30/12/17

DESPEDIDA



 
Tomada de la red

Han sido muchos años de compañía. Compartíamos cama, los dos abrazados cuando el temblor de una hoja, agitada por el viento, arañaba mi ventana antes de caer al patio. Me ayudaste a rastrear la habitación, exponiendo tu cuerpo para recibir el primer golpe, como sabuesos a la búsqueda de monstruos ocultos en el pozo sin fondo del armario, o debajo de la cama. Siempre tuviste una silla en la mesa. Y en Navidad, te vestía de etiqueta con tu pantalón y tu chaqueta negra, la camisa blanca y la pajarita al cuello.  El último día del año nos asomábamos a la ventana y era muy bonito ver los racimos y las estrellitas de los fuegos artificiales reflejados en la pupila negra como carbón de tus ojos. Las mañanas de Reyes, en pijama y con zapatillas de ositos amorosos, bajaba contigo al salón sin hacer ruido, para mirar debajo del Árbol. Encontraba los paquetes envueltos en papeles brillantes, adornados con cintas de colores, y las etiquetas con mi nombre y el tuyo.
            El roscón de Reyes lo hacía la abuela Luisa. Era tierno y jugoso, con su fruta escarchada y el azúcar en costra por encima. A los tíos Juan y Marta, siempre les tocaba el haba. En cambio mis primos Luis, Azucena, Pablo, Jacinto, Raquel y yo siempre encontrábamos la figura que se escondía entre la masa. Aún conservo el delfín azul. Es de cristal y parece que retenga en su panza todos los rayos de luz. Añoro las tardes de Reyes alrededor de aquel enorme roscón, igual que ya te estoy echando de menos a ti.
            Para mis compañeros de Infantil tú eras un extraño que yo introducía en el aula. No entendían por qué la señorita Pilar te dejaba pasar. Fue gracias a mamá.  El primer día después de aquellas Navidades en las que la vida se puso del revés y hubo mucho llanto y muchos abrazos y bastante tristeza en las caras de los adultos. Me presenté a la puerta dispuesto a entrar contigo, que tanto consuelo y compañía me diste en aquellos momentos en los que la familia no podía dármelos, metida en su propia desesperación. Mamá estuvo hablando un rato con la señorita Pilar a la puerta del aula de los tres dragones. No pude escuchar lo que dijeron pero seguro que mamá se lo contó todo. La pena tan grande ante la pérdida del hijo de los tíos Vicente y Rosalía. ¿Te acuerdas de él? ¡Cómo no ibas a hacerlo con los bocados que te dio la Navidad anterior a la desgracia! Te dejó hecho un dolor. El primo Quique estaba echando los dientes y la emprendió contigo, tan blandito, tan cálido y amoroso como eras, como has seguido siendo, a pesar de que la edad te ha vuelto de tacto más rasposo.
            Los tíos Vicente y Rosalía no quisieron volver a celebrar con nosotros la Navidad después de aquello. Decían que solo ver a los niños los ponía tristes, que no tenían nada que celebrar  y nuestra mera presencia parecía una mano que les estrujara el corazón. Se iban muy lejos, a uno de esos países que no celebran la Navidad y que parece que estén siempre en verano. A veces, solo a veces y cuando ya había pasado mucho tiempo después de la desgracia, mandaban una fotografía y mamá lloraba mucho mientras asaba el pavo en la cocina. Pero luego, cuando nos sentábamos a la mesa, nos miraba a todos con algo de devoción y se le iluminaba la cara arrebolada por el calor del horno. Con los años, los tíos y el primo Quique se convirtieron en esas figuras desvaídas y borrosas de fotografías cuarteadas y resecas que se guardan en cajas de mantecados vacías.
            Tú también tuviste un accidente. Lo recuerdo muy bien. Fue cuando al primo Pablo le regalaron un cachorro de perro para Reyes. Lo trajo a casa. Era una monada, tan pequeño y llorón, como un gato escaldado solo que más gordito. Se metió debajo de la mesa y de ahí no salía. Lo dejamos en paz y después de lamernos un poco las piernas, dejó de hacerlo y se quedó callado. Todos pensamos que se había dormido. Pero no. El muy truhan se había entretenido destrozando tu pierna. Estoy seguro de que el primo Pablo se dio cuenta cuando se agachó a cogerlo para volver con sus hermanos y los tíos a su casa, pero no dijo nada por si le quitaban al perro. Daba pena verte. Cojo, pero cojo, cojo. Sin embargo, ahí estaba mamá para dejarte como nuevo. Le costó hallar la misma felpa. La encontró aunque de una tonalidad más fuerte porque los muchos lavados, con sus correspondientes secados al sol, te dejaron el color más desvaído. Pero ella lo disimuló muy bien con aquellos pantalones anchotes, azul cielo,  que cosió para la ocasión. Estabas guapísimo. Hubo otras ocasiones en las que pasaste por el taller de reparaciones, aunque nunca tan graves como aquella. Mi primo Pablo estuvo un tiempo sin venir por casa, y cuando lo hizo entró con la cabeza gacha, como esperando la reprimenda. A mí se me había pasado el enfado y además que me gustaba mucho su perro Chulo. A ti, no tanto. Permanecías escondido dentro del armario hasta que se iba. Te habría gustado jugar con él si no hubiera sido por esa manía de morderte.
            Pero escucha, yo ya no soy un niño. He crecido, aunque tú no, y es hora de separarnos. Lucía, mi mejor amiga del instituto, dice que estaría bien que te fueras con otros como tú para alegrarles las Navidades a esos niños que vienen de fuera con lo puesto y ni un solo juguete. Ya sé que eres mucho más que un juguete: eres un compañero. Pero yo sería muy egoísta si no estuviera dispuesto a dejarte marchar para que encuentres otro amigo que te quiera tanto, tanto, como te quiero yo.

21/12/17

LA BORDADORA


Tomada de la red


Ayer dio la última puntada. Bajo la palmera del patio. Apenas podía ver el círculo del bastidor con sus ramilletes blancos y grises, pero necesitaba acabar ese día. A través de la cancela le llegó el taconeo de doña Elvira de camino al casino, el frufrú de la seda, su perfume dulzón. Remató la hoja cuando las sombras habían alcanzado definitivamente el pozo. Y ahora pasaba la mano por el bordado y sentía, como otras veces, aquella opresión en el pecho. Porque era una despedida. El matizado, el filtiré, los bodoques y la vainica, se llevaban los sueños en su entramado, aquellos que  acompañaron su labor durante meses. Su madre había ido a buscar el papel de seda para envolver el juego de cama, después lo llevaría a la tienda y quedaría expuesto en el escaparate. Doña Elvira, al verlo, lo compraría para el ajuar de su niña. Y en casa habría sopa de almendras y pavo para la cena de Nochebuena.

ESOS CHICOS TAN ESPECIALES




Tomada de la red.
En el almacén del centro, entre pijamas, chándales, batas y cajas con calzado sanitario y deportivo, esperan empaquetados: seis pelotas hechas con los globos rotos del último carnaval; cinco muñecas confeccionadas con faldas, pantalones y jerseys viejos; sesenta tetrabriks de leche, tomate y sopa, transformados en máquinas y vagones de trenes; cien pasadores de pelo, que nacieron de las cápsulas de café, con formas de ositos, nenúfares y caramelos;  cincuenta prendedores y broches, del plástico de botellas, que brotaron de los dedos de educadores y técnicos como flores en primavera; y muchos camiones, coches y casitas que salieron de los cartones de las cajas de embalaje. Los trabajadores cosieron capas con forros de abrigos desechados, recortaron y pegaron cartulinas que acabaron en coronas, y realizaron las barbas con el algodón de enfermería. En Navidad,  reciben en sus tronos a los chicos de ojos rasgados y lenguas torpes. Llevan en sus manos las cartas a los Reyes Magos.