19/8/15

DIENTES DE LEÓN



 
Tomada de la red.

 Cuando tengo uno de esos ataques, cierro los ojos y viajo al pasado. Lena corriendo por el campo con su flor en la mano y los avioncillos volando. Y yo como novillo detrás de su falda roja. Soplaba y el diente de león se deshacía en pelusas. ¡Nieva!, gritábamos en mitad del camino de tierra reseca por el sol. Luego nos tendíamos debajo del pino que daba sombra a media alberca y recobrábamos el resuello entre risas y empujones. Nadábamos desnudos hasta que el hambre nos sacaba del agua. Caminábamos como los indios, de mata en mata, arrastrándonos unas veces, las más doblados por la cintura. Ella delante, yo detrás. Llegábamos a la cerca y nos empinábamos sobre las puntas de los pies para mirar. ¡No está!, avisaba Lena. ¡No está!, corroboraba yo. Saltábamos dentro y nos llevábamos una sandía o un melón que luego reventábamos con una piedra. Comíamos hasta hartarnos. Después nos quedábamos adormecidos bajo la higuera de Ramón el manco. La tarde caía y con ella llegaban los trinos de los pájaros levantando el vuelo desde las copas de los árboles para ir a beber al riachuelo que bordeaba las huertas. El aire se volvía espeso y el horizonte cárdeno. Entonces volvíamos a casa despacio, el uno al lado del otro, en silencio.
    Cuando el futuro se empeña en visitarme, abandono la casa y voy a mi recodo del tiempo. Entro en la cabaña que hicimos Lena y yo para sorprender a los conejos que abandonaban sus madrigueras y saltaban entre las jaras. Les lanzábamos piedras del montón que habíamos preparado. Nunca dimos a alguno. No queríamos darles. Sólo hacer como si quisiéramos. La cabaña siguió ahí. La cabaña es la cápsula donde viajamos la pequeña Susi y yo cuando vuelve del colegio. Le agarro la mano, tan pequeña que temo hacerle daño al encarcelarla entre mis dedos, y nos vamos de viaje. Unas veces recalamos en el puerto de la ciudad de los niños elefante. Otras caemos en un agujero negro y pasamos un poco de miedo. Las más, recorremos los parques de atracciones de todo el mundo; subimos en la montaña rusa, nos reímos frente a los espejos, visitamos la cueva pirata, nos montamos en el tren de la bruja. A veces viene esa dentellada. Y hay que volver a la casa y a la cama. Lena me quita a la niña. Lena no quiere que Susi me vea el gesto torcido. Yo apago el interruptor y sólo soy dolor. Hasta que se pasa. Luego viene el aleteo negro del futuro. Deberías pensar en arreglar tus cosas, dice mi hija con una voz seca, como si hablara de la lista de la compra. No caves aún la tierra, le digo yo, sólo para escandalizarla, para que se enfade y me deje solo. Pero la oigo llorar en la cocina, entre el sonido del chorro del agua del grifo y la loza entrechocando, y me daría de puñetazos. Ella no tiene la culpa de vivir en el futuro. Aunque por más que pienso, por más que busco, no acierto a comprender cómo pudo ocurrir, de dónde le vino ese temor a la vida.
      Al atardecer vuelve Romi de trabajar, con una botella de vino en la bolsa de papel. Lena le regaña. Lena dice que no me conviene beber alcohol. Sólo un dedo, dice él mientras me guiña un ojo. Romi parece más hijo mío que Lena. Alguien debe tener cabeza, protesta ella cuando se lo digo. Alguna vez he pensado que se cree que pudo evitar lo de su madre. Que debería haberse dado cuenta de que ese ahogo en el pecho anunciaba algo más que un catarro. Quizá fue eso lo que la volvió tan previsora, un gorrión asustado que pretende evitar que el lazo que nos ata a la vida se deshaga definitivamente. A veces sonríe cuando sorprende a Romi y a mí en esos gestos de complicidad. Parece comprender la importancia de entrechocar las copas y el silencio mientras paladeamos un buen vino; y nos deja solos en el porche, cada uno en nuestro balancín, la mirada perdida en la lejanía, viendo cómo las sombras y el frescor de la noche van ganando el campo. Esperamos a que no haya un solo ruido dentro de la casa y Romi saca el tabaco. Fumamos sin hablar, escuchando el ulular del búho, el cricri de los grillos, el leve crujido de una hoja movida por la brisa. A media noche, él se levanta, dice que ya es hora de acostarse, que mañana tiene que madrugar,  y entra en la casa. Yo me quedo. Me cuesta renunciar al mundo. En más de una ocasión me ha sorprendido la aurora en mi rincón, como un espectador privilegiado del milagro de un nuevo día. Escucho a Lena trastear en la cocina. Antes de que descubra que aún no me he acostado y venga a regañarme, me llega el olor del café y las tostadas, la voz adormilada de Susi, el sonido de la maquinilla de afeitar. Me levanto despacio, me desperezo y bajo a cortar  dientes de león. Luego llamo a mi nieta y los dos soplamos. El cielo se puebla de copos de nieve que flotan perseguidos por las palmadas de Susi que intenta atraparlas. Después van posándose, mansos, sobre la tierra, como paracaídas blancos.

4/8/15

CUENTA SALDADA


 
Tomada de la red.

El cuerpo sin vida del Niño amaneció en su cama bien arropado, como una madre arropa a su hijo, con los brazos fuera del embozo; y en la expresión de su cara la candidez de cuando estaba vivo, aunque con el rictus amargo del sufrimiento.

     Lo descubrió el funcionario cuando, al pasar lista, se percató de su ausencia y fue a buscarlo.

     —Esta vez te la cargas. Y no pongas carita de no haber roto un plato, porque, como me llamo Federico, que te mando a la celda de castigo una temporada... ¡Venga, levanta!

     No jodas, ¡pero si estás muerto!

     Avisaron al juez y en cuanto ordenó el levantamiento del cadáver lo sacaron a enfermería. El resto de los reclusos hicieron un pasillo por el cual desfiló la camilla.

    —Parece dormido— dijo Arsenio el Culebras en un murmullo, como si temiera despertarlo.

  Parece el mismo joputa de siempre— sentenció el Camionero—. A mí nunca me la dio con esa jeta de angelito. Seguro que ha sido un ajuste de cuentas pendientes.

 —   ¡Un respeto por el muerto!— exclamó el Resucitado, recién convertido al cristianismo de los Evangelistas.

 —   ¡Me la suda el puto fiambre!— chilló el Camionero.

 —   ¡Cállense todos!— ordenó Federico tocando con los dedos de la mano derecha la porra que colgaba de su cadera.

     Y se hizo un silencio roto por suelas de zapatos avanzando por la galería, carraspeos y un coge más fuerte que se nos va a caer. Ya a las puertas de enfermería, un no somos naide del Sanguijuela, arrancó el vete a tomar por culo del Camionero. La rápida intervención de Federico ordenándolos dispersarse atajó una más que probable pelea entre los dos reclusos que más se odiaban de toda la cárcel.

     El médico, pelo revuelto y ojos hinchados por el sueño, recibió al Niño con cara de fastidio. Después de examinar el cadáver sin mucho entusiasmo determinó que llevaba muerto toda la noche. Más o menos, añadió. Luego salió a la búsqueda de un café y un cigarro.

II

     La investigación posterior sobre las circunstancias de la muerte del Niño arrojó pocas luces sobre el caso, excepto que fue envenenado, como determinó la autopsia. Había ingresado a media tarde del día anterior en enfermería con vómitos y otros trastornos gastrointestinales, además de una sarta de disparates que salían por su boca y que achacaron a su propensión a los delirios de grandeza.

     Resolvieron quitarle la cena y darle un poco de bicarbonato. Después de un rato en enfermería, durante el cual llegó a perder el conocimiento, aunque lo dieron por dormido, lo devolvieron a la celda y allí se quedó hasta que lo sacaron cadáver.

     Fue imposible determinar quién había acabado con la vida del ex inspector de policía. Elías declaró que hizo la ronda al inicio de su turno y comprobó que todo estaba en orden. Vio al Niño tumbado en su cama, bien arropado y tranquilo, y con la puerta cerrada. Y durante toda la noche nadie, excepto él, tuvo acceso a las llaves.

      El envenenamiento del Niño había comenzado hacía tiempo, aunque no se supo hasta su fallecimiento. Después, muchos recordarían cómo andaba últimamente, doblado y con el rictus torcido. En el servicio médico lo trataron con bicarbonato y antiácidos porque a todos les pasaba, decía el facultativo, que cuando entraban en prisión se les agarraban los nervios al estómago. Vigilaban los patios. Vigilaban el comedor y los talleres. Siempre al quite de peleas y alborotos donde se aprovechara el barullo para asestar la puñalada. A nadie le pasó por la cabeza que elegirían veneno. Una muerte horrible, dijo el doctor, propia de un sádico o de alguien cuyo odio iba más allá de acabar con el Niño de un solo golpe. Y eran demasiados los que tuvieron la oportunidad de hacerlo.

     Aquella noche, los reclusos que odiaban al Niño, y eran muchos, lanzaron papel higiénico, como serpentinas, en las galerías, y silbaron y dieron algún grito contra el muerto, ante la pasividad de Elías quien recomendó a su compañero de turno que los dejara desahogarse, que era lo mejor para evitar altercados. Ya se cansarán, dijo. La calma llegó bien entrada la madrugada.

III


     Aunque salía del turno de noche, Elías Bejarano Tomillo abandonó el edificio de la cárcel sonriente y relajado, como si acabara de tener un sueño plácido y reparador. Levantó los brazos al cielo, se estiró y aspiró hondo el aire fresco  de la mañana. Luego entró en el coche y lo puso en marcha. Encendió la radio. Había un debate sobre la muerte del Niño dentro de la prisión, donde había ingresado por un asunto de trapicheo con droga. Unos decían que se lo había buscado, y que muerto el perro se acabó la rabia. Otros, en cambio, opinaban que, a pesar del daño que hizo, no se podían alegrar de la muerte de nadie. A fin de cuentas era una persona y ellos estaban en contra de la pena de muerte. Y ahí entraban los que postulaban por el ojo por ojo. «Eso se lo decís a los que sufrieron los desmanes del Niño, si es que consiguieron sobrevivir, o a los familiares que penaron con ellos». Elías cambió de emisora y puso música.

      Condujo despacio. Dejó plazas y calles, siguió, paralelo, la tapia encalada coronada por las copas de los cipreses, hasta llegar a la entrada principal. Detuvo el coche, recogió la botella, la copa y el ramo de calas y anduvo por el sendero, tantas veces recorrido que podría llegar hasta su destino con los ojos cerrados. Le gustaba el lugar, tan familiar después de tantos años de visitas regulares. Los ángeles custodiando tumbas pequeñas con letras doradas y fotografías de niños. Las lápidas de mármol veteado de rosa con nombres nuevos y flores frescas. Las más antiguas, amarillentas y rotas sus esquinas, con jarrones y margaritas de plástico. Todas parecían saludarle al paso, como se hace entre vecinos en las calles de los pueblos. La tumba donde se detuvo pertenecía a las que habían sido lavadas muchas veces con agua de lluvia. Se veía la solera en el color deslucido de la piedra, pero también se percibía a simple vista que alguien la visitaba a menudo porque no había ni un brote de jaramago alrededor; por la pulcritud de la inscripción cincelada, sin rastro de tierra; por las flores renovadas con frecuencia.

     Elías puso las calas sobre la lápida, a un lado para que se leyera bien el nombre: Jacinto Bejarano César- 1922- 1963- Tu esposa e hijos no te olvidan. Abrió la botella de cava con un taponazo festivo. Sirvió la copa y, antes de beber, la levantó en alto y brindó: «Por ti, padre. Descansa en paz. El que quebró tu salud en los calabozos y destrozó nuestra familia, ya arde en el Infierno».