15/7/21

CHAPOTEOS INFANTILES EN AGUAS DULCES. FINALISTA DEL MES DE JUNIO DEL CERTAMEN DE RELATOS SOBRE ABOGADOS

 

Tomada de la red

La fuente era lugar de alborozo, resbalones, caídas al pilón y risas infantiles. Hasta que conocimos la historia de los cocodrilos en las alcantarillas de Nueva York y le cogimos canguelo al colector de la pared lateral de bajada a los caños. Pasábamos delante con los ojos cerrados en un gesto de si no lo veo no existe.

Excepto Mario, el niño más triste del pueblo. Iba con el burro y sus aguaderas de esparto a llenar los cántaros al atardecer y pasaba sin miedo al desagüe.

Cuando Mario desapareció hubo un silencio de alquitrán, con cuchicheos de adultos sobre el padre.

El día de los difuntos descubrimos una nueva tumba en el cementerio. Aprendimos que los monstruos no viven en las alcantarillas.

Decidí que cuando fuera mayor mi empleo consistiría en defender a la población más vulnerable para erradicar la violencia de sus vidas. Oportunidades no iban a faltarme.

10/7/21

DESCUBRIENDO A MARTA

Tomada de la red. 

Nos quedamos solas cuando la tarde se pegó el tiro de gracia en el acantilado. Dije que no quería volver. Unos metros más abajo se instaló definitivamente la negrura. Novilunio y las estrellas sin lumbre para romper los diques de las bombillas de la feria del pueblo. No se movía un beso de pluma de aire. Las dos achicadas por la guillotina que cercenaba el tiempo y nos separaba.

El instituto me parecía lejano y brumoso. Las aulas con sus alegrías y sus tristezas estampadas sin tinta en las paredes. Aquel desgraciado asunto. Las burlas y el vídeo que los años iban cubriendo con capas de olvido cada vez más gruesas. El recogimiento de las cochinillas.

Los inicios del verano y la pandilla refugiada en el gimnasio, sin ganas de botar un balón, ni colgarse de unas espalderas para mostrar músculos. La cabeza de Mari Cruz echada sobre mi regazo. Yo haciendo y deshaciendo trencitas con su pelo malva y ella chateando en el móvil con Rubén, tirado en los bancos, a dos metros de distancia. ¡Mira, tía, mira, tía, mira tía, qué fuerte, tú!, decía, todo lo agitada que le permitía la desgana estacional. Hemos quedado esta noche. De esta noche no pasa, anunció como otras veces había hecho a lo largo del curso. Y yo me encogía de hombros mientras admiraba la perfección de sus pies rematados en uñas pintadas de cielo y nubes.

Tan lejano el instituto. Tan lejana la infancia.

La madre de Mara daba cursos de buceo. Mi padre dijo lo de otras veces, que había que probarlo todo. Una forma de quitarse el traje de vendedor de seguros, de señor formal con mujer e hija. Él se apuntó y yo lo acompañé. Rocío se presentó como la madre soltera de una hija mulata de pelo rizado negro azulón y ojos verdes. Lo llevaba con orgullo y hacía ostentación ante los desconocidos de que fue por elección propia, nada de tropiezos y abandonos. La hija ayudaba a la madre en la preparación de los equipos. Los tanques de oxígeno, las máscaras, los tubos y los trajes de neopreno se distribuían por doquier en La cueva.

La primera inmersión fue un tajo seco con la tierra. Silencio y borboteos. Cuerpos libres en líquido amniótico marino. El principio de todo. Un descubrimiento. Había otro mundo, como hebras flotando ligeras: el pelo de Mara. Mara y el mar. Pasaron unos segundos que dijeron hora. Y subimos a la realidad del vozarrón de papá, encantado con la experiencia, a la risa de pájaro de Rocío, a las paletas blanquísimas y separadas que dejaba ver la sonrisa de Mara.

Nos hicimos inseparables. Me enseñó las grutas del Roquedal y pasamos tardes de helados derretidos y sabores mezclados, puentes de chicles de boca a boca que íbamos recogiendo con los dientes. Me hice asidua a la casa de Rocío, a sus bocadillos de cualquier cosa que encontrara en el frigorífico. A las cenas con olor a sal y sabor a atún a la puerta del negocio de submarinismo. Y mis padres encantados de perder de vista a la pesada de todos los años, protestando en cada pueblo de los alrededores que tanto les gustaba visitar.

Último día de vacaciones. El tiempo había volado ligero, ligero y audaz hacia la despedida.

 

El cielo estalla en racimos de lágrimas blancas, árboles y arbustos de colores, centellas de largas colas y espirales locas. Entre los silbidos y las tracas, llegan risas dispersas de infancia. Mis padres estarán en la playa, disfrutando del espectáculo. Tal vez asome en su ánimo una esquirla de adelanto de la nostalgia.

Sin hablar, nos levantamos y comenzamos a andar la una al lado de la otra en dirección al gentío que jalea los fuegos artificiales. Vamos tristes. A medio camino enlazamos nuestras manos. Y unos metros antes de llegar, nos besamos detrás de la roca donde se cocinan los amores de verano. Después los dedos se van desligando. Los meñiques resisten el último tirón. A Mara se la comen las sombras de camino a La cueva. Yo sigo en la vereda de las estrellas falsas que rabian de luz en la noche cerrada.

7/7/21

FLORES EN UN BANCO DE CORAL

 


 

Tomada de la red


Saco una pierna, luego la otra. Vuelvo a fijarme en la rubia del póster. Ahora le toca a un brazo, luego al otro. Repaso lo que hay sobre la mesa. Tarros llenos de maquillaje, pinturas de colores, esmaltes de uñas, barras de labios, máscara de pestañas, perfiladores, coloretes, correctores, gloss... Me pongo manos a la obra. Cubro todo mi cuerpo con pintura de color carne. Bebo un poco de agua marina y descanso unos minutos. Continúo. Dibujo unos párpados de ensueño. Camuflo mis ojos saltones. Me coloco las pestañas postizas. Corto mis uñas curvilíneas de las manos, menos la del meñique derecho. Las pinto de rojo. También las de los pies. Me pongo la peluca y me estudio frente al espejo. Quito algunos brillos de aquí y de allá, los últimos retoques. Me pongo con cuidado la blusa de muselina de manga larga de colores fucsias y amarillos. Repito movimientos con el pantalón negro de punto de seda. Me calzo unas sandalias doradas de tacón de plataforma. Doy unos pasos inseguros por la habitación. Paseo y cojo confianza. Una buena ración de perfume para intentar camuflar el olor, me cuelgo el bolso de un hombro y salgo.

      El señor del taxi me mira a hurtadillas y abre la ventanilla del automóvil. No da rodeos, va derecho a la dirección. Me encuentro en la plaza. Miro hacia el edificio infectado, tan temprano, de personas que buscan un lugar preferente. Sonrío. Avanzo despacio, con cuidado de no caerme, de no rozarme y que se vaya la capa de pintura. Gente amontonada en la otra acera. Gente por doquier, empujándose, intentando coger el mejor sitio. Conforme me acerco, todos se apartan, giran la cabeza hacia un lado y hacen mohines de asco. Ni litros de perfumes conseguirían camuflar el intenso olor del mar. Hacen un pasillo a mi lado. Un mendigo echado en un banco levanta la cabeza, abre las aletas de la nariz y mira desconcertado a su alrededor. Me localiza, se queda un instante en silencio y luego me dice: «Así que has venido. Así que estás aquí», después suelta una de esas carcajadas espeluznantes que ponen las escamas de punta a cualquiera, y vuelve a echarse.

       Estoy a un lado de la alfombra roja, justo en la puerta del cine. El mejor lugar, sin duda. Muero por un trago de agua de mar. Muero por unas algas. Muero por nadar en el pasillo de luz que abre el sol en la superficie marina. Muero por llegar al fondo y sacar mi collar de perlas del cofre y jugar con ellas mientras miro y remiro las fotografías plastificadas. Abro mi bolso y saco mi botella azul. Doy un trago largo. Dos jóvenes con jeans pegados a la piel, camisetas negras y botas de cow boys, beben de sus latas de cerveza sin dejar de hablar y de reír. De cuando en cuando dan saltitos y chillan. Tienen la nariz y los labios perforados por aros y piedrecitas brillantes. Me miran. Olfatean el aire, se encogen de hombros.

     El tiempo parece detenido en las aceras atiborradas de cabezas, de troncos, de piernas, de brazos... Las guirnaldas de flores abrazadas a las farolas se enlacian con el calor. Algunas ya han muerto, aplastadas por una mano que buscaba apoyo. Me gustan las flores. Como esos nenúfares que pasean insectos en los estanques. El agua siempre lleva naturaleza viva en sus arterias.

     Primero es un murmullo que va creciendo, creciendo, hasta convertirse en un clamor cuando la limousine sube por la calle y se detiene, suave, ante la entrada del cine. Siento como un cosquilleo raro en las puntas de mis dedos, en mis pies. Siento que puedo desaparecer ahora mismo, líquido que se evapora y sube al cielo tan azul, tan quieto, tan abrasador. Bebo de mi botella hasta apurar el agua.  Sale un tipo mal encarado del coche, con un cable enrollado a la oreja. Sale otro. Unas sandalias plateadas con unos tacones de vértigo y un tobillo rodeado por una cadenita con campanillas que tintinean aparecen en la portezuela de atrás. Saca el cuerpo y la cabeza y saluda, aunque a nadie le importa porque todos, todas, lo esperamos a él. Da unos pasos, se echa a un lado. Y entonces aparece y a mí se me va el líquido por los ojos de pura emoción. Pero no puede ser. No debo. Hago mis ejercicios de concentración, esos que he ensayado hasta el agotamiento durante años, recostada en las rocas de mi isla. ¡Es tan bello! Camina por la alfombra, al lado de la morena que no deja de saludar, con la cabeza alzada, enseñando una hilera de dientes perfectos, blanquísimos, más bonitos que las perlas de mi collar. Él levanta un brazo y también saluda. Huelo su perfume. Siento el aleteo de sus pestañas. La humedad de sus labios cuando pasa la lengua con ese gesto tan suyo. Me preparo. Empujo un poco a las jóvenes de los pantalones ajustados. Dos pasos más y lo tendré a la altura. Lo tengo. Grito su nombre con tanta fuerza que, sorprendido, se vuelve. Le tiendo la mano y él la recibe. Antes de retirarla, ya llevo en la uña del meñique un jirón de su piel. Continúa andando, algo contrariado. Atento al saludo, a un lado, a otro, ella pegada a su costado, los gorilas detrás, también atentos, pero no tanto. Subo el dedo hasta el centro de mi cuerpo, perforo la tela y dejo entre mis escamas el tesoro guardado en mi uña. Ya está. No sé cuánto tiempo hace falta para que alumbre el mestizaje Ahora solo queda esperar a que brote mi flor en el banco de coral.