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Preciosa, dijo papá de mi tarjeta, mostrándola a
todos sus amigos, muy orgulloso. El doctor Jeremías hizo un movimiento de
aprobación con la cabeza. Mosser, el bibliotecario, la estudió despacio, luego
me revolvió el pelo con la mano mientras sostenía que mi futuro estaba, sin
lugar a dudas, en ilustrar libros. Mamá, en cambio, dijo que no debían darme
alas por una simple felicitación navideña.
......
Llené mi habitación de dibujos que pegaba a la pared
hasta que acabé cubriéndola toda. No cejaba en mi empeño de ser la artista de
la familia. Al principio sólo por agradar a papá, pero más adelante le fui
cogiendo gusto a las acuarelas, a los rotuladores, a las purpurinas, al guash,
a las ceras...; cualquier cosa era válida para adornar mis tarjetas de
cumpleaños, de bodas o de Navidad. Hasta esquelas hacía en esas noches de
viento y lluvia, cuando escuchaba pelear a mis papás.
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De mayor, intenté que me aceptaran en una imprenta,
pero ya tenían ilustrador. Continué llenando de dibujos las habitaciones de la
casa, que seguía compartiendo con mis padres, mientras llamaba a todas las
puertas. Fue entonces cuando me salió aquel trabajo en la morgue. Se trataba de
hacer las tarjetas identificativas que colgaban del dedo gordo de los muertos.
Me gustaba mirarles a la cara, ver más allá de sus cuencas vacías, del tajo en
la garganta, de la sangre coagulada en la media luna bajo las costillas, ver en
el ombligo el cordón que una vez los unió a sus madres. Y hacía verdaderas
maravillas. Pájaros, mariposas, caracolas, nubes, olas... Pero mis jefes no
eran entendidos en arte. Querían sólo el nombre en negrita, solitario, triste.
Me echaron del trabajo.
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Fue por aquellos tiempos cuando papá y mamá murieron
envenenados por el monóxido de carbono de la vieja caldera. Me encargué de
todo. Los lavé y peiné. Cepillé el traje de papá, planché su camisa de popelín,
saqué brillo a sus zapatos. A mamá le puse una de sus batas, para qué otra
cosa. Pero me esmeré en darle colorete, pintarle los labios y las uñas. Colgué
de sus dedos gordos las tarjetas más bonitas que había hecho nunca. Papá era un
pájaro que volaba hacia el cielo. Mamá una tortuga que se desplazaba por la
tierra. También las esquelas, que en lugar de ribetes negros, los llevaron azul
cobalto. Lloré de emoción cuando los vi a los dos tan juntitos, tan llenos de
colorido. Y de ahí me nació la idea.
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Mis papás tenían mucho dinero ahorrado. Según el
notario, porque mamá veía venir que no sabría valerme yo sola, y mi papá porque
me quería dejar en buena situación para que no me preocupara a la hora de dar
salida a todo el arte que llevaba dentro.
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Como siempre, papá tenía razón en eso de dejar salir
lo que llevaba dentro. Y dentro revoloteaba el cuervo agorero de mamá que era
el que daba muerte a todos aquellos desahuciados. Y dentro estaba la luz que
brillaba en las etiquetas que iba colgando de los dedos gordos de mis clientes.
Si acabé aquí fue por una falta de espacio, porque por muy grande que fuera la
casa, por muchas cámaras frigoríficas que comprara, llegó un momento en que no
tenía dónde meterlos a todos. Los fui abandonando en los bancos de parques e
iglesias. Y como toda artista tiene su estilo inconfundible, al final
consiguieron identificarme.
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