punto de caer de un pie, gritó tanto que gastó toda la voz.

     Mi padre no quiso renunciar a la que fue y negó a la nueva mujer que se deslizaba por la vida como un soplo de aire, sin más ruido que el de sus pies al caminar. Empeñado en hacerla hablar, la zarandeaba con la fuerza de quien no acepta el deseo ajeno. Mi hermano y yo asistíamos todos los días a aquella escena repetida, abrazados, sin hacer otra cosa, con el temor de que aquella  violencia nos tocara. Mientras tanto, mamá se iba diluyendo, sentada en el umbral, como pavesa que se deshace con un golpe de aire. Un día desapareció sin más. Papá se enfadó tanto que agarró la correa, la enrolló en la mano y estuvo dándole correazos a mi hermano a quien culpaba siempre de todo lo que ocurría en nuestra casa.

      Mi hermano procuraba ocultar los moretones, encubriendo a papá, cosa que yo no entendía. ¿Quieres que nos manden a un Centro de Acogida?, preguntaba cada vez que le pedía que hiciera algo. Yo lo quería mucho y él, cuando sorprendía un puchero o una lágrima, me cogía de una mano y me llevaba al cuarto de mamá. Abría el armario, sacaba uno de sus vestidos, se calzaba los zapatos de tacón, cogía el neceser donde ella guardaba sus cosas y se daba colorete, rimmel y se pintaba los labios. Cantaba y bailaba para mí y yo sentía el orgullo de gozar del privilegio de tener a un artista para mí sola.

     Cuando papá enfermó, mi hermano se pasaba día y noche al lado de la cama, poniéndole compresas en la frente, sujetándole la cabeza cuando vomitaba. Yo me quedaba mirando desde la puerta de la habitación, debatiéndome entre el rechazo que había anidado en mi interior hacia mi padre y el deseo de que no muriera.

      Y no murió. Parecía como si le hubieran apaleado cuerpo y alma y no conservaba ni un atisbo de su rabia. Tenía los ojos húmedos, siempre al borde del llanto y buscaba continuamente la mano de mi hermano y la besaba con fervor. Yo lo observaba todo algo distante, a la espera, aunque no sabía de qué.

     Ocurrió una mañana espléndida de primavera. Papá estaba en el patio, sentado en la mecedora donde le había dejado mi hermano. Yo leía un libro a su lado sin prestar mucha atención a sus quejas ahogadas, a su baba cayéndole sobre la camisa del pijama. Primero escuché el taconeo que venía de adentro de la casa, luego el frufrú del vestido, y antes de que mi hermano hiciera su aparición estelar, me llegó el olor del perfume de mamá.

     Papá no se murió de la impresión, como yo esperaba, cuando vio a su hijo vestido de mujer en mitad del patio, ni cuando se le acercó y le estampó un beso de carmín en sus mejillas resecas. Levantó la cabeza y lo miró de arriba abajo, sonrió y dejó escapar una lágrima. Mi Teresa, mi Teresa, no dejaba de repetir, llamando a mamá, mientras mi hermano, con el embrujo en el cuerpo, bailaba para los dos hasta caer agotado sobre los geranios del patio.