12/7/22

PERMANENCIA DE LO EFÍMERO

 


    

      El día en que cumplí quince años me regalaron una golondrina. Estaba dormida en la cama de mi abuela cuando mi madre vino a despertarme y me enseñó lo que traía en el hueco de su mano. «La han encontrado los albañiles cuando limpiaban el tejado». Me senté en la cama y la estuve mirando un rato. Tenía el pecho muy blanco y las alas negras y brillantes como el charol. Intentó moverse, tal vez volar, pero no pudo alzarse sobre las patas. «Tiene un ala rota», dijo mi madre, «por eso estaba echada sobre las tejas». Le pedí que me la diera y ella la dejó en mis manos y salió de la habitación. Levanté un ala, estirándola como cuando se abre un abanico, y la vi perfecta. Levanté la otra, y en cuando solté el extremo, se dobló hacia adentro. Aquel regalo me gustaba más que ningún otro que pudieran hacerme, pero era un regalo condenado a desaparecer. Lo dijo mi madre antes de dejarme sola: «No te encariñes con ella. Morirá pronto». Sin embargo, yo me resistía a aceptar que no había nada que hacer. Me levanté de la cama y fui a buscar a mi abuela. Se había comprado unas zapatillas de paño para reemplazar las viejas, abiertas en los laterales por la presión de los juanetes. Le pedí la caja y ella me preguntó para qué la quería. «Es para una golondrina que me han regalado. Está herida y quiero cuidarla». «Morirá», dijo ella, «no merece la pena que te esfuerces». Pero yo conseguí convencerla de que debía intentarlo todo. Recurrí a su lado religioso y le recordé que las golondrinas eran de Dios porque quitaron las espinas de la corona de Jesucristo.  La abuela era muy llorona. Se enjugó un par de lágrimas con el pico de su delantal y fue a buscar la caja y me la dio. Metí a mi golondrina dentro y me fui a desayunar café de malta con leche y pan migado. Luego busqué en la leñera palitos cortos y, con ellos y un trozo de cuerda de la que tenía mi madre para atar los chorizos, le entablillé el ala. La golondrina se removió inquieta, me miró con sus dos bolitas negras como las cabezas de los alfileres con los que las beatas sujetaban sus velos para ir a misa, y soltó un trino. Después se estuvo quieta y me dejó hacerle una cama con algodones y taparla con un trapo.

     Mi madre mató un gallo y asó la cresta en las ascuas de la candela. En esa ocasión no la compartí con mi hermana, que renunció a su mitad porque era mi cumpleaños. Después hizo arroz con gallo y una fuente de natillas con galletas María en el fondo. Cuando terminamos de comer, me fui al patio y esperé a que las moscas se pegaran en las gotitas de miel que puse sobre el muro de adobe. Cacé dos y fui a la caja de zapatos y se las puse en el pico a la golondrina. «¡Anda, traga!», le dije. Pero ella no se movió. Estuve tentada de abrirle el pico a la fuerza y meterle una mosca, pero pensé que tal vez la lastimara y se las dejé muy cerca por si se animaba más tarde.

     La abuela me dio unas monedas para que me comprara golosinas cuando saliera con mis amigas, y mi madre me regaló la falda nueva que había terminado de coser la noche anterior. Era de pana fina, con un dibujo de rositas, y un cinturón hecho con la misma tela. Calenté agua y me lavé con el jabón que ella hacía con el aceite usado y la sosa cáustica. Luego me puse la falda, un suéter de espuma azul oscuro que marcaba mis pechos, los zapatos de ante marrón y las medias amarillo canario.

     A eso de las cinco, llegó mi padre del campo. Había cogido unas varas con sus flores blancas del almendro. Me puse muy contenta porque mi padre nunca se acordaba de la fecha de mi cumpleaños y porque, después de la golondrina, era el segundo mejor regalo de cumpleaños que había recibido. Las metí en un jarrón con agua y después fui a ver cómo estaba mi golondrina. Seguía en la misma posición, con las moscas al lado del pico. No se movió cuando levanté el trapo y puse la yema del dedo sobre su cuerpo para comprobar si respiraba. Estaba caliente, pero sus ojos se veían turbios. La volví a tapar y me fui al patio a esperar a mis amigas. Había una algarabía de pájaros. Entraban y salían de los agujeros en el muro de adobe. Elegí una golondrina al azar. Imaginé que era la madre de mi golondrina y que la estaba buscando con sus vuelos que cruzaban el cielo azul y rojo. Me fijé en su cola, como unas tijeras abiertas, y tuve un mal presentimiento.

      Escuché las voces de mis amigas en el zaguán cantándome el cumpleaños feliz. Salí a recibir sus besos y la tarjeta de felicitación. Era muy bonita, con una ventana que se abría, un pájaro en el alféizar y una chica con labios en forma de corazón. Mi madre les ofreció unas hojuelas con miel. Cuando se las comieron, fuimos a la tienda de los Corrucos y compré unas bolsas de pipas de girasol con el dinero que me dio mi abuela y las compartí con ellas.  A las siete nos acercamos al guateque que había organizado «la Bicha». Pusieron música de Los Bravos y del Dúo Dinámico en el tocadiscos. Bailé con un chico que me gustaba y ese día dejé que se arrimara un poco.

      Cuando llegué a casa corrí a ver a mi golondrina. Estaba fría, con las patas tiesas y las garras encogidas como si quisiera atrapar el aire. Me fui a la cama sin cenar y estuve llorando mucho rato en silencio para que no me oyera mi abuela.


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