Sobrevivió al
escorbuto, al calor asfixiante, a la escasez de agua y al temporal que acabó
con media tripulación y parte del pasaje del barco en el que viajaba. Nada
consiguió doblegar su voluntad de hierro. Ya en tierra americana, compró un rancho
y se casó con una mujer a la que adoraba. Ejercía como juez, sin que emoción
alguna alterara su imparcialidad a la hora de dictar sentencia, hasta el día en
que asaltaron la diligencia. Cuando el juez vio el neceser ensangrentado de su amada
en manos del ayudante del sheriff, hizo caso omiso del llanto y los gritos del
muchacho proclamando su inocencia, y mandó al encausado a la horca. Desde
entonces su vida es un infierno. Piensa que tal vez se equivocó e imagina al
verdadero asesino acariciando la cabeza de un hijo de la misma edad que
tendría, si viviera, el que esperaba su esposa.
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