6/1/17

EL CAMBIAZO



 
Tomada de la red.

En Navidad, nunca faltaban peladillas, turrones ni polvorones en la mesa. Y aunque los Reyes Magos no lo traían todo, siempre me echaban alguno de los regalos que había pedido en mi carta. Eso fue antes de que papá se quedara en casa, sin trabajo ni horizonte de que lo tuviera, como decía mamá. Después las cosas cambiaron. Estaba presente en el momento de mi decepción, cuando desenvolvía el papel de payasos y me encontraba con un par de calcetines, unos calzoncillos, o, como mucho, una caja de lápices de colores que mamá me quitaba enseguida y guardaba para el colegio en un cajón de su cómoda. ¿Ves? — decía papá, viendo mis lágrimas— ya te han dado otra vez el cambiazo. Aseguraba que yo era un buen chico, que me merecía todo lo que había pedido pero que otros niños, no tan buenos, me cambiaban los regalos. Mucha envidia y mucha mala leche, eso es lo que hay, decía mientras me abrazaba.

       A mamá no le gustaba oírlo hablar así. No le digas esas cosas al niño que se las va a creer, le recriminaba. Y luego me sonaba los mocos y me daba un mantecado para que me conformara. Esos pobres niños africanos no tienen ni un mendrugo que comer. Tú tienes suerte. A lo mejor los Reyes Magos les han dejado tus juguetes, decía ella. Y yo sorbía los mocos y cabeceaba como dándole la razón. Pero yo odiaba a los niños africanos que se llevaban mis juguetes.

     Estaba en segundo de Primaria cuando llegaron aquellos vecinos de rellano. Tenían un hijo de mi edad y enseguida vinieron a casa a traérmelo para que lo distrajera. Era un niño bobo, siempre con los calcetines limpios, los zapatos de espejo y la raya en mitad de la cabeza, separando su pelo relamido. No me cayó bien. Pero mamá se empeñó en que fuera amable con él, en que lo ayudara con los deberes. Mira, Julito, que su papá es inspector de sanidad y siempre le dan merluzas en el Mercado de Abastos. A ver si cae alguna. Yo hacía de tripas corazón, aunque nunca vi una merluza en nuestra mesa. El caso fue que tuve que cargar con el pánfilo del Arturito a todas horas, porque mi madre me calló la boca ante un nuevo intento de rebelión diciéndome que a lo mejor nos caían unas gambas o unos langostinos de esos que requisaba el padre por no cumplir alguna normativa.

     Unos días antes de Reyes, veía la televisión con mi vecino en mi casa. No paraban de echar anuncios de juguetes. ¡Me lo pido!, decía él a todo. No puedes, le aclaré en un momento. ¿Por qué no?, dijo de mal humor. Porque los Reyes tienen que repartir, no te vas a quedar tú con todo, le aseguré. Me quedaré con lo que me dé la gana que para eso mi padre es inspector, me gritó. Nos peleamos y él se marchó  muy enfadado.

     Yo había sido el más bueno de todos los niños buenos. Un campeón. Eso no me lo podían negar los Reyes Magos. Aguantar a aquel pelmazo, era motivo más que suficiente para que me trajeran lo que me había pedido frente al televisor la tarde de la riña. Una Santa Fe. Sólo eso. Así que estaba convencido de que ese año harían una excepción y no se la regalarían a los niños africanos.

     La mañana del día seis de enero ocurrió lo de otros años. En lugar de la Santa Fe, me encontré con un papel de pelotas de colores envolviendo un par de calcetines y un jersey que yo creía haber visto tejer a mi madre, pero que estaba claro que no podía ser porque ella no era reina ni maga, ni nada de eso. Se me atragantaron las lágrimas y el mantecado. Un amasijo en la garganta que a poco me ahoga. Papá no estaba en casa porque había ido al pueblo, a ver si la tía Eulalia le pasaba unos huevos para el roscón. Mamá se puso muy nerviosa y me arrastró a la casa de los vecinos. El padre de Arturito me dio un guantazo en la espalda con la mano abierta, y no sé si fue por eso o por lo que vi a los pies del Árbol de Navidad, pero se me quitó el ahogo de golpe. La Santa Fe, MI SANTA FE, para el bobo de su hijo. Así que papá tenía razón.

      ¿De quién es eso?, fue lo primero que dijo mamá en cuanto me vio jugar en mi cuarto con la máquina de tren. Mío, dije yo tranquilamente. ¿Cómo que tuyo? Yo no te he comprado ese juguete. Y tu padre tampoco, de eso estoy segura. ¿No será el regalo de Reyes de Arturito? Acabó la pregunta  con  la voz entrecortada. Es mía, aseguré mientras abrazaba la máquina contra mi pecho. Él me ha dado el cambiazo. Mamá perdió los nervios. Ni recuerdo todo lo que dijo, ni podría recordarlo aunque quisiera porque hablaba tan deprisa que sólo entendí palabras sueltas como deshonra, ladrón, cabrón de tu padre y cosas así. En cuanto apareció papá por la puerta, se enzarzaron en una pelea, durante la cual hubo hasta huevos rotos. Mamá le echaba la culpa de todo y él se la echaba a ella. Cuando me harté de oírlos me puse a jugar con mi Santa Fe. Fue un día inolvidable. Después vino lo de la explicación de los Reyes Magos y, lo más penoso, decidir qué iban a hacer con la máquina de tren. Por supuesto que ni me escucharon cuando les supliqué a moco tendido, que me dejaran quedármela, que la mantendría oculta en mi habitación y nunca la descubrirían los vecinos. Al final optaron por deshacerse de la prueba del delito tirándola a la basura. Estuve toda la noche asomado a la ventana, mirando la bolsa de plástico hasta que se la llevó el camión de la basura.

CRISIS





Papá seguía en el paro, pero mamá dijo que había que celebrar la Navidad como Dios manda. Asó un pollo al que llamó pavo y papá hizo de Árbol con sus bolas de colores, su espumillón y sus luces. Todo iba bien hasta que el abuelo, que ve menos que Rompetechos, enchufó las bombillas a la red. Quique, Mamen y Toño no paraban de aplaudir y dar saltos mientras mamá gritaba: ¡Haced algo! Tan apagados siempre, había que ver cómo se le encendieron los ojos a papá.

4/1/17

UN AÑO MÁS




En el muro, de la enredadera que tapia arañazos y racimos de rojo desvaído, cuelgan luces y bolas rotas. Bajo las concertinas, el muérdago invita al beso nunca dado. El musgo arropa los pies de un pino solitario. En su corteza los nombres de Adila y Aadil se abrazan. Es Navidad. Aún hay esperanza.