12/3/21

ROMPER AMARRAS

 



 Tomada de la red

Cuando ella nació llevaba marcado, sin hierro, pero doloroso e imborrable, el destino que le habían preparado como mujer. Su madre se lo comunicó en cuanto tuvo edad para hacer las faenas de una casa. Búscate un buen marido que te mantenga, le dijo, apenas brotaron los primeros signos de que estaba lista para formar una familia. Ella no tuvo que buscar nada. Él llamó a su puerta. Un hombre enviciado que pronto lo perdió todo jugándoselo a las cartas.

            El retorno al hogar de su infancia duró lo que tardaron en comerse entre madre, padrastro y hermanos los lomos en aceite, los jamones, tocinos, chorizos y morcillas de la matanza del cerdo que se llevó con ella en orzas y artesas. Vuelve con tu marido, le dijo la madre, que es con quien una mujer casada debe estar. Aquella devolución no era nada inhabitual para la época en una sociedad cerrada y tradicionalista como aquella; y menos en un pueblo. La mujer debía resignarse a lo que le había tocado. Sufrir en silencio.

            Pero ella no regresó jamás con él. Aceite y huevos. De ahí le vinieron los ingresos para sacar adelante al hijo y a la hija que le quedaron tras la muerte de otros dos. Se levantaba cuando aún el gallo no había cantado en los corrales. Envuelta en su pañoleta de luto perenne, armada de cesta y bidón, con sus alpargatas desgastadas, hacía el camino de su pueblo a otro más grande a pie, ida y vuelta nada más acabar de vender la mercancía. Veintidós kilómetros en total. Fue un ejemplo que siguieron otras mujeres, consiguiendo independencia económica como vendedoras, limpiadoras o cuidadoras por cuenta ajena, decididas a no aguantar maridos borrachos, jugadores y maltratadores. Mi abuela.

11/3/21

RECREACIONES EN PAÑUELO DE ENCAJE. MICRORRELATO INCLUIDO EN EL RECOPILATORIO DEL CONCURSO DE MICRORRELATOS DE LAS CUENCAS MINERAS

 

Me siento bien. Abro la puerta y salgo al rellano. La señora Lucía me saluda con la mano desde el fondo del pasillo. Le pregunto qué tal está y ella desaparece tras la puerta de su apartamento sin contestarme. Mientras espero al ascensor intento recordar a qué he salido. Voy a por pan. La calle está solitaria y mojada. Han baldeado. Corre una brisa agradable. En la panadería huele a miga y corteza calientes. A mi madre la enfadaba mi costumbre de comerme un pico de la barra antes de llegar a casa. Siento el pescozón como si me lo diera allí mismo. Ese trocito de pan era como un beso robado. Mi madre cantando el Garrotín mientras pedalea en la Sínger. Vuelvo con la barra debajo del brazo.  Entro en el portal. No hay nadie en la portería. El motor del ascensor hace un ruido muy desagradable. Le cuesta subir. En el segundo se ahoga. Tose. En el cuarto hace amagos de pararse. ¡Ahora no!, quiero gritar, pero no me sale la voz. Cuesta respirar dentro. Falta aire en esta caja cerrada. Sobreviviré de Gloria Gaynor se cuelga del recuerdo de Mario, su risa en el garaje de Rafa, el primer cubata, un beso en el pelo mientras bailábamos. Mario, mi Mario. Unos centímetros más bajo que yo. Mario, mi Mario. El ascensor se detiene. Alivio de soplo de oxígeno. Entro en mi casa. Estoy sola. Sola. Sudo. Hace mucho calor. Abro la ventana. Me siento en mi sillón. La televisión me mira con su túnel rectangular negro, negro. Las paredes. Tengo que pintar las paredes. La del comedor, salmón clarito, mi color preferido. Nuestra habitación, amarillo pálido. La de las niñas azul cielo. El baño, puede que gris humo. La cocina, marfil…

Llega. Se está acercando. Una extraterrestre. Me reiría. La risa, que todo lo cura, ahora duele como si ardiera y me abrasara por dentro. Que cómo estoy, dice. No sé. Estoy, Ella me trae ánimos. La última radiografía, mejor que la anterior. Se va a recuperar, ya lo verá. Yo cabeceo un poco. Ahora van a darme la vuelta, me avisa. Bocabajo respiro mejor. Pero no digo nada. Tienen que hacer no sé qué cosa. Yo hoy he salido a comprar el pan. Mañana comenzaré a pintar mi casa, empezando por la salita de televisión donde tantas noches leemos Mario y yo. Su color será verde esperanza. Violeta Parra entra y da las Gracias a la vida.                 

10/3/21

UNA ENTRE TODOS. FINALISTA DEL CONCURSO SOBRE HISTORIAS DE PIONERAS CONVOCADO POR ZENDA

Tomada de la red

Hay un alboroto de jóvenes acercándose a la puerta. Ríen y saltan, excitados. Ella contiene el temblor de sus manos abrazando los libros contra su pecho. Dentro bailan las letras, se reúnen en danzas de palabras que engarzan párrafos. Las comas, los puntos y comas, las comillas, los puntos y los puntos y aparte. Grandes familias de relatos que guardan los conocimientos como tesoros en sus páginas. Y los números se suman y restan, se descomponen, despejan incógnitas, dan sentido al universo, se ordenan y desordenan. Camina despacio, aunque tiene hambre de saber. Ganas de llegar a las aulas. Pero también de sentir sus pasos en la mañana aún fresca, el batir de alas de algunas palomas, su zureo en el alféizar de los ventanales, entre cornisas y estatuillas, entre escudos y frases en latín. «Conserva celosamente tu derecho a reflexionar, porque incluso el hecho de pensar erróneamente es mejor que no pensar en absoluto», recuerda a Hipatia de Alejandría mientras avanza un pie y luego el otro, amordazados en zapatos de hermano.

            Pasa una mano por la cabeza y siente las puntas como pajas pequeñas. Por un momento echa en falta su pelo largo. Al cruzar el umbral baja la vista, los ojos húmedos por la emoción. Y siente agradecimiento hacia su abuela, la loca bruja que le enseñó las letras bajo las llamas del candil, que supo desde mucho antes que ella misma, que lavar ropa en el agua helada del río, cocinar en el caldero para todos sus hermanos, ser criada y no señora de sí misma, no era futuro para su nieta.