30/7/09

LOS CINCO DEL LIBRO "PLUMA, PAPEL Y VINO"



BUEN CALDO

Poseía la mayor extensión de viñedos de la comarca. Sus uvas daban un buen vino. Pero de todos, el mejor era el que guardaba en una barrica. Ése lo reservaba para los amigos. Y cuando alguno le preguntaba: “¿Qué echas dentro para que haga un caldo tan excelente, un jamón?”, él siempre les contestaba con una sonrisa pícara: “No quieras saberlo”.

CATADOR

“Te quiero”, decía, y mojaba sus labios en el vino. Pero sus besos eran fugaces. “Te quiero”, repetía con los ojos entornados mientras lo saboreaba. Pero su lengua no tocaba mi boca. Descorché aquel regalo olvidado en la bodega. Mojé las yemas de mis dedos y dejé su humedad detrás de mis orejas, en las muñecas, entre mis pechos, en los tobillos... “Te quiero”, dijo. Y no se detuvo hasta la última uña.

EL REY

Decía que apreciaban su opinión. Pero hacía tiempo que perdió la finura del olfato, la delicadeza de un paladar exquisito. Ya no sabía distinguir un Marqués de Murrieta, de un vino peleón. En las bodegas seguían dándole una cata del último hallazgo. Por los tiempos pasados cuando él era el rey y todos lo admiraban.

IMPERDONABLE

Primero fueron sus gemelos de oro. Ella los tiró a la basura. Él le devolvió el golpe cortando la cola de su vestido de novia. Después le rayó el BMW con las llaves de la casa. Él hizo desaparecer sus pendientes de brillantes. Era una crisis matrimonial en toda regla. Podían haberla superado como otras veces. Pero ella llegó demasiado lejos. Estrelló la botella del Marqués de Cáceres contra el suelo de la cocina.

RECUERDO

Abrió la puerta del armario, sacó la camisa y la dejó sobre la cama. Un ramillete antiguo del color de las cerezas, manchaba la pechera. Hacía tanto de aquella cena que, a veces, se le iba el recuerdo. Se echó a su lado y se abrazó a ella. Siguió el rastro con olor a vino, de aquella noche inolvidable poco antes de que él se marchara.

21/7/09

ESCARMIENTOS


Cuando era muy pequeña, las calles de mi pueblo no estaban asfaltadas. Corría cuando jugábamos al escondite. Corría cuando nos perseguían los niños. Corría para ahuyentar el frío del invierno. Y mis caídas eran muy frecuentes. Si sólo era un raspón en la rodilla, me la curaba yo misma con saliva. Pero a veces no era suficiente. Iba a mi casa llorando, con la piel desollada y la sangre corriendo por las piernas. Mi madre sacaba entonces el agua oxigenada, empapaba un algodón y lo aplicaba a la herida. Al retirarlo, quedaba una espuma, como gaseosa efervescente, que escocía. Lloraba más. Y entre soplido y soplido a las rodillas, mi madre decía: “A ver si escarmientas”.
No escarmenté entonces. Me gustaba correr por la calle a pesar de las muchas caídas. Y no escarmiento ahora. Ya no corro, pero sí confío o espero de los demás, y me llevo muchas decepciones. Pero no escarmiento. Siempre consiguen sorprenderme. Y lloro. Aunque ya no tengo a mi madre para que me sople en las heridas o me haga una caricia, o me diga: “A ver si escarmientas de una vez”. Creo que, como me dijo no hace mucho una profesora de un curso, alimento muy bien a esa niña que llevo dentro. Escarmentar sería como matarla, y yo no quiero.