Decían que llevaba el olor a pescado metido en la piel y
las mujeres fruncían la nariz a mi paso. Dejé de acercarme al pueblo. Llegaba al atardecer a la lonja,
con las cajas de sardinas, y me iba después de la subasta. Sentado a la puerta
de mi casa observaba el camino de tablas adentrándose en el azul profundo, la
barca amarrada al tocón, moviéndose con el bamboleo de un agua mansa, el cielo
violeta detrás del faro. Y conforme el mar se oscurecía y la luna lo quebraba
en reflejos, yo sentía ese impulso. Me quitaba la ropa despacio y cuando la
noche había ganado el espigón, corría y de un salto entraba en el agua. Bajaba
muy hondo hasta rozar con la punta de los dedos el sedal y la boya, el
molinillo de viento, el arco y las flechas de mi niñez. Luego mis manos
abrazaban su cuerpo plateado y mi lengua lamía la sal de su boca.
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