10/5/18

EL REGALO. FINALISTA DEL V CONCURS DE RELATS BREUS DE CORNELLÀ

           
Tomada de la red

Como en otras ocasiones, aquel día de visita Carmela trajo a la niña. Rosita venía con una caja de zapatos debajo del brazo y una gran sonrisa que le iluminaba toda la cara. «¡Toma papá!», dijo nada más sentarse. «¿Qué son, dibujos?», le pregunté, con la intención de verlos más tarde, cuando ya estuviera en mi celda. Porque el tiempo se consume como papel de fumar y yo quería aprovecharlo para que me contaran cosas de fuera. Cómo iba el taller de reparaciones, en manos de Julito desde que tuve la mala suerte de encontrarme con aquel depravado y la niña de los Romero en el portal, y darle un mal golpe que le quitó la vida; si seguían metiéndose con mi hija los demás niños del colegio porque su padre estaba en la cárcel. Todo lo que no podía vivir con ellas, eso quería. Dentro era tan monótono el devenir de los días, que si no hubiera sido por el almanaque que me trajo Carmela, algunas veces no habría sabido si era veinte o veintiuno, si lunes o miércoles, tal era la confusión que tenía en mi cabeza. Así que quería que me pusieran al corriente de lo que pasaba tras los muros del lugar donde me habían encerrado. Pero Rosita se removía inquieta, me daba puntapiés debajo de la mesa. «¡Abre, abre!», se impacientaba. Quité la tapa de la caja y miré dentro. Folios con dibujos. «Muy bonitos», dije, e hice intención de volver a cerrarla. Entonces mi niña se levantó y me dijo al oído que quitara los dibujos, que lo mejor estaba en el fondo. Lo hice. Había hojas de morera y unos huevecillos pegados al cartón. «¿Gusanos de seda?», le pregunté en voz baja, para que nadie más pudiera oírme. Ella asintió con la cabeza y se rio. Estaba muy excitada. La abracé unos segundos, y le di las gracias. Recordé que en la visita anterior les hablé de que cuando entré en la cárcel, había visto una morera cerca de la puerta, y de lo mucho que me gustaban los gusanos de seda cuando era niño. No quería que la emoción me ganara la partida. No iba a llorar. Rosita no lo entendería, se pondría triste. Y eso no. Dejé la caja con mi tesoro a un lado y comencé con mis preguntas. Todo iba bien. Mi madre estaba un poco pachucha. Nada serio. Un catarro sin importancia. Pero a su edad, ya sabes, hay que cuidarse. Carmela hablaba y yo la escuchaba. Sabía que aunque mi madre estuviera muy mal no me lo diría. Sabía que no iba a contarme nada que me preocupara. Porque cuando Rosita se echó a llorar con el asunto de sus compañeros de clase, la rabia me llevó a una pelea en el comedor que me dejó alguna costilla rota y la suspensión de visitas durante una temporada. Así que nada de disgustos. La vida fuera era rutinaria y sin sobresaltos. Que me echaba de menos, dijo. Y ahí se le quebró la voz. Yo le repetí lo de otras veces, que pronto estaría con ellas y todo volvería a ser como antes. Sabía que el paso por la cárcel marcaba y habría que superar varios escollos, pero saldríamos adelante. Alargué la mano y le acaricié la cara con un movimiento rápido. Ella tomó aire y lo soltó de golpe. Luego continuó con su relato. Antes de irse, Rosita prometió traerme hojas de morera para los gusanos en su siguiente visita.
            La observación y el cuidado de los gusanos de seda me dieron un aliciente para aguantar el día a día encerrado en aquella prisión, condenado a verme las caras con reclusos de diferentes pelajes. Unos, ladrones de poca monta y mucha adicción; otros, seres endurecidos por no sabía qué circunstancias de su vida. Con los primeros hablaba de vez en cuando, aunque costaba mantener una conversación hilada. Parecían estar siempre asustados y cortaban los intentos de conversación con las peticiones continuas de cigarros. A los segundos ni me acercaba.
            Me llevaba bien con Rober, uno de los funcionarios. Nos unía la afición por los coches y a veces cruzábamos algunos comentarios, incluso me llegó a pedir opinión cuando iba a cambiar de vehículo. Él me traía hojas de morera sin preguntarme ni una sola vez para qué las quería.
            Buscarle un sitio seguro a la caja de zapatos fue algo que me mantuvo en vela toda una noche. Amanecía cuando di con la solución. Lo mejor era no buscar ningún escondrijo, ponerla en un sitio que no estuviera muy a la vista ni al alcance de la mano, pero sin esconderla. Dentro metía los dibujos de Rosita y algunas fotografías con cuidado de no asfixiar ni aplastar a mis gusanos.
            Los huevecillos eclosionaron a los pocos días y los gusanos comenzaron su ciclo de vida. Al principio, pequeños y delicados, apenas comían. Daba gusto verlos moverse por la caja, su casa; ir de allá para acá, dar un bocado a una hoja, crecer día a día. Dependían de mí y esa responsabilidad hizo que fuera muy cuidadoso en todas las tareas que tenía encomendadas, en alejarme de cualquier foco que intuyera de pelea en el patio. Pensaba en ellos y era como si de alguna manera estuviera más cerca de mi mujer y de mi hija. Porque aquellos seres diminutos eran de fuera, no de dentro, y rompían de alguna manera el muro que me separaba del exterior, me daban alas para sentirme un poquito libre y esperanzado.
            Cuando mi mujer y mi hija venían a visitarme, las informaba de la evolución de los gusanos de seda. De si alguno se había quedado por el camino. De si eran muchos y de cómo me seguía impresionando verlos cambiar en cada una de sus etapas. Pasábamos la mayor parte del tiempo hablando de los gusanos como si fuera algo de gran importancia. Supongo que para ellas verme animado, después de tanto tiempo de decaimiento, les despertó la curiosidad por las criaturas que habían hecho posible el cambio.
            Mis gusanos entraron en sus etapas de sueño, mudaron la piel, desarrollaron la mandíbula y una voracidad que me hizo estar más ocupado en conseguir hojas de morera en cantidades mayores, conservarlas para cuando Rober libraba y no podía traérmelas, en las zonas más frescas de la celda. Pasé mucho tiempo observando cómo hilaban sus capullos de seda, asombrado, como cuando era niño, por cómo algo tan primitivo podía saber qué y de qué manera tenía que hacer esos capullos que servirían para completar la metamorfosis.
            Algunas veces estaba inquieto por ellos, me preocupaba que fueran descubiertos y acabaran aplastados por las suelas de los reclusos. Soñé que se reproducían hasta cubrir el suelo y las paredes de la celda. Y si bien al principio me mostraba encantado al ver a tantos cohabitando conmigo, pronto veía las sombras humanas, gigantescas y amenazadoras, avanzando hacia ellos. Me despertaba empapado en sudor, me levantaba y abría la caja para comprobar que seguían allí dentro, burbujeando de vida.
            Una mañana temprano, al quitar la tapa, me encontré que las mariposas habían roto el capullo y andaban muy atareadas buscándose entre ellas. Los machos se apareaban con las hembras y éstas ponían nuevos huevos que se quedarían allí hasta la próxima primavera.
            Ya no había gusanos, pero seguí hablando de ellos con Carmela y Rosita durante las visitas.  Recordaba algún detalle como cuando uno de ellos no pudo segregar seda y tuvo que hacer la metamorfosis sin capullo. Siempre mantuve que lo hizo para que yo pudiera ser testigo del milagro del cambio. Y seguí hablando de ellos mucho tiempo después de aquel día de comienzos de verano, cuando cumplí mi condena y salí de la cárcel para reencontrarme con mi mujer y mi hija.

4 comentarios:

Cora Christie dijo...

Nunca deja de sorprenderme esa habilidad de filigrana, para sentir el proceso gusano-mariposa como si fueran mis gusanos de infancia y la morera se me enredara entre los dedos. Fascinante. Recuerdo el reves de un bolsillo de chaqueta, entre cuyas costuras se escondía un veneno mortal: escalofrío.
Regalo como terapia para no caer en la locura. Castigo desproporcionado para este buen reo, condenado tan injustamente, creo.

Claro que no me sorprende.

Enhorabuena otra vez mas. Y las que vengan

Lola Sanabria dijo...

Mil gracias, querida Cora.
Un día de estos colgaré ese escalofrío del que hablas.

Abrazos y besos a mogollón.

Elena Casero dijo...

ay, qué relato. Como siempre con la maestría para captar los sentimientos, los pensamientos, las sensaciones humanas.

Unos abrazos muy grandes

Lola Sanabria dijo...

Muchas gracias, generosa.

Abrazos a pares.