Hundo mis dedos en la tierra removida y
mis manos desaparecen y buscan los hilos de la raíz de este árbol de agujas
verdes y brillantes, rabiosas de luz. Hambriento. Dejo que mi cuerpo se deshaga
y abone el terreno del que se alimenta. Sube por sus ramas la savia nueva
mezclada con mi sangre que da color a este campo, yermo hace unos días, y que
ahora comienza a despertar a la vida. Y veré la noche y su cielo azulón donde
alguien echa puñados de luces que guiñan y corren para caer detrás de la curva
que hay a mis espaldas. Pasarán días, meses, años, y yo seguiré aquí como una roca, bien
agarrada a la tierra; buscaré el agua ladera abajo con mis tentáculos, y
absorberé el jugo de las lagartijas muertas, de los ciempiés, de los pequeños
pájaros que cayeron del nido. En verano estaré quieta, herida por la luz
intensa de un sol insolente que abrirá grietas en la piel reseca. Extenderé mis
dedos hacia las gotas de agua que se esconden en manantiales internos, y
sobreviviré mientras espero a que lleguen las primeras tormentas y calen hondo
y empapen la tierra. Esas tormentas que alivian la sed, pero a las que tanto
temo porque ya he visto caer a una amiga, abierta en dos por esa escalera de
fuego. Aguantaré. Y después vendrá el otoño con su carga de nubes grises que
reventarán de lluvia, y todo el campo se llenará de amarillo y ocre.
Beberé de ese nuevo caudal de vida, y mi
cuerpo se estirará en un intento de
tocar el cielo y horadarlo para que descargue más lluvias. Después vendrá el
invierno y dejará sus escarchas entre las hierbas donde estoy plantada. Sentiré mis ramas azotadas por el
aire frío y lloraré lágrimas de cristal que helarán la tierra y todo quedará
paralizado. Me abrazaré al letargo de los lagartos y juntos dormiremos una
siesta de meses mientras el tiempo avanza hacia la primavera que llegará con su
aire tibio y perfumado por el romero y
el espliego florecidos. La brisa moverá mis brazos y me hará cosquillas y
sentiré la emoción de la nueva vida. Veré pasar el día y escucharé el alboroto
de los pájaros sobre mis ramas, cimbreándolas con sus idas y venidas para
construir sus nidos.
Aquí estaré cuando vuelvas y reposes tu
cabeza en mi cintura. Y poco importará que a tu lado esté otra mujer y sea a
ella a quien beses, porque yo me quedaré con la suave curva de tu nuca y tu
olor permanecerá para siempre mezclado con el del musgo que algún día trepará
por mis piernas, llenará mi espalda y me cubrirá toda para unirme aún más a
este lugar al que tú, siempre volverás. Escucharé tus pasos que irán cambiando
el andar insolente y seguro por el vacilante de los años; convertirá tu vida en
una mirada hacia atrás, y yo estaré más viva que nunca. Vendrás a verme cada
vez más a menudo y reconocerás mi voz en el ulular del viento que me devolverá
las palabras y la música, al mover mi cuerpo. Sabrás que estoy esperándote, y
acariciarás mis ramas como hiciste con mi pelo cuando nos conocimos. Me
hablarás en susurros y cantarás aquella canción con la que me enamoraste.
Estaré a tu lado, vigilando tu sueño y
tu vigilia, a ratos, cada vez más agotado, con más deseos de unirte a
mí. Les dirás a tus hijos que quieres quedarte en este lugar, muy cerca de
donde yo estoy, tocando mis brazos y mi cintura, llenando tu boca con la misma
tierra que me llenó a mí. Y ellos reirán la ocurrencia con risa falsa, de las
que pretenden alejar el momento, incapaces de aliarse con tu deseo de echarte a
dormir conmigo porque para ellos ésta es una tierra baldía, sin cipreses, ni
mármoles con fotos ovaladas y fechas, ni cruces que indiquen el lugar donde
llorarte. Y entonces tú esperarás a que nazcan los nietos y les contarás
cuentos de amores que se abrazan bajo tierra. Cuidarás de que no sepan de odios ni de pasiones que se perdieron en
un camino de bandos antiguos, de tajos de navajas. Les contarás un cuento
de princesa expulsada de este mundo por
desear lo prohibido, por querer sin pedir permiso, ni atender a exigencias de
quienes no perdonan el amor ajeno. Un cuento con final feliz, donde el príncipe
pez seguirá a la princesa rana hasta su exilio y se querrán en ese lugar al que
nadie osará entrar para separarlos. Años de cosechas y ferias de ganado. Años
que suavizarán las aristas de los montes, que retirarán el acero y la metralla. Años que llevarán a
la tregua infinita. Años para el retorno a la mezcla de los colores. Dejarás
que pasen y que el recuerdo se quede en los libros de escuela y que el maestro
enseñe el horror de las guerras, la intolerancia del dios que juzga, destierra
y extermina. Entonces, sólo entonces, ellos aceptarán que te tumbes a mi lado, y echarán tierra sobre
tus ojos, tu boca, tus manos, y sobre ti plantarán quizás un olivo, para que
puedas alimentarlo con tu cuerpo y le des vida con tu sangre que se mezclará
con la savia. Alargarás tus raíces buscando las mías para enlazarlas como
dedos. Y nacerán nuevos brotes, alimentados de amor. Será como cuando caminabas a mi lado por las callejas
oscuras, evitando las miradas, los rencores, los odios que al final
consiguieron alcanzarnos. Llegará el día en que se te olvidará volver a casa y
ellos vendrán a buscarte. Te pondrás en
pie, y les indicarás el sitio exacto donde quieres que te dejen. Luego te alejarás levantando una polvareda roja con
tus pies
cansados. La tarde siguiente faltarás a nuestra cita y yo escucharé los
llantos y las carreras. Después, ellos vendrán, removerán la tierra y estaremos
juntos para siempre.
2 comentarios:
Este cuento trágico, o metafora de odios implacables, me ha conmocionado por su realismo conmovedor y por su inagotable e infinito Amor.
Doloroso y bello
Los odios ¡cuántas vidas rompen!
Besos mil,querida Cora.
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