30/8/16

MODORRA

Henri Fantin-Latour


Aquel veraneo comenzó con «La barbacoa» sonando a todo volumen en la radio del coche de mis padres, y se cerró con la aparición del cadáver, la reyerta en la playa y la detención que llenó el calabozo del cuartelillo de la Guardia Civil, donde se reavivó la trifulca y tuvieron que mandarlos a todos a sus casas.

     Mis padres no se resignaban a dejarme crecer. Y aunque yo me rebelaba y daba muestras claras de que les iba a amargar el verano, hasta una edad tardía me arrastraron con ellos a aquel pueblo de la costa donde el mayor aliciente para el Rata, el Comadreja, el Escuerzo y yo, era incordiar a los mayores. Mientras los demás le daban conversación a una familia, uno abría la bolsa y se llevaba los bocadillos. Luego nos escondíamos detrás de las rocas para reírnos de la exasperación de los padres y de sus niños llorones, que reclamaban la comida a gritos. Otras veces cogíamos cangrejos y los soltábamos cerca de los cuerpos que se achicharraban al sol, con una visera de marinero o una pamela de paja y lazo de colores anudado debajo de la barbilla. En cuanto los veían, se levantaban lo más deprisa que sus tripas cerveceras y otros estragos provocados por la edad les permitían y, toallas en mano, les sacudían a los pobres bichos que huían o quedaban sepultados por la arena.

     Pero lo que más nos gustaba era, después de cenar, escabullirnos para ir a tirarnos de cabeza, de pies, o abrazándonos las piernas, con las manos entrelazadas debajo de las rodillas, muy cerca del acantilado de los Suicidas, sin más luz que el camino que se abría en la superficie del agua cuando había luna llena. Si estaba en cuarto menguante, o, peor aún, en novilunio, era un reto tirarse sin más guía que los reflejos de las luces del pueblo. Escuchábamos el batir de las olas allí abajo y nos acobardábamos. Aquella noche se lanzó el Escuerzo, espoleado por un coro de ¡gallina, gallina! Escuchamos el plof, y después de un breve silencio, lo oímos gritar y corrimos entre las rocas hasta llegar  al borde del mar. Él ya nos esperaba fuera del agua, sin resuello.

    He tocado algo ahí abajo— dijo entre castañeo de dientes.

    ¿Qué?— preguntó el Comadreja con su mal tono de siempre.

    Algo. ¡Yo qué sé tío!

    Serán algas, o un trozo de madera ¿no?— terció el Rata— ¿Tú qué opinas, Lobezno?

    No sé. Cualquier cosa— dije yo. Me encogí de hombros y di media vuelta, en dirección al pueblo.

    Parecía un brazo— siguió el Escuerzo, sin dejar de mirar hacia atrás mientras nos alejábamos—. Pero más duro.

    ¡Déjalo ya!— se enfadó el Comadreja. Y el resto del camino lo hicimos callados.

     No lo dejó. Se lo contó, entre hipidos, a sus padres y estos lo notificaron, por si acaso, sólo por tranquilizar al niño, a la Guardia Civil. Mandaron a un equipo de buceo y el Escuerzo les indicó dónde había tocado aquello que era un brazo pero más duro.

     Era la muerta más guapa de toda mi vida. Había visto a la niña de los Romero y a Rosalía la Dolorosa y las dos parecían figuras de cera. Ninguna como aquella. Más que un cadáver, era un fósil. Toda ella endurecida y conservada como si hubiese estado en salmuera. Sin ropa, enseguida la cubrieron con una sábana antes de que llegara la juez a levantar el cadáver. Soledad, así se llamaba. Era de la familia de los Garrido, en pugna con los Barrancos por una cuestión de lindes de tierras.

     Ese día no nos separamos de los mayores, que hacían corrillos en la playa y se acercaban al lugar de donde la habían sacado, para comentar el hallazgo de la joven. Así nos enteramos de que llevaba tiempo desaparecida y de que su familia recelaba de uno de los hijos de los Barrancos. Aquello era un culebrón como los que veía mi madre en la televisión, todas las tardes de invierno mientras hacía jerséis de lana y tapetes de ganchillo. El joven se llamaba Emilio, quería a Soledad y Soledad quería a Emilio. Romeo y Julieta modernos, dijo mi padre que se las daba de intelectual.

    ¡Criatura!— suspiraba un bañista.

    ¡Pobrecilla!— se apiadaba la niña de los Olmedo.

    Dicen que estuvo dentro de una gruta— aportaba una vecina de los Garrido—, y que se conservó tan bien por no sé qué de las condiciones físicas.

    ¡Anda ya! ¡Si la encontraron fuera, enganchada en una rama o algo así!— terció otra vecina del lugar.

    La sacaría una corriente— insistió la primera.

    ¡Qué corriente ni qué leches!— dijo la segunda en tono despectivo.

     Todo parecía augurar una pelea entre las dos cuando los gritos y llantos llamaron nuestra atención.

     Unos metros más lejos, los Garrido y los Barrancos se enfrentaban. Emilio, navaja en mano, le gritaba al padre de Soledad que todo había sido por su culpa, que él había matado a la hija por no dejarlos en paz, mientras intentaba rajarle algo más que la camisa.

      Alguien avisó a la Guardia Civil. Entre tanto, algunos valientes (más o menos diez hombres), redujeron a Emilio y consiguieron abrir una brecha entre las dos familias.

     A nuestro pesar, nos fuimos del pueblo a la mañana siguiente. De lo que ocurrió en los días posteriores me enteré por mi madre quien, para saciar su curiosidad, llamó a la dueña de la pensión donde nos habíamos alojado. Por ella supe que el cadáver de Soledad se descompuso rápidamente por lo que agilizaron la práctica de la autopsia. Determinaron que había muerto ahogada y entregaron el cuerpo, o lo que quedaba de él, a la familia, que se apresuró a enterrarla ese mismo día.

     En el silencio de la siesta del verano moribundo, tumbado sobre mi cama, imaginaba a Emilio depositando un ramo de flores en la tumba de Soledad, a la caída de la tarde. Y sufría ataques de melancolía.

    

19/8/16

BELLEZAS DEL CARIBE

Tomada de la red.

Nosotros somos sus criaturas animadas. Baja el sol en un pasillo de luz y amanece en las profundidades. Se abren en el fondo las varillas de un abanico de color. Corales lilas, amarillos, granates, azules, verdes. Grandes ramas de gorgonias donde se hospedan pequeños moluscos, como las monedas del caribe. El pez ángel mueve sus aletas. Una barracuda busca su desayuno. Los peces manta rastrean la arena. Trompetas y cofres se mueven entre las esponjas. El mar bulle, hervidero de vida.
     Nado. Hacia arriba. El haz  me lleva hacia la superficie. En el cielo no hay ni un jirón blanco ni gris que lo cubra. El sol brilla en todo su esplendor. Me tumbo boca arriba, dejo mi cuerpo a la deriva como mascarón de barco. Y flotando, en mitad de la calma radiante de una mañana hermosa, llego sin buscarlo a la isla con palmera. Salgo del agua y me siento a la sombra. Saco mi peine de coral y paso sus púas entre mis rizos, largos, largos, de tantos y tantos años. Entreabro mis labios. Primero un susurro. Luego un tarareo bajito. Pero la canción empuja desde dentro, se abre paso y sale a borbotones. Dulce a mis oídos como el trinar de los pájaros. Se eleva mi voz, enredándose en las ramas del árbol, sube hasta el cielo, se adentra en el mar. En el horizonte asoma un barco. Viene hacia aquí. Y en la proa, como otras veces, un capitán amarrado al mástil. El marinero, aterrorizado, se encierra en la bodega. Sin nadie al timón, la nave se estrellará contra los arrecifes. Mis canciones no son para buscar la ruina de ningún hombre. Mis canciones nacen del gozo del verano, del sol calentando mi cuerpo, de la alegría de sentirme viva. Y sin embargo sigue la leyenda.

CAMBIOS

Desde que te fuiste, no he vuelto a llamar para que revisen la línea. Y no ha sido porque todos los técnicos vinieran a regañadientes y me echaran en cara que les hiciera perder el tiempo. Tú sabes que el temor a la incomunicación era tan fuerte, aún lo es, que no me importaban los reproches, ni el ahora qué le pasa, dicho con acritud por la horda de hombres y mujeres con mono y destornilladores al cinto, que pasaban por mi, nuestra casa. Pero te has ido, abandonando un teléfono mudo, descargado. Tampoco has dejado dirección, ni fijo donde llamarte. Así que utilizo al correo con la esperanza de que no hayas borrado también la cuenta y te llegue mi promesa de que acabaré con mi obsesión.
     Lo que tenga que ocurrir, ocurrirá por más que intentes evitarlo, me has repetido muchas veces después de aquello. Pero tienes que comprender que se me quedara el susto en el cuerpo y esa idea que rondaba mi cabeza, como carcoma en el armario, de que podría haberte perdido y de que una llamada lo habría evitado.
     Me gusta el mar. Mucho, lo sabes. Pero también le tengo un enorme respeto y bastante miedo. Una vez más te contaré la historia para que me comprendas, porque no me escuchabas cuando intentaba hacerlo con detalle. Salí a la terraza como cada mañana de un verano tan caluroso que hasta los pájaros, más que trinar, boqueaban. Sentada bajo la sombra del toldo, disfrutaba del primer café del día siguiendo con la mirada tu figura pequeña, en la distancia, en ese paseo que tanto te gustaba dar por la playa. Pensando en tus cosas. Sin mirar hacia atrás, a tus huellas diminutas. Ni adelante. Siempre hacia adentro, buceando en tus aguas. Por eso no lo viste. Pero yo sí. Un mar negro como petróleo. Acharolado bajo el sol. Ni azul ni verde. Negro, negrísimo. Y entonces te detuviste,  dejaste la bolsa con tus cosas en la arena,  y te giraste de cara al agua. Se va a meter, me dije. Y busqué el móvil para llamarte. Sin cobertura. Y mira que lo intenté moviéndome por el apartamento, sacando el brazo al vacío, como si pudiera atrapar la señal a manotazos. Nada. Me fui a por el fijo. Muerto. No sabes el desamparo, la impotencia que sentí. Me quedé de pie, mirándote, viendo cómo entrabas en la espesura de esas aguas. ¿Qué duró, unos minutos? Eso me has repetido tú muchas veces. Para mí fue la eternidad de un te he perdido, nunca volveré a verte. Y entonces sacaste la cabeza, y luego todo el cuerpo. Negro, negro, negro. Bajé a la playa corriendo. Allí estabas tú con un nuevo color de piel. Porque ni duchas, ni jabón, hicieron que recobrara el tostado de antes. A ti no te importaba el cambio. A mí tampoco. Después vino lo del pelo, rizado, rizado. Tampoco me importó. Pero esa jerga que sacaste de la nada, nunca la entendí. Tú querías enseñarme y yo era dura para aprender. Te seguí a los parques donde se reunían músicos africanos; a los garitos donde tocaban. Te regalé un tambor de esos que utilizan ellos. Y aguanté el continuo golpeteo de tus manos, de día y de noche. Nunca te lo reproché. Pero tú ya no aguantabas más la presencia de extraños cada vez que volvías a casa, mi obsesión, mis manías. Y te marchaste, dejándome una nota de despedida sujeta con una piña a la puerta de la nevera, porque no querías dramas. Eso pusiste.
    Vuelve. Te prometo que nunca más haré revisar la línea telefónica, que aguantaré la angustia que me produce la simple idea de no poder comunicarme contigo, con la gente que yo quiero. Te esperaré a la orilla de este mar que ha vuelto a recobrar el color de las algas. Y si tú quieres, me meto de cabeza y aguanto el terror. Lo que sea con tal de tenerte otra vez conmigo. Coge el teléfono y dime algo. Si pudiera llamarte... Ya, que vuelvo a las andadas. Ni una letra más. Me callo y espero. Pero ¡ay!, si yo pudiera...

15/8/16

SELECCIONADO EN EL CONCURSO DE MICRORRELATOS SOBRE ABOGADOS

Tomada de la red. 



PLACERES

Elías guardaba en la memoria la historia gráfica del rey Salomón y las dos mujeres que reclamaban la maternidad de un niño. Su sabiduría consiguió adoptar la decisión más justa. Cuando fuera mayor, como no podía ser rey, sería abogado. Después llegó el eclipse total y se fundió en negro la panorámica del mundo que lo rodeaba. Entonces su madre le dijo que la Justicia era ciega y Elías retomó su vocación. Lo contrataban mucho para la defensa de familiares de víctimas de viudas negras. Ganaba siempre porque no sucumbía a los encantos visuales de las féminas. Hasta aquel día en que la mujer se introdujo con él en el ascensor y, cogiéndole las manos, las guio por las curvas de su cuerpo. La Justicia será ciega, pero conserva el gusto, el oído, el olfato, y sobre todo, el tacto, dicen que murmuró satisfecho, cuando perdió su primer caso.