El
último curso de Primaria tuve a una profesora que aunaba fantasía,
ensoñación y amor por la lengua con una dosis de evasión y alta valoración de
sí misma. Combinación que, en mi caso, consiguió que saliera de mi letargo de
niña que aprende la lección y hace bien los deberes y entrara en el mundo de la
imaginación.
Era una mujer que lucía una rebeca azul de punto con los
bordes deshilachados de las mangas como si fuera una prenda de alta costura.
Tenía estilo. Su cuerpo flexible se alzaba sobre unos pies que caminaban como
si fuera siempre de puntillas. Casi nunca la oíamos llegar, parecía como si
levitara. Su risa, en cambio, era desgarrada y estridente.
No usaba la palmeta, ni pegaba, aunque podía ser cruel en
sus comentarios generales, por los que yo nunca me sentía aludida. Fueron
escasas las ocasiones en que se enfadó conmigo, mostrando su cara menos amable
y más despectiva. Yo me quedaba con lo mejor de ella.
Una tarde aburrida de bordados y
bastidor trajo un tocadiscos y nos puso un vinilo de Salvatore Adamo. Ocurrió
una sola vez. Sospecho que a alguna madre aquello no le pareció instructivo y
dio la correspondiente queja. Otras veces nos hablaba de películas que había
disfrutado en cines de ciudades que visitaba y que nosotras tardaríamos en ver.
Las llevarían al pueblo después de que pasaran años de su estreno.
Cuando llegaba la primavera solía quedarse ensimismada más
a menudo. Yo me preguntaba qué estaría pensando. A veces soltaba las manos
enlazadas debajo de la barbilla, se levantaba de su sillón, daba la vuelta a la
mesa, se apoyaba con ellas en el borde, afianzaba un poco el cuerpo en el
tablero, nos miraba con ojos soñadores y nos hablaba del viaje que tenía
proyectado hacer ese año y de que solo le faltaba por conocer de España un
trocito de la cornisa cantábrica. Daba algunos brochazos de color de los
lugares que había visitado: sus bailes, los platos típicos, sus maravillosas
iglesias y catedrales, antes de mirar su reloj de pulsera y dar unas palmadas
mientras anunciaba la hora del recreo o nos mandaba a casa.
Ocurría de vez en cuando y era como si estuviera en
estado de gracia. Ninguna otra maestra lo hacía ni lo había hecho nunca.
Después de unos ejercicios de Lengua que era la asignatura que a ella y a mí
nos gustaba, iba a la pizarra, los borraba todos, y, en letra bien grande
escribía: Redacción libre. Podíamos aburrirnos, crear, soñar, hacer, en
definitiva, lo que nos diera la gana. Éramos libres.
Unos años después de acabar el curso me fui del pueblo. La
veía cuando yo regresaba en verano a pasar unos días. Nos saludábamos con las
palabras convencionales e insulsas del cómo estás y poco más. Excepto en una
ocasión. Una de las dos estaba sentada en la terraza de un bar y la otra se
acercó. Creo que fue mi compañero el que le habló de alguno de mis relatos y
entonces ella dijo: No guardo ningún escrito. Con la excepción de una carta de
un obispo y un cuento tuyo. No supo decirme de qué trataba el cuento, aunque sí
que estaba escrito a lápiz y en una hoja de un cuaderno de dos rayas. Ella
murió hace unos años. Supongo que el escrito no sobrevivió. Me dejó la afición
por la escritura.