Tomada de la red. |
Manolito tenía una imaginación prodigiosa.
Le gustaba inventar historias. La Historia. Porque era una la que iba
engordando al amor de la lumbre, con el mar embravecido, en las noches de
invierno. Recitaba en alto, con la voz engolada, la mano en el pecho y una
cacerola boca abajo sobre la cabeza. Al padre lo inquietaba verlo y oírlo así.
Se le hacía raro que al hijo, en lugar de pensar en aprender el manejo del
escoplo o de la hoz, le diera por aquel ejercicio enfermizo y afeminado. En cambio a la madre le
parecía cosa de chiquillos que se le iría con la edad, en cuanto sentara la
cabeza con una muchacha y un oficio.
A
Manolito le gustaba soñar con sitios exóticos. Y no había un lugar más exótico
que La Mancha, seco y perfumado por jaras y tomillos. Odiaba levantarse antes
del canto del gallo y echarse con su padre a la mar, dentro de aquel cascarón que
apestaba siempre a pescado, a pesar de la lejía panilla y de los cubos de agua
con que lo lavaba la madre. La humedad les calaba hasta los huesos en medio del
agua oscura y bamboleante, mientras echaban la red y esperaban, los dos en
silencio. El padre removiéndose de vez en cuando en su lado del barco, él retomando
su historia en el punto exacto donde la dejó la última vez. Así iba tejiendo, y
a veces destejiendo, pues no siempre estaba de acuerdo con lo inventado con
anterioridad, una maraña de aventuras y desventuras de un tal Don Quijote y su
escudero Sancho. Cuando los peces atrapados en la red les parecían suficientes,
la recogían y remaban hasta la orilla. Dejaban la barca varada cerca de la casa
y llevaban al mercado los pescados aún vivitos y coleando, para la venta. La
madre destripaba los que no vendían y los asaba para acompañar la sopa de ajo
en la sartén, sobre la trébede, o el gazpacho en el dornillo. Pescado, pescado,
pescado. Y tal vez algún torrezno. Manolito llevaba el olor del pescado metido
hasta los mismísimos sesos. Mientras tanto, él seguía con las aventuras del
caballero de la Triste Figura, como a veces le daba en llamar, en un lugar de
la Mancha que él no había visto nunca, pero que el solo hecho de imaginarlo
seco, pero que muy seco, y por tanto sin peces que apestaran, lo tenía
cautivado.
Al
atardecer, ayudaba a la madre en la reparación de la red, sentados, apoyada la
espalda en la pintura descascarillada del barco, el viento levantando rizos que
se deshacían en la playa. Agua salada que corroía hasta la médula, que los
obligaba a hacer todos los días la misma rutina de repasar la red y recoserla
antes de que el sol se llevara los colores por el poniente, y les dejara la
humedad negra y pegajosa de la noche. Y los molinos de viento, blancos,
batiendo sus aspas en el aire de una tierra árida, poblaban la imaginación de
Manolito. «En un lugar de la Mancha...», recitaba él mientras buscaba los rotos
y se los iba pasando a la madre, que ya veía poco, para que los cosiera. «Ay,
hijo, ¡qué tonterías se te ocurren!», decía ella con un suspiro, y, a veces, a
él le cortaba la inspiración y lo dejaba mohíno el resto de la tarde. Otras, encendido
por una llama interior imposible de apagar, seguía con su historia como si la
contara para sí mismo.
Luego
llegaba la noche. La llama oscilante del
candil hacía brillar los cazos y moverse las tenazas y el soplador,
convirtiendo en gigantes los bacalaos que colgaban de los maderos del techo de
la cocina. Y entre el crepitar de los leños de la candela, Manolito continuaba
su historia en silencio, para que el padre, que echaba tragos del porrón, no la
oyera y se enfadara, que sus enfados eran malos cuando el vino andaba de por
medio. Bajo el candil, la madre remendaba unos calcetines, o una pelliza
deshilachada, y parecía más joven y hermosa, y al hijo le daba por pensar en
ella como la dama de su corredor de aventuras, bella entre fogones. Así, hasta
que el cansancio lo rendía. En el sueño, continuaba con sus invenciones en un
desaguisado que no había dios que entendiera en la vigilia de la mañana
siguiente.
Manolito había dado ya unos cuantos
estirones, cuando el mar se quedó sin los pescados con los que había sobrevivido
la familia. Hubo quien habló de Apocalipsis y otras premoniciones nefastas que
hacían santiguarse continuamente a la madre y mantener la cabeza gacha al
padre, rastreando las boñigas del suelo con la mirada. Así las cosas, sin nada
que llevarse a la boca, decidieron emigrar para el centro, donde decían que
había buena tierra para sembrar trigo, y rebaños de ovejas para conseguir lana
y leche. Cargaron el carro con sus escasas pertenencias y emprendieron un viaje
que finalizarían agotados de mal dormir
y peor comer, llenos de piojos y enfermos de tiña.
Manolito
ya tenía una larga historia que contar y, a esas alturas de su vida, lo que más
deseaba en el mundo era que alguien lo escuchara. Si fue cosa del destino o de
algún poder oculto lo que los llevó a encontrarse, eso nunca se llegará a
saber, pero el caso fue que aquellas fantasías que acompañaron al muchacho
durante sus primeros años a orillas del mar, obtuvieron la más entusiasta admiración
de un joven de la villa. Se llamaba Miguel y era alto, enjuto y de porte
altivo. Al principio pareció fastidiado con su compañía, pero el muchacho,
imbatible al desaliento, comenzó con aquello de: «En un lugar de la Mancha de
cuyo nombre...», y enseguida captó el interés del vecino, quien, desde ese día,
lo esperaba todas las tardes a la puerta de su casa, sentado ante una mesilla
desvencijada, a modo de escritorio, armado con papel, tintero y pluma.
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