16/7/22

QUIEN ROBA A UN LADRÓN… SELECCIONADO EN JUNIO EN EL CONCURSO DE MICRORRELATOS DE ABOGADOS

 


Tomada de la red


Margarita está sentada bajo el panel luminoso donde van saliendo los vuelos; lo mira con atención mientras protege con sus manos el tesoro de su bolso. Llegará a su país para el aniversario de su marcha, huyendo de la pobreza. Vuelve con las manos rebosando amor, sí, pero también comida, juguetes, y golosinas para sus hijos. Atrás deja la denuncia de su empleador. ¿Espió al señor cuando abría la caja fuerte, para obtener la clave? ¿Dónde estaba el dinero? Acusar sin aportar pruebas, más cuando se trata de dinero negro, circunstancia de la que no había sido informado, lo único que podía traerle era problemas, le dijo su amigo el juez en su despacho antes de hacer público el sobreseimiento de la causa.
Margarita suspira hondo y libera la rabia acumulada por tantas humillaciones y trabajo mal pagado cuando se levanta y camina hacia la puerta de embarque.

UN LUGAR DONDE VIVIR. MICRORRELATO SELECCIONADO EL MES DE MAYO EN EL CONCURSO DE ABOGADOS

 



 Tomada de la red

Me tocó a mí inscribir a Elvira. Amaneció con luz ceniza y manto lluvioso. Parado a la entrada, sin paraguas ni ganas de dar el paso para cruzar la puerta, la miré. Temblaba. Tenía las zapatillas empapadas. El pelo chorreando. El vestido pegado a su cuerpo desamparado. Me quité la chaqueta y se la puse por los hombros. Me miró y esbozó una tibia sonrisa. Gracias, dijo. ¿Gracias? Mamá había muerto. Las dos se cuidaban. Y el pronunciamiento desde el principio de Azucena, que de flor solo tenía el nombre, favorable a la incapacitación judicial por enfermedad mental y el ingreso en un centro, como la mejor opción, acabó por convencerme. Aquello era un asilo. No era sitio para ella. Me agaché a recoger la maleta, agarré del brazo a Elvira y volvimos al coche. ¿A dónde vamos, Ángel?, preguntó mi hermana. A casa, respondí mientras le acariciaba la cara.

12/7/22

PERMANENCIA DE LO EFÍMERO

 


    

      El día en que cumplí quince años me regalaron una golondrina. Estaba dormida en la cama de mi abuela cuando mi madre vino a despertarme y me enseñó lo que traía en el hueco de su mano. «La han encontrado los albañiles cuando limpiaban el tejado». Me senté en la cama y la estuve mirando un rato. Tenía el pecho muy blanco y las alas negras y brillantes como el charol. Intentó moverse, tal vez volar, pero no pudo alzarse sobre las patas. «Tiene un ala rota», dijo mi madre, «por eso estaba echada sobre las tejas». Le pedí que me la diera y ella la dejó en mis manos y salió de la habitación. Levanté un ala, estirándola como cuando se abre un abanico, y la vi perfecta. Levanté la otra, y en cuando solté el extremo, se dobló hacia adentro. Aquel regalo me gustaba más que ningún otro que pudieran hacerme, pero era un regalo condenado a desaparecer. Lo dijo mi madre antes de dejarme sola: «No te encariñes con ella. Morirá pronto». Sin embargo, yo me resistía a aceptar que no había nada que hacer. Me levanté de la cama y fui a buscar a mi abuela. Se había comprado unas zapatillas de paño para reemplazar las viejas, abiertas en los laterales por la presión de los juanetes. Le pedí la caja y ella me preguntó para qué la quería. «Es para una golondrina que me han regalado. Está herida y quiero cuidarla». «Morirá», dijo ella, «no merece la pena que te esfuerces». Pero yo conseguí convencerla de que debía intentarlo todo. Recurrí a su lado religioso y le recordé que las golondrinas eran de Dios porque quitaron las espinas de la corona de Jesucristo.  La abuela era muy llorona. Se enjugó un par de lágrimas con el pico de su delantal y fue a buscar la caja y me la dio. Metí a mi golondrina dentro y me fui a desayunar café de malta con leche y pan migado. Luego busqué en la leñera palitos cortos y, con ellos y un trozo de cuerda de la que tenía mi madre para atar los chorizos, le entablillé el ala. La golondrina se removió inquieta, me miró con sus dos bolitas negras como las cabezas de los alfileres con los que las beatas sujetaban sus velos para ir a misa, y soltó un trino. Después se estuvo quieta y me dejó hacerle una cama con algodones y taparla con un trapo.

     Mi madre mató un gallo y asó la cresta en las ascuas de la candela. En esa ocasión no la compartí con mi hermana, que renunció a su mitad porque era mi cumpleaños. Después hizo arroz con gallo y una fuente de natillas con galletas María en el fondo. Cuando terminamos de comer, me fui al patio y esperé a que las moscas se pegaran en las gotitas de miel que puse sobre el muro de adobe. Cacé dos y fui a la caja de zapatos y se las puse en el pico a la golondrina. «¡Anda, traga!», le dije. Pero ella no se movió. Estuve tentada de abrirle el pico a la fuerza y meterle una mosca, pero pensé que tal vez la lastimara y se las dejé muy cerca por si se animaba más tarde.

     La abuela me dio unas monedas para que me comprara golosinas cuando saliera con mis amigas, y mi madre me regaló la falda nueva que había terminado de coser la noche anterior. Era de pana fina, con un dibujo de rositas, y un cinturón hecho con la misma tela. Calenté agua y me lavé con el jabón que ella hacía con el aceite usado y la sosa cáustica. Luego me puse la falda, un suéter de espuma azul oscuro que marcaba mis pechos, los zapatos de ante marrón y las medias amarillo canario.

     A eso de las cinco, llegó mi padre del campo. Había cogido unas varas con sus flores blancas del almendro. Me puse muy contenta porque mi padre nunca se acordaba de la fecha de mi cumpleaños y porque, después de la golondrina, era el segundo mejor regalo de cumpleaños que había recibido. Las metí en un jarrón con agua y después fui a ver cómo estaba mi golondrina. Seguía en la misma posición, con las moscas al lado del pico. No se movió cuando levanté el trapo y puse la yema del dedo sobre su cuerpo para comprobar si respiraba. Estaba caliente, pero sus ojos se veían turbios. La volví a tapar y me fui al patio a esperar a mis amigas. Había una algarabía de pájaros. Entraban y salían de los agujeros en el muro de adobe. Elegí una golondrina al azar. Imaginé que era la madre de mi golondrina y que la estaba buscando con sus vuelos que cruzaban el cielo azul y rojo. Me fijé en su cola, como unas tijeras abiertas, y tuve un mal presentimiento.

      Escuché las voces de mis amigas en el zaguán cantándome el cumpleaños feliz. Salí a recibir sus besos y la tarjeta de felicitación. Era muy bonita, con una ventana que se abría, un pájaro en el alféizar y una chica con labios en forma de corazón. Mi madre les ofreció unas hojuelas con miel. Cuando se las comieron, fuimos a la tienda de los Corrucos y compré unas bolsas de pipas de girasol con el dinero que me dio mi abuela y las compartí con ellas.  A las siete nos acercamos al guateque que había organizado «la Bicha». Pusieron música de Los Bravos y del Dúo Dinámico en el tocadiscos. Bailé con un chico que me gustaba y ese día dejé que se arrimara un poco.

      Cuando llegué a casa corrí a ver a mi golondrina. Estaba fría, con las patas tiesas y las garras encogidas como si quisiera atrapar el aire. Me fui a la cama sin cenar y estuve llorando mucho rato en silencio para que no me oyera mi abuela.


11/7/22

EL MEJOR AMIGO

 

Tomada de la red

Hoy se me hizo un pellizquito en el bolsillo nada más salir de casa y fui regando el paseo de migas de pan. La barrita iba entera cuando dejé atrás el parterre de juguetes de colores donde hormigueaban las flores. Pero ya se sabe que las cosas tienen vida propia y deciden actuar cuando les da la gana. Y la gana le dio a mi pan cuando vio a aquellos gorriones picotear la nada de un suelo estéril de tan limpio por el baldeo de la amanecida. El forro del abrigo cuchicheó con la corteza y llegaron a un acuerdo. Se abrió un agujero, ni muy grande, ni muy chico, para que cayera el maná conforme yo iba caminando.

No me importaba alimentar a los pájaros, que me seguían como perrillos falderos. De hecho me gustan mucho. Pero el pan iba destinado al perro de mi vecina Puri. Les cuento. Esta mujer ha sometido al pobre animal a una dieta severísima. Dice que está gordo y por eso se retrasa todo el rato durante el paseo. Ella no se da cuenta, o no quiere, de que ve más bien poco y lo que cree que es torpeza de carnes, es en realidad años apilados sobre los lomos de Vitorino, que así se llama el perro. Tiene más reuma que ella. Va renqueando, con una cojera tan grande y desoladora que un día de estos le mando hacer una plataforma con ruedas para llevarlo.  Puri, tira que tira. Y como también está bastante sorda no escucha las quejas del pobre. Lo peor es que Vitorino anda hambriento todo el día y comienza a ser peligroso. El otro día, sin ir más lejos, como ya está medio ciego también, debió de confundir mi tobillo con un hueso de vaca o algo así y me tiró un bocado. Menos mal que la dentadura tampoco la tiene muy bien. Aun así, me tuvieron que poner la antitetánica por si acaso.

El pan se acabó en un periquete, así que me desvié de mi camino habitual y pasé por la panadería donde Berta parloteaba con los cruasanes y las pistolas. Me costó que me vendiera una. Le tiene cariño a su pan y siempre me pone reparos. Hoy me han salido regular. Mejor comes sin pan, María Antonia, me dice. Pero ante mi insistencia, no le queda otra que despedirse de una barra con un suspiro de amiga del alma.

Desde lejos he visto un bulto sin correa ni perro. Puri estaba sentada en el banco de todos los días con un clínex desmigado y dolorido encerrado en su puño derecho. Se nos ha ido, ha dicho nada más verme parada frente a ella. ¿Quién?, le he preguntado a lo tonto. Ni me ha contestado a la pregunta. Y lo peor, ha seguido ella con la voz rota por un llanto incipiente, es cómo ha sido. ¡Qué horror!, ¿cómo se le pudo ocurrir? ¡Qué disparate! ¿Dónde se ha visto un perro comiendo geranios? Se ha deshidratado con la diarrea. Ahí se ha callado. O sea, he deducido yo, que Vitorino se pasó a vegetariano para no morirse de hambre y las flores lo han matado. A duras penas he podido controlar la risa. Risa nerviosa, sí, pero risa a fin de cuentas. ¡Qué barbaridad!, he pensado, mientras me cubría la boca con la barra de pan. ¿Qué haces?, me ha preguntado Puri. Las penas con pan son menos penas. He comenzado a cortar con la mano, un trozo para Puri, otro para mí, un trozo para mí, otro para Puri. Y entre bocado y bocado el consabido no somos nadie. Antes de despedirnos hemos quedado en ir al día siguiente al refugio «Tu mejor amigo» a por otro perro, o quizás perra para variar.  Esta vez la cuidaremos entre las dos. Ya tengo el nombre pensado: Dulce María. Siempre me gustó para la niña que no tuve.