30/6/14

EL PREMIO

 
Tomada de la red

Salió el cazador a media noche. Debilitado, se elevó dos dedos por encima del suelo y dio una batida por el campo ceniciento. El brillo de los ojos del conejo lo deslumbró. Abrió y cerró los suyos varias veces y allí seguía, quieto, dispuesto al sacrificio. Cayó el Conde sobre su nula resistencia y clavándole los colmillos, se alimentó a conciencia. Entendió enseguida la mansedumbre del animal. Mixomatosis, se dijo entre vómito y vómito. Lo bueno de aquello era que él no podía morir. No de eso pero sí de inanición. No había nada en diez millas a la redonda a lo que clavar el colmillo, y fuerzas, ni para volar dos metros. Agarrado al tronco de un árbol, en las últimas arcadas limpiadoras de sangre infecta, sus uñas afiladas rasgaron el papel. Levantó la vista y vio que se trataba del anuncio de un concurso de baile. El premio a la resistencia: una garrafa de diez litros de sangre "Transilvania, gran reserva" Ni le gustaba bailar, ni sabía, pero aquello era una cuestión de supervivencia.

Más debilitada aún que él mismo, en brazos tuvo que llevar a su última víctima hasta el granero donde se celebraba el concurso. Comenzaron con un rock and roll y los vampiros más jóvenes se lucieron lanzando por encima de sus cabezas a las vampirillas y recogiéndolas desfallecidas entre sus brazos. Luego vino el vals, el cha-cha-cha, el tango y la salsa y ahí se emplearon a fondo los más maduritos moviendo las caderas, los pies y la cintura con gran desparpajo, haciendo dobles tirabuzones en el aire y aterrizando sobre las puntas de sus zapatos. El Conde sonrió para sus adentros. Se movía lo indispensable él, arrastrando en pasitos cortos el cuerpo de ella. Fueron cayendo una tras otro sobre la improvisada pista de baile hasta quedar dos parejas, apuntalada ella sobre los pies de él, agarrada la otra con los colmillos al hombro del segundo. Se desplomó la pareja rival y quedaron en mitad del granero el Conde y su última víctima. La música paró y los organizadores formaron un corro a su alrededor y esperaron a que se le aflojaran las piernas a ella. Después empujaron al conde que cayó a plomo arrancando una gran polvareda del suelo. Intentó levantarse con un último esfuerzo pero en ese momento una garrapata saltó sobre su cuello y sorbió su última gota de sangre.

Los organizadores se despojaron de sus colmillos postizos, remataron a estacazo limpio a los desmayados concursantes y los enterraron en una fosa común. Luego celebraron una fiesta por todo lo alto donde no faltó el cordero y los diez litros de zumo de tomate con su pellizco de orégano y su diente de ajo.

En la fosa común, el Conde intenta arrancarse del cuello, con la punta de la uña de su meñique, la garrapata que guarda en su interior algunas gotas de sangre.

19/6/14

INICIACIÓN

Fotografía tomada de la red.


La abuela decía, dedo índice enhiesto, que aquello ni tocarlo. Era para las mujeres de la casa. Cuando les dolía la barriga, iban con un vasito y vertían dentro un dedal de licor y se lo tomaban. Luego sacaban las cerezas con un tenedor y se las comían. Pasaban un tiempo con el hueso dando vueltas dentro de sus bocas. Y después lo lanzaban lejos para poder cantar mientras cosían vestidos y pantalones en el patio. Contentas porque el dolor había desaparecido. ¿Cuándo seremos mujeres como ellas?, nos preguntábamos mientras, tumbadas en el suelo, admirábamos aquel frasco de cristal con panza grande, donde brillaban los frutos rojos como las cuentas del collar granate de mamá. Yo soy ya tan alta como la tía Felisa, dijo un día mi hermana. Yo también, grité. Y fuimos a la cocina por sendos tenedores. Deliciosas aquellas cerezas borrachas de aguardiente. Ninguna de las mayores supo la razón de una alegría tan desbocada ni de las rosas rojas en nuestras caras.

11/6/14

UN DÍA CUALQUIERA

Tomada de la red


Hace unos días, nada más entrar al trabajo, me comunicaron que uno de mis chicos había fallecido. Así, de sopetón, de la noche a la mañana. Debería estar acostumbrada, pero es difícil hacerse a la muerte sin avisar. A todas las muertes. 
     El hecho es que no se me va de la cabeza, que lo veo una y otra vez tal y como era. "No tenía ganas de vivir", comentó una compañera. Y no, no las tenía. De todos, era quizá el que más trabajo daba y yo estaba cansada. Pero eso no es excusa. Creo que últimamente le escamoteé alguna palabra amable, alguna caricia.
     Este texto no estaba destinado a ser publicado, pero quiero dejarlo aquí para que algo perdure, porque entre estas líneas está él, naturalmente con nombre ficticio. 

Son las catorce horas cuarenta y cinco minutos. Cierro los ojos, inspiro hondo. Me duele la espalda. Hora y tres cuartos y me voy a casa. Cojo mi chupa y mi bolso y salgo del vestuario. En el hall, varios chicos alineados en sus sillas contra la pared, me saludan. Abro una sonrisa. Comienzo una canción. Cualquier canción. Recorro el pasillo. Entro en el Aula de Apoyo Generalizado. Saludo. Los compañeros que acaban su turno se van. Me quedo sola con ellos. Sebas me muestra su muñeca. Ese peluco de oro te lo voy a quitar. Lo vendo al peso para güisky y patatas fritas. Levanta la mirada al techo. ¿Cómo que no? Te lo quito ahora mismo. Se ríe. Me acerco a una cama. En su radio suena merengue. Me inclino para que me vea bien y muevo la cabeza mientras hago una imitación exagerada. Mi pelo le roza el pecho. Se ríe. Voy a otra cama. Le pregunto a Pablo cómo está. Él se toma su tiempo y luego dice que bien, aunque sé que no. ¡Niño!, le regaño a Suso que no deja de tirar cosas. Lola suelta una carcajada. O lo que sea. ¿Y cómo está el último Jim Morrison?, pregunto a Mario. Mueve la cabeza. No sé qué me quiere decir. Me pongo los guantes. Llega el turno de tarde. Nos dividimos por parejas. Cogemos las grúas. Comenzamos con los cambios, levantamos chicos, los sentamos en sus sillas de ruedas, los peinamos, les echamos colonia. Los sacamos a las rutas. Hora de marcharme. Ficho. Salgo a cuerpo. Estoy sudando.

6/6/14

LA CONDUCTORA

Tomada de la red.


Sigo sus desplazamientos, mirándola de reojo, hasta que desaparece por el pasillo. Escucho los ruidos en la habitación de al lado mientras tomo la sopa, hoy sin ese sonido que tanto la molesta. Olfateo el aire a la busca del perfume que anuncie el cumplimiento de su amenaza repetida ante mis reproches, pero sólo huelo el sudor del miedo. Inclino la cabeza más de lo necesario para preparar la nuca a la caricia que no llega. Sigo, una cucharada tras otra, hasta tocar el fondo de cerezas, rojas como la sangre en la carretera. Y ahora sí, oigo la puerta de la calle cerrarse con suavidad. Detengo mi mano antes de que quite el freno de las ruedas. Después el silencio y mis lágrimas. El caldo coge un punto más de sal. Continúo sorbiendo.