21/7/13

CARBÓN




Chicas y chicos, no entraré en el blog durante unos días. Mientras, os dejo este relatito refrescante.
Dibujo tomado de la red.


"Pagarán caro lo del año pasado", pensaba mientras perpetraba su venganza. A media noche, lo despertó un grito y el ruido del motor del coche. Bajó la escalera y miró debajo del Árbol. Había un rastro de sangre hasta el jardín. ¿A cuál de los tres le habría tocado? Encendió el televisor y, a la espera de la noticia, se durmió. “¡Despierta, pequeño cabrón!”. La voz de su padre lo sobresaltó. Abrió los ojos y vio el pie vendado y el cepo para ratones colgando de una mano.

13/7/13

TODOS MUERTOS-GANADOR DEL XXVI CONCURSO INTERNACIONAL DE RELATOS POLICÍACOS SEMANA NEGRA DE GIJÓN 2013

Tomada de la red.

Cuando apenas llegaba a sus rodillas, mamá trazó una línea bajo el dintel de la puerta de mi habitación, con un jaboncillo gastado de los que hacía con aceite rancio y sosa cáustica. "Hasta la hora de la cena, no puedes pasar la raya", dijo. De nada sirvieron mis ruegos de perdón. Pasé la tarde ovillada en la cama, llorando. De todos los castigos que ella inventó para mí, aquél era el que más me dolía. Pero con el tiempo, la angustia dio paso al rencor y, de la mano de éste, a la venganza imaginativa.
     Recuerdo mi primera muerte. Fuera llovía con rabia y los cristales de la ventana parecían a punto de estallar. Yo estaba tumbada en la cama como siempre. Estiré las piernas y las manos, cerré los ojos y dejé de respirar. "Muerte por sufrimiento", leí en mi lápida, y vi a mi madre de pie junto a mi tumba, toda de negro, consumida por el remordimiento, mojando pañuelos anudados unos a otros como los que sacaba de su bolsillo el mago de la televisión; infinitos. Eterno su dolor. Cuando no pude aguantar más sin atrapar el aire pastoso del cuarto, dejé de estar muerta. La había castigado durante unos segundos y eso me hizo sentir mejor y secó para siempre mi llanto.
     Cada una de mis muertes posteriores superó a la anterior. Se sumaron al cortejo fúnebre algunos compañeros de colegio que se burlaban de mi cojera y una tía que me llamó estúpida cuando se deshizo en el agua la cara de mi muñeca de cartón. En mi último entierro, la comitiva de dolientes plañideras y ultrajadores de mi persona llenaba toda la calle, desde mi casa hasta la iglesia. Dentro, el altar rebosaba de cirios encendidos, y las coronas y las flores enroscadas en las barandillas de hierro forjado, asfixiaban el aire con su olor a compota. Llenaban mi fantasía las súplicas de perdón y los desmayos entre los bancos de madera y los reclinatorios forrados de terciopelo morado, cuando de repente escuché en un rincón la risa sofocada de mi compañera Berta y  toda la escena se derrumbó.

     Mamá había dejado de mover con un palo las grasas en el caldero, llenar las latas con la pasta hirviendo y cortarla en trozos cuando se enfriaban. No había líneas que me impidieran salir de mi habitación y la risa de Berta me puso al corriente de que ya no era una niña. A mis compañeros de Instituto, entretenidos en mirarse sus ombligos perforados,  mi posible muerte les importaba tanto como la de  las moscas que a veces hacían estallar entre las palmas de sus manos. Entonces encontré un nuevo camino de venganza. Ya no era yo la que moría, sino ellos. Sembré el Instituto de cadáveres: en las aulas, en los servicios, en los patios: cuerpos despanzurrados por doquier. A veces me daba algo de espanto ver cómo una chica pisaba a uno de mis muertos virtuales mientras se lavaba las manos. Su cabeza reventaba como una sandía y de las grietas  manaba la sangre como un surtidor. Pero en cuanto alguno se acercaba con una burla, se renovaba mi deseo de venganza.
     Mamá nunca sabrá la cantidad de dinero que le ahorré en psicólogos. Tenía una vecina que visitaba a un psicólogo todos los lunes y miércoles. Me lo dijo aquel día que llamó a mi puerta aterrada por su soledad y el acoso de sus demonios. La hice pasar y le hablé de cómo solucionaba yo mis problemas a golpe de pistola, machete o veneno, según el momento. Dijo que ya estaba más calmada y  volvió a su piso. Escuché desde el rellano cómo echaba la cadena y el cerrojo. Creo que incluso movió un mueble para apuntalar la puerta porque oí cómo arrastraba algo. Después de aquella tarde, cada vez que me la encontraba en la escalera, daba un respingo y aceleraba el paso.  Se llamaba Dolores y la tuve que matar.
     Un mediodía, al volver del Instituto, mamá me estaba esperando en mi habitación con muy mala cara.  Me dijo que la vecina le había contado a su madre todo lo que yo le había dicho. Cuando le expliqué que sólo era un juego, una manera de desahogarme, ella se echó a llorar, compadeciéndose de su mala suerte, y no me quedó más remedio que tranquilizarla con la promesa de que dejaría de matar de mentira. Ahí encontré el significado exacto de la  palabra venganza.
     Vencí el recelo de Dolores con invitaciones a merendar en casa y explicaciones de integrales que ella era incapaz de comprender. Se quedaba con el lápiz entre las dos paletas separadas, con la mirada vacía de entendimiento, como un muro de hormigón. Y yo seguí esforzándome en que cambiara el cero que el profesor de Matemáticas le ponía en sus hojas de exámenes por un número más alto, aunque fuera un dos. Mientras tanto, decidí que acabaría con sus terrores, el descalabro económico de la familia por el pago de las sesiones del psicólogo y su lengua demasiado larga, con unas cucharaditas de veneno en el tazón del Cola Cao que le preparaba mamá. Elegí esa forma de muerte porque yo la sangre sólo la soporto de mentira. Además de que era mucho más limpia. De suministrarme el veneno se encargó mamá, que odiaba a las hormigas y rociaba con aquellos polvillos el camino que iba de la puerta de la calle a la cocina. No le gustaban mis muertos virtuales, pero no le importaba dejar un reguero de patas y antenas retorcidas por el pasillo. Ahí estaba ella todas las mañanas con el recogedor y la escoba, quitando cadáveres. ¿Y por qué iba a ser más importante Dolores que una fila de hormigas? Ella tuvo mucho que ver con mi primer muerto de verdad.
     Matar a Dolores me costó muchas meriendas, porque aquella niña debía tener el estómago a prueba de veneno. Y eso que le cargaba bien la leche con el Cola Cao. Murió una noche y poco antes de morir fui  a verla a su casa. Estaba retorcida como uno de esos gusanos de tierra cuando los pinchas con un palo. Me miró con ojos de loca y, aunque no se le entendía lo que estaba diciendo, su madre me pidió que me marchara.  Fui al entierro. A fin de cuentas ella era mi primera víctima  y le tenía algo de apego.
     Después de aquello, mamá decidió que teníamos que cambiar, no sólo de casa, sino también de ciudad. No opuse resistencia. Me daba igual estar en un sitio que en otro. Mi única razón para haber continuado allí, acababa de morir. Porque, aunque yo fui la causante de los dolores de barriga y de su muerte, el día a día, la cucharadita de veneno con el Cola Cao, el pescozón cuando no entendía algo, que era siempre, el insulto intercalado con una palabra de ánimo, crearon un lazo de cariño y amistad. O así lo veía yo. Y aquel malestar de estómago que me acompañó durante una temporada, me hicieron prometerme que no volvería a las andadas, que solucionaría mis problemas de otro modo. Un puñetazo, bueno. Una zancadilla, no estaba mal. Y existían otros recursos no físicos. El insulto, la calumnia, el menosprecio, en fin algo menos definitivo.
     Durante una temporada larga fui feliz con la contemplación de los pajarillos, las mimosas, los peces en la pecera. Todo muy bonito. Y además me enamoré de un chico de mi nuevo Instituto. Era pelirrojo, con pecas y unos hierros en la boca que me encantaba repasar con mi lengua. Lo llevé a casa y se lo presenté a mi madre. Mamá tenía un aspecto de loca impresionante: pelos enmarañados, las bolas de los ojos girando dentro de las cuencas y una risa satánica que combinaba con un llanto manso, como de cordero degollado. Esperaba que la alegraría verme con un chico, porque me dijo muchas veces que yo  necesitaba  encontrar a alguien que espantara los pájaros de mi cabeza. Pero no fue así. Lo echó de casa a empujones mientras le decía que era por su bien. Y después de eso, él no quiso saber nada de mí. Supongo que no le hacía ninguna gracia salir con la hija de una loca. Así que mi madre tuvo la culpa de mi segunda muerte. Le hice llegar al pecoso una caja de bombones. Creo que fue una muerte muy dulce. Cuando mamá se enteró, recobró milagrosamente la cordura y dijo que me iba a denunciar. A mí, una víctima de sus manejos. La intenté convencer. Le dije que el nombre de la familia quedaría manchado para siempre si iba a la policía. Meterían las narices en nuestras vidas, rastreándolas hasta el lugar de donde vinimos y saldrían a la luz todos nuestros pecados, grandes y pequeños. Pero ella tenía la mirada dura, como aquella que yo veía cuando era niña mientras trazaba la raya con el jaboncillo hecho con jabón casero. Entonces lo vi claro: se trataba de una cuestión de supervivencia. Mamá, mi otra mamá, aquella que no dudó en solucionar los problemas con papá de manera expeditiva, esa que hizo una tarde un gran caldero con grasas y aceites y removió hasta la noche y salieron muchas latas de jabón y tuvo que venderlo porque no le cabía en la alhacena, esa era la mamá que me enseñó el camino. No comprendía por qué aquella señora venía con escrúpulos. Nunca lo entendí. “Niña, no hagas eso. Niña no hagas lo otro. Niña pórtate bien”.   Quizás fuera porque ahora me miraba con otros ojos, ojos de miedo, por lo que había decidido denunciarme, que era como denunciarse a sí misma.
     La cogí de la mano y la llevé a la terraza. Ella se dejó hacer. No opuso ninguna resistencia. A fin de cuentas, siempre dijo que era mejor morir en brazos de alguien querido. Bueno, no era exactamente así. No iba a morir en mis brazos, pero sí tendrían mucho que ver en la acción de mis dos manos. Le estuve hablando de nuestras cosas. De lo difícil que era conseguir que alguien te quisiera y no te dejase, como papá. Y ella asentía mientras lloraba mansamente, como yo lloré aquellas tardes cuando me encerraba en mi habitación. Le dije que entonces no la entendí, incluso llegué a odiarla, pero que ahora, con el paso del tiempo, veía las cosas de diferente manera. Quizás porque yo me sentía también como ella se debió de sentir: sin una emoción, sin un deseo de verme reflejado en otro, sin una necesidad de compañía. Nos quedamos frente a frente. Yo había dejado de hablar, pero no me decidía a terminar con aquella situación estúpida. Entonces ella sacó un pañuelo del bolsillo de su delantal y se lo llevó a los ojos. En una esquina, había una jota y una te bordadas y recordé los días de colegio y me vi con el bastidor en la mano, bordando con mucha ilusión aquellos pañuelos pequeños de mujer. Luego fui a la papelería y compré un papel con balones de colores y celofán y pasé  toda la tarde intentando envolver mi regalo para el día de la madre. Rompí el papel y tuve que volver a la papelería a por otro de lacitos lilas y rosas y volví a intentarlo. Y así hasta cuatro veces, porque yo no me sentía satisfecha con los picos y las arrugas que se formaban. La señora Pilar me preguntó para qué compraba tanto papel de regalo y yo le dije llorando que era para envolver el regalo de mi mamá a la que quería mucho, y que no me salía bien. Entonces ella dijo pobrecilla, cuánto quiere a su mamá, y me pidió que le llevara los pañuelos a la tienda. Sacó un papel brillante como el oro y con mucha destreza hizo un paquete perfecto. Luego lo cruzó con una cinta de color rosa, cortó las puntas en tiras pequeñas y las rizó con las tijeras. Por último le pegó una etiqueta con la palabra felicidades y me lo entregó y no me cobró nada. Y yo estaba muy contenta porque mi regalo iba a devolverle la alegría a mi madre y se olvidaría de que papá no la quería a ella ni a mí tampoco porque quiso dejarnos solas, aunque mamá no se lo permitió. Recordé lo feliz que fue mamá con los pañuelos y cómo lloraba y me abrazaba.
     Me acerqué a ella y no hizo intención de retirarse. Se quedó con el pañuelo estrujado entre los dedos, haciendo aquel duelo por su hija que tantas veces había imaginado. Abrí su mano, cogí el pañuelo y  enjugué su llanto. Después pasé mi brazo derecho por encima de sus hombros, rodeé su cintura con el izquierdo y le di un abrazo.



   

10/7/13

CARRETERA

Fotografía tomada de la red.

Cerca de la carretera que une mi pueblo con otro más grande, hay un edificio de ladrillo sin enlucir ribeteado de bombillas, con un tendedero en el lateral huérfano siempre de ropa, hecho con dos horquillas de madera y una cuerda de nailon. Cuando paso de día con el coche, lo miro de reojo hasta que desaparece tragado por la distancia. Nunca veo a nadie.
Algunas noches de verano, cuando voy con mi marido a cenar a ese pueblo, veo el edificio desde lejos, rabioso de luces de colores que me recuerdan las de mi infancia colgando en la caseta de “El tren de la bruja”. El tendedero lo ha borrado la noche, pero la puerta brilla como si la acabaran de pintar de rojo. Cuando el coche está a su altura, siempre me pregunto qué estará ocurriendo dentro.

5/7/13

RESEÑA EN LA BITÁCORA DE ALENA COLLAR SOBRE "PARTÍCULAS EN SUSPENSIÓN"


Imagen extraida de la bitácora de Alena Collar.





Esta es la primera reseña de "Partículas en suspensión". Un regalo inmenso, por el que le estoy muy agradecida a Alena Collar. Porque ella escribe desde su verdad, sin dejarse llevar por simpatías o antipatías personales. Por eso tiene tanto valor para mí su crítica literaria que podéis leer aquí.

Vaya para ti, Alena, un puñado de besos.