31/1/10

CÍRCULO CERRADO ( I Edición de Cuento en Corto)


¿Y si no acabara aquí, en esta mancha de café? No dejo de pasar la mano por el mantel. Si se cortara el círculo, si se borrara un trozo, aunque fuera pequeño, quedaría la media luna. ¿Qué cuesta, qué te cuesta darle a la moviola y rebobinar lo nuestro? Apareceríamos los dos de golpe, como esos niños del almanaque colgado dentro del mostrador. Agarrados de la mano, sonrientes, flotando. Y es sólo porque el suelo es tan oscuro que no se ve dónde pisan. O no pisan. Así estaríamos nosotros, dando vueltas por la Plaza de España, jugando en una nube, alrededor de su fuente. Salpicados por minúsculas gotas de excitación. Aunque tal vez bajaríamos un poco para tocar con la punta del dedo gordo del pie el agua donde una cáscara de pipas transporta una hormiga muerta. ¿Qué te cuesta, di, pasar la goma de nata por el hastío y la rutina? Deja si quieres lo de los niños que nunca fueron. Deja lo del enredo de tus tobillos en otras piernas. Mi desolación pegada al radiador en las madrugadas de espera. Eso es vida y no hay que tocarla. Pero el tictac perverso del tiempo muerto, ese sácalo ¡ya! de nuestras vidas. Y volvamos al anochecer bajo las sábanas, aún dispuestos a seguir, agotados, una, dos, tres; las veces que el deseo nos llamara. Empapados en nuestro jugo. Macerados. Cogería un martillo y rompería ese cacharro infernal para que no lavara nunca nuestro olor. Uno de dos. Único. Doblaríamos las sábanas aún húmedas para guardarlas en el arcón de la entrada.
Te veo trajinando en la cocina. Un cuadrado de pan untado de mantequilla. Y otro. Dentro las lonchas de jamón y queso. Un nuevo olor estampado en los azulejos, chorreando. Sacarías el cuchillo; ahí saldría tu lado matemático. Un corte al bies y dos triángulos perfectos. Cerveza compartida. Risas. Aún. Hasta el último bocado. Hasta la última luz encendida en las farolas de la calle. Nos miraríamos, encogiéndonos de hombros. ¿Y ahora qué? Deambular por la casa. Yo quiero escuchar música, tú ver la televisión. Cada uno en su cuarto. Un relleno de segundos, de minutos, de horas, hasta volver a la cama. A dormir.
El papel se ha roto de tanto pasar la mano por la mancha. Cabeceo, rendida, con una sonrisa amarga, mientras sigo tu espalda vestida de gris, algo encorvada, hasta la puerta, sin hacer algo para detenerte. Siempre hay un círculo, punto y final, que deja una taza de café en el mantel de cualquier bar, de cualquier ciudad.

Círculo cerrado leído por Momo.



18/1/10

Del libro “100 Microrrelatos de Terror, Homenaje a Edgar Allan Poe”

INSTINTO

Había acabado con la última conserva del refugio.
La serpiente se había tragado el último ratón. Lustrosa y grande, tendría para un mes si la racionaba bien. Agarré el machete y levanté el brazo. Estaba hermosa, dormida, enrollada como una concha de caracol. Imaginarme solo el resto de mi corta existencia, bajo la bóveda de hormigón, me hizo abandonar.
No sé cuánto llevamos sin alimento. Yo no puedo ni incorporarme en la cama, en cambio, a ella la oigo arrastrarse. Se detiene, se yergue, saca la lengua y me mira de frente. Debería aceptarlo, pero no puedo. Mi mano, débil y temblorosa, busca el machete sobre la desvencijada mesilla.

13/1/10

TIEMPO DE CIRUELOS


Había una vez unos ciruelos que todos los miércoles iban a bailar. Metían sus mallas y sus zapatillas en las mochilas y, flanqueados por dos ciruelillas de tres al cuarto, emprendían el camino hacia su destino: el baile de los ciruelos. Y a la orden del ciruelo M: “¡Venga, cántate una!”, las dos ciruelillas con pretensiones de triunfar en el Albert Hall, se arrancaban lo mismo por coplas que por bulerías. “Va a llover”, advertía el ciruelo T, un poco aprensivo, pero, lo cierto era que el viento, encantado o aterrorizado, quién sabe, por los cánticos de ciruelillas y ciruelos, soplaba y soplaba y enviaba las nubes a otros cielos de otras ciudades. Y así, unos cantando, otros sonriendo, los de más allá palmeando, iban acortando el camino hasta llegar a las inmediaciones de una casa mágica de la que salían olores a cordero asado, a verduras a la plancha, a Ribeiro, a café y dulces. Y paraban un momento de cantar para imaginar, con la boca hecha agua, cómo sería darse un festín en aquel lugar. Después continuaban con sus canciones, alegres y dicharacheros, no sin algún que otro traspié porque en todo cuento tiene que haber un escollo que sortear, y alguna caída de cuando en cuando, hasta llegar a la puerta mágica. Ciruela D, satisfecha de haberlos guiado bien, pedía paso franco, después de dar la contraseña, y la puerta se abría dando entrada a los ciruelos bailarines y dejando con dos palmos de narices a las ciruelillas que, resignadas, debían esperarlos tomándose un desayuno andaluz en un café de los alrededores, para, pasada una hora, desandar el camino amenizado con cánticos de diferente pelaje, aunque ya menos, porque los ciruelos iban cansados y cierta ciruelilla algo perjudicada.
Pero un miércoles, por razones que no vienen a cuento, no hubo canciones, el viento no sopló como otras veces y las nubes se hartaron de llorar de pura tristeza. Los ciruelos y ciruelillas intentaron resguardarse de la lluvia con gorros y paraguas, pero cuando volvieron del baile todos venían mojados como pan en la sopa.
Moraleja: Ciruelos, no dejéis que las cuerdas vocales languidezcan, hacedlas vibrar de alegría de camino al baile, con lindas, o no tanto, qué más da, cancioncillas.