31/7/17

¡MIRA, MAMÁ!


Tomada de la red.


Parecía la cabeza grande de un alfiler. Escarbé en la arena hasta desenterrarlo del todo. Cabía en la palma de mi mano. Quise mostrárselo a mamá, pero ella soñaba con sus cosas debajo de la sombrilla. Papá nadaba en el mar a lo lejos, detrás de una sirena rubia. Lo limpié bien con agua marina y estuve jugando con él. Era muy cariñoso y hacía lo que yo quería. Llegó la hora de recoger para volver a casa. Lo metí en la bolsa de plexiglás con el cubo, la pala, el rastrillo y la estrella hueca.
     Cuando lo saqué en mi habitación, había crecido un dedo por lo menos. Y estaba hambriento. Le traje un cuenco con gelatina de fresa. Después de tragársela, cerró los ojos. Decidí guardarlo dentro de mi armario. No quería que mis papás me lo quitaran para echarlo a la basura como hicieron con mi última Barbie. Lo puse dentro de la caja de las caracolas, agujereé la tapa con la punta de un bolígrafo, y la dejé junto a los zapatos.
     En los días que siguieron, fue creciendo al igual que su apetito. Mis papás estaban muy contentos por lo bien que yo comía. Pronto le quedó pequeña la caja y pidió que lo sacara del armario. Esperaba a que mamá limpiara mi cuarto y se fuera, para dejarlo oculto entre las sábanas de mi cama. Por las noches dormía acurrucado a mi lado, sin hacer ruido. Hasta aquella madrugada en que comenzó a llorar y a retorcerse y no conseguí calmarlo.
     Mis papás no logran explicarse cómo no se dieron cuenta. Me interrogan una y otra vez. Quieren saber quién es el padre. Unas veces les digo que un pez raya. Otras, que Neptuno. Las más, que no lo sé. Ellos siguen preguntando.

CRISIS


 
Tomada de la red.
Los niños chapotean en el agua. La madre mira el mar y bebe un tinto de verano. A las ocho, recoge el póster y desinfla la piscina. Hora de hacer la cena.

EL INQUILINO


 
Tomada de la red.

El abuelo vivía en un pueblecito de Santander. Cuando se vino a vivir con nosotros, se trajo su caracola. Decía que así podría escuchar el mar. A mi hijo pequeño le entusiasmó la idea. Estaban todo el día pasándose la caracola de oreja a oreja. Los dos aseguraban que eran capaces de distinguir una ola gigante del rizo de espuma entrando en la playa.
Yo estaba muy contenta por lo bien que se llevaban. Un día, el abuelo comenzó a quejarse de que no podía dormir por el ruido que hacía al masticar el inquilino del armario. Le aseguré que allí no vivía nadie, pero mi hijo le dio la razón y dijo que él también lo había oído. Le conté a mi marido lo que ocurría y él intentó convencerlo de que se trataba de una pesadilla, pero el abuelo siguió quejándose.
Abrí el armario unas cuantas veces para que se convenciera de su error. Él continuó con sus quejas. Una mañana, desesperada, volví a abrir el armario y moví la ropa para que viera el fondo pues se empeñó en que se ocultaba allí. Una nube de polillas abandonó el traje de Comunión de la niña. Lo saqué para comprobar, desolada, que los encajes y las cintas de princesa se habían convertido en unos pingajos llenos de agujeros.

APROVECHAMIENTO

Tomada de la red.

Pareces un salmonete, dijo mamá al verlo tan colorado. Papá se puso crema y le volvió el color tostado de la piel. A los pocos días, regresó de la pesca y el buceo con unas hendiduras extrañas detrás de las orejas que parecían latir con su respiración. Mamá dijo que debería ir al médico, pero él no hizo caso. Abandonó la partida de cartas y el café con los amigos.
     Dejó de hablar un anochecer de calor espeso y grillos enloquecidos y, durante un tiempo, se comunicó por señas; después, ni eso. Salía al atardecer, tapado con un verdugo, a pesar del bochorno que parecía no afectarle, y volvía con la noche a punto de disiparse. Mamá andaba todo el día sobresaltada y se retorcía las manos poco antes del regreso de papá, siempre esperando algo nuevo, pero no hacía nada al respecto. Hasta aquel día cuando me despertó el olor intenso a mar. Dos hileras de dientes de sierra se abrían a escasos centímetros de mi cara. Entonces mamá actuó. Estuvimos comiendo pescado  todo el verano. Acabé por aborrecerlo.

30/7/17

LOS POSOS DE LAS CIVILIZACIONES



 
Tomada de la red.
Al igual que la palabra azúcar evoca el dulzor en la lengua, en el momento en que mi dedo índice señaló Sicilia en el mapa, convocó a Alain Delon girando con Claudia Cardinale en un grandioso salón donde los encajes de los vestidos de las señoras se reflejaban en espejos ricamente enmarcados en dorado.  Viajé a la isla con el vals  dentro de mi cabeza. A través de la ventanilla del avión contemplé el cielo con las avenidas azules bordeadas de nieve, y un invierno imposible y fugaz llegó de repente barriendo las imágenes de la película siciliana.
     Sicilia es mar, volcanes que avisan cuando van a entrar en erupción y los caminos de lava bajan lentos con un ruido de cristal roto que engulle lo que se deja al paso de la naturaleza desbordada; volcanes sumergidos que explosionan y sepultan con olas gigantes lo que encuentran en su camino; y Strómboli, imponente y amenazador en aquella claustrofóbica película que protagonizó Ingrid Bergman. Sicilia preside, con sus tres piernas flexionadas, la cabeza de medusa y sus espigas, los senderos de la memoria donde se alzan soberbias sus iglesias normandas y bizantinas sobre el esplendor árabe, destruidas sus mezquitas; los pueblos borrachos de sol y callejuelas de casas encaladas; sus edificios barrocos; la leyenda del rapto de Plutón a Proserpina; la mafia y el juez Falcone; los anfiteatros, la grandiosidad orgullosa de los templos griegos, señores de colinas y atalayas de mares, y la majestuosidad de los teatros inmensos donde las representaciones se sucedían una tras otra durante toda la tarde. Y crees que una civilización que amaba el arte no podía enseñar la cara de la crueldad más allá de las guerras con los fenicios por el control del territorio. Pero la mostró.
     La Oreja de Dionisio es una herida abierta en la piedra. Un grito mudo, aunque el canto infantil o el solo de cualquier turista consiguen la resonancia de la voz multiplicada y engrandecida por la piedra que arrancaron los esclavos cartagineses al servicio de sus captores. Queda ahí, como testigo de unos seres humanos que trabajaban en las canteras, bajo techo de piedra, ciegos por la falta de luz y el polvo, hacinados y con el alimento y el agua que les daba para sobrevivir unos años antes de morir y quedar abandonados en el mismo lugar donde vivían, sin derecho a enterramiento. Y hay en el interior de la oreja de asno como la llamó Caravaggio en referencia a Dionisio, una oquedad, como ventanuco por donde dicen que el tirano espiaba a sus esclavos para estar al tanto de posibles rebeliones o intentos de fuga. Y están los huecos donde debieron introducir las maderas para romper la piedra. Y existen otras huellas en la pared que no han sabido descifrar para qué eran, tal vez una escalera a la vida sin ataduras. Entonces los escuchas. Oyes sus lamentos, sus gritos, sus ansias de vivir o morir libres. Si quieres. Porque cuando vas como turista muchas veces te colocas las orejeras y el antifaz con filtros y sólo pasa lo amable, lo divertido, en todo caso el horror lejano y cubierto por capas de distancia emocional. Porque eso ya pasó, porque no ocurre ahora. Y olvidas genocidios cercanos. No es lo mismo, dices. Sacudes la cabeza como quien se quita un mechón rebelde de pelo de la cara y sales a la luz amarilla machacada por el canto sin tregua de las chicharras.
     Al día siguiente una chica entró en el comedor a desayunar con los ojos hinchados y el aspecto cansado de quien no ha dormido bien. Toda la noche soñando con esclavos. Toda la noche, repetía. Y yo no era uno de ellos. Pero los veía, pero escuchaba los golpes en la piedra, terminó antes de buscar el café y la leche, antes de dulcificar con un sobre de azúcar la pesadilla.
     Al hacer repaso del viaje en el aeropuerto, Lampedusa me devolvió a Alain Delon, guapo a pesar de la cinta negra cubriéndole el ojo, bailando con Claudia Cardinale en El Gatopardo, y con esta imagen subí al avión. Antes de despegar, recordé la solidaridad de «Señorita solitaria», la más joven del grupo, con una de las mujeres de más edad, frágil y torpe en el andar, cómo le prestaba su brazo en los desplazamientos, cómo cuidó todo el tiempo de ella, y cerré los párpados y vi una mano que ofrecía a un esclavo un cuenco de agua, y seguí la línea del brazo y remonté el hombro  hasta llegar a la curva suave del cuello, y más arriba descubrí la ternura en el rostro de una joven griega, y pensé que seguramente habría existido esa ayuda anónima hacia los más débiles; porque las civilizaciones se mueven hacia adelante, hacia el respeto a la vida, que asegura nuestra permanencia en la Tierra. Y desde la distancia que convertía Sicilia en una placa marrón en medio del azul inmenso, saludé con la mano y me despedí con una sonrisa de la isla.