27/12/15

OBSESIÓN EN EL PROGRAMA DEL 21 DE DICIEMBRE EN PARACUENTOS



Me recibía sonriente, agitando su pelo de color remolacha. Yo deslizaba bajo el cristal de la ventanilla el papel y ella metía su uña naranja y arrastraba la instancia. Luego me decía le falta esto o lo otro, ¡como si yo no lo supiera, estudiante aventajado de derecho! Tuvimos nuestra primera y última cita un sábado por la tarde. A ninguno nos gustó. Yo quise que compartiera mi retahíla de leyes, ella que la escuchara sobre sus barras de labios y cremas faciales. Se retiró pronto con una disculpa.

     Seguí yendo todos los días a verla. En cuanto abría, allí estaba yo con mis papeles. Me recibía con esos morritos encantadores y el entrecejo fruncido. Comencé a seguirla hasta su casa. Huyó al pueblo. Alquilé una casa y hasta allí la seguí.

     Y aquí la tengo, dentro de una caja con abertura y candado, en el sótano. Cuando yo consiga ser juez, ensayaremos los juicios. Yo sentado en mi mesa. Ella detrás de su ventanilla.

Si queréis escuchar el audio del programa clicad aquí   
A partir del minuto 36:07

26/12/15

LA DECISIÓN


     Hasta aquí hemos llegado. Me retiro. Lo dejo. Con pena porque sé que era algo bueno para los chicos, pero yo no soy rehén de las decisiones que toma el director del Centro a última hora, a un paso de la entrega de premios, de espaldas a lo acordado. El proyecto era mío y conmigo me lo llevo. No acepto imposiciones, ni cambios que considero una falta de respeto hacia mi trabajo. Un trabajo altruista que requería un esfuerzo extra por mi parte y que no ha sido valorado por este señor.
     Queda aún por fallarse el Concurso de Cuentos Anade en el que han participado los usuarios. Se cerró en octubre y ya están enviados los relatos, así que daré noticia del fallo en cuanto se produzca.

¡¡Un abrazo grande como un abeto navideño!!

14/12/15

EN LA EDICIÓN NÚMERO CUATRO DE LA REVISTA MICROFILIAS



En compañía de excelentes microrrelatistas. Gracias, Patricia Nasello, por invitarme.

Aquí podéis leer a todos los autores incluidos en la revista.

 Con mis muertos

Hace mucho que no hacemos una visita al tío Enrique. Conducía el coche por la calle El candil cuando ella miró hacia el portal y dijo aquello. Entraron los nubarrones que amenazaban lluvia en mi ánimo. Ya había dado síntomas antes, pero era evidente, tras la observación, que algo no iba bien. El tío Enrique llevaba muerto más de cinco años. No quise advertirla de su error por no darle el disgusto. Fue la primera de las ocasiones en que no dije nada cuando sacaba un cadáver a pasear. Marina parecía muy cómoda trayéndolos a nuestra vida. ¿Qué te pareció el modelito de Sonia?, repetía la pregunta diez años más tarde de la ocasión en que mi secretaria se presentó a trabajar equipada como para ir al Polo Norte. ¡Cómo se rio Marina! Le dolía el estómago de tanto reír. Y es que, aunque ella lo negara, la comían la envidia y los celos por dentro. Sonia murió de manera tonta: se asfixió con un hueso de pollo, y si no hubiera sido porque recordárselo habría supuesto el reconocimiento de su desvarío, esta circunstancia habría hecho reír a Marina hasta llorar.

      Esta tarde, cuando ella quitaba las hojas mustias de sus plantas en el corredor y yo leía el periódico y fumaba, ha apartado con una mano el humo del cigarro mientras decía, refiriéndose a una consulta de hace seis años, que debía hacer caso al doctor y tomarme en serio lo de dejar el tabaco. Bien claro lo ha dicho: «Esas manchas en el pulmón no me gustan un pelo». Y ahí, me ha rematado.



Cicatrices

Había tardes en las que le dolían las puntas de los dedos de tanta aguja e hilo. De tanto remiendo, en definitiva. Así es la vida, se decía. Cada herida requiere unas puntadas precisas para que cicatrice bien. Hasta hacía poco, no se había parado a calcular cuánto hilo había gastado a lo largo de todos los años. De lo que estaba segura era de que serían muchos metros. Tal vez kilómetros. Restañar. Como aquellos cántaros a los que un golpe les dejaba una culebra en la panza. Su madre llamaba al lañador y dejaba aquella especie de travesaños, como si se tratara de una escalera por la que subir a la boca de la vasija y echar un trago de agua fresca. Duraban más que los nuevos porque era materia dañada y había que tratarla con cuidado. Ennegrecían con el humo cada vez que se arrimaban a la candela para tener agua caliente para el baño, cuando aún no existían los grifos que abrieran el caudal de agua fría o caliente. A ella le gustaba ese candelorio de ramitas que chisporroteaban y encendían los troncos. El humo se enredaba en su pelo y se quedaba ahí, con aroma a madera, hasta que el jabón casero se lo llevaba. Con las formas caprichosas de las llamas y las ascuas reposando en el hogar, solía hacer castillos y palacios imaginarios mientras la madre la desnudaba. Aquel rito de sábados de limpieza de cuerpo y casa, la dejaba con la sensación de que se había desprendido de una costra e iba más liviana. Al menos hasta el domingo, cuando la tarde se desplomaba entera sobre su ánimo. La vida debe acabar así, se decía mientras cosía una tristeza inexplicable.

      Dejó la casa una primavera, cuando el jazminero del patio se abrió de flores. Empujó con cuidado la cancela que la separaba de la calle, para que no chirriara y despertara los fantasmas familiares, y comenzó a caminar por la acera brillante, recién lavada, de camino a la estación. Atrás quedaba su infancia y adolescencia. Hora de una vida nueva.



Ecografía entrañable de la corrupción

Evisceración.



Horror vacui

Me despertaba y ahí estaba el león rugiendo y mostrándome las fauces, a un palmo de mi cara, con su aliento a carne cruda. Hora de levantarme de la siesta. En cuanto me incorporaba, él se iba por donde había venido. Luego la tarde discurría plácida. Un paseo por la orilla del mar, la partida de cartas y de vuelta a casa. Pero hace días que me despierto de golpe, angustiado. Abro los ojos y escudriño la penumbra de la habitación. Nada.



A la hora señalada

Hace rato que cantó el gallo y no consigo despertarme. Lo oigo subir por la calle. Cada vez más cerca, el cortejo fúnebre.



Rebelión

La piedra impactó de lleno. El rótulo luminoso se destripó sobre la acera. Los indignados derribaron la puerta de una embestida. Admiraron la delicadeza de los frascos que reposaban en las estanterías. Su colorido. Las esencias que adormecían los instintos más salvajes y daban jaque mate a la desesperación. Reconocieron sus sueños, malvendidos a usureros, y se los llevaron. En su lugar dejaron todas sus pesadillas.

12/12/15

ACCÉSIT DEL XVIII PREMIO INTERNACIONAL JULIO CORTÁZAR DE RELATO BREVE

LA PALOMA
Perdón señorita, pero mi úlcera no puede con tanto sufrimiento, dijo mientras se incorporaba para bajar una maleta pequeña del guarda equipajes. La puso sobre la mesa supletoria y la abrió. Luego volvió a cerrarla y la dejó en su sitio. Destapó el frasco que había sacado del botiquín de viaje que llevaba siempre consigo, y echó una pastilla dentro de un vaso de plástico. Mientras subían a la superficie del agua las burbujas de la tableta efervescente, regresó su mirada compasiva hacia la mujer que tenía a su lado. Ella contenía el llanto en hipidos pequeños, sin dejar de disculparse.
    Usted no ha hecho nada. ¿Verdad que no ha sido usted, señorita? No tiene que pedir disculpas— dijo el compañero de asiento de Adoración Parra, con la voz dulce y persuasiva de un cura escuchando una confesión.
    Ya lo sé. Pero le estoy dando el viaje con mis problemas. Lo siento de veras— siguió ella lamentándose.
    ¡No, por Dios! Lo que ocurre, señorita, es que a mí me educaron en la piedad. Mi abuela, señorita. Porque me quedé solo muy chiquito y ella tuvo que sacarme adelante. Fue mi madre y también mi padre. De él no tuve noticias hasta hace poco. La abuela  Trini tenía prohibido mencionarlo en la casa. Luego supe cosas, señorita, pero esa es otra historia. — Dejó de hablar para beberse el agua blanquecina donde se había disuelto el medicamento. — ¡Mucho mejor ahora! Ande, pare de llorar que es usted muy guapa y va a estropearse un cutis de porcelana. Porque tiene usted una piel preciosa.
     Beni del Corral le tendió un pañuelo de hilo con sus iniciales bordadas. A mano, eh, señorita, por la abuela Trini, le aclaró mientras no dejaba de mirarla. Ella le dio las gracias y después de enjugarse las lágrimas, estrujó el pañuelo dentro de su puño derecho. Los dos se quedaron callados durante unos instantes. Él se pasaba la mano por la corbata. Ella miraba la lluvia estrellarse contra la ventanilla mientras recordaba, como una pesadilla, las últimas horas. No era posible. No podía haberle ocurrido una cosa así. La más guapa, eso decía Ramón Ramos a menudo, la mejor, me llevo la mejor. Después de tanto tiempo cortejándola, recibiendo un no por respuesta a sus pretensiones, después de merodear como lobo en celo por el portal de ella, al acecho, esperando su regreso del cine con las amigas, de la discoteca, del paseo y el batido en la heladería «Menta fresca», ella se rindió al fin a los halagos, al te voy a querer más que nadie te puede querer en el mundo. ¡Qué prisas con el casamiento!, decía su madre. ¿No será...? Que no madre, que no, que Ramón está impaciente por tenerme, le contestaba ella. Y sí, tenía mucha prisa, pero para dejarla plantada el mismo día de la boda, no sin antes haber dado el sí ante el cura. Ahora vas a saber lo que se siente, susurró Ramón a su oído, cuando te desprecian. Después se dio la vuelta y salió de la iglesia silbando una canción de moda.
     Adoración Parra no podía quedarse allí. Una vergüenza así necesitaba una distancia grande. Tuvo aquel impulso de tirar del bolso de Paquita Maravillas y correr, correr, hasta verse frente a la taquilla. Vestida de novia y en la estación. No vertió ni una lágrima hasta que el tren se puso en marcha. Entonces dio rienda suelta a su rabia. Porque lo que la hacía llorar sin término era el desplante de aquel miserable. Amor, amor, lo que se dice amor, debía reconocer que tampoco le tenía mucho; había sido seducida por los halagos continuos, las flores, el perfume, las promesas de una vida sin penalidades. Y allí estaba Beni, todo un caballero a la antigua usanza, para consolarla.
     El sol salió de repente y entre las nubes se abrió el arco iris. Sin duda era una señal. Tal vez fuera mejor, después de todo, lo ocurrido, se dijo Adoración. Tendría otras oportunidades. Pero qué oportunidades iba a tener una mujer casada con apenas dieciocho años y sin un trabajo. Volvió al llanto. Esta vez fuerte, amargo y desesperado.
    ¡No, no, señorita, no me haga esto!— se quejó Beni— Ahora que se había tranquilizado. Usted vale mucho, señorita. No hay nada más que verla. ¡Si parece un ángel caído del cielo! Sólo le faltan las alas. ¡Bellísima, criatura!, ese novio suyo...
    ¡Marido, marido!— lo corrigió Adoración mientras retorcía el pañuelo con las dos manos como si escurriera una bayeta de fregar.
    Bueno, sí, pero no se ha consumado el matrimonio ¿no es así, señorita?
    No ha dado tiempo.
    Por eso, por eso. Se puede anular. Todo se arreglará, ya lo verá. ¡Pero qué guapa es usted, señorita! Ese canalla, permítame la expresión, no se la merece. ¡Dejarla así, tirada! ¿Quiere un refresco? Voy al bar y se lo traigo. ¿No, seguro? Ya sabe que no tiene nada más que pedírmelo. Tengo dinero. He vendido la casa. También la tierra. El burro que daba vueltas a la noria. Todo, señorita. La vida en el campo es muy dura. La abuela Trini me educó en el trabajo y la disciplina. Me levantaba cuando aún no había amanecido. Tazón de café con sopas de pan y a trabajar. — Hizo una pausa para beber un trago de agua sin dejar de observarla. — En cuanto a las mujeres, siempre me decía: «No tengas prisa. Ya encontrarás a una buena mujer a quien respetar  cuando llegue el momento. Mientras tanto, a tus asuntos». El caso es que aún no la he encontrado, señorita. 
     A través de la megafonía anunciaron la siguiente parada.  Adoración  volvió la cabeza y vio su imagen reflejada en la ventanilla. El tocado de florecillas, el vestido de organza, todo blanco. Ella a punto de desaparecer, engullida por el tejido vaporoso. Cuánto le habría gustado tener una falda sencilla y un jersey de algodón para cambiarse.
    Está muy guapa así, señorita— dijo Beni sobresaltándola. Sintió como si pudiera leerle la mente y eso la inquietó.
    Me gustaría tener otra ropa para cambiarme. No me encuentro a gusto en traje de novia.
    ¡Ah!, por eso no debe preocuparse, señorita. Como ya le dije, tengo dinero y puedo comprarle lo que necesite.
    ¡No, no, de ninguna manera puedo aceptarlo!
    Usted tranquila. Sería sólo un préstamo. Ya tendría ocasión de devolverme el dinero, señorita. Su papá... — dejó sin acabar la frase mientras la miraba con atención.
    No tengo padre. Murió hace dos años— aclaró Adoración con una nueva llantina.
    Son cosas de la vida, señorita. Usted pudo contar con él cuando era una niña, recibir sus consejos, caricias; también, seguro, algún castigo cuando se portara mal... ¡Lo que debe hacer un padre! En cambio yo, fíjese bien, señorita, no tuve nada de eso cuando era un chaval, sólo lo que me dio la abuela Trini, que a veces, en confianza, era escaso porque la pobre bastante tenía con sacarme adelante. Ha tenido que ser de mayor.
    ¿Conoció al fin a su padre?— Adoración Parra había dejado de llorar. Formuló la pregunta después de beber de la botella de agua de Beni.
    ¡Beba, beba, señorita!— la animó él— Conocerlo, conocerlo, poco. Vino a visitarme al poco de morir la abuela. Un señor bien trajeado, con corbatas de colores y camisas floreadas; zapatos y botas de piel de cabritilla y cocodrilo; pulsera, anillo y cadena de oro al cuello. Un dandi con el pelo engominado y un bigotito bien cuidado. Sin embargo, señorita, aunque el envoltorio era excelente, por dentro las cosas no marchaban bien. Para decirlo en plata: se estaba muriendo. Y, lo que son las cosas, en el último repechón de vida quiso venir a verme para hablarme de su testamento. Me dejaba todos sus negocios de la capital. Pero conforme el tumor avanzaba, se fue volviendo blando. No dejaba de lloriquear y acordarse de mi madre. Incluso fue a confesar sus pecados. Y no sé si fue idea suya o de don Pascual, pero quería liquidar sus bienes para entregarlos a la iglesia, señorita. Ellos ya tienen bastante, padre, le decía yo, pero él erre que erre. Un día tras otro, iba retrasando el momento de llevarlo al notario para anular el testamento y ordenar las ventas, porque él no estaba en condiciones de dar un paso sin mi ayuda. Hasta que le llegó su hora.
     Beni dejó de hablar y la miró detenidamente. Ella parecía a punto de dormirse de agotamiento y había parado de llorar. El tren dejó atrás los campos y avanzó rápido entre las primeras construcciones. Por megafonía anunciaron la inminente entrada en la estación. Beni consultó el reloj: puntual como siempre.
    Regreso de firmar los últimos papeles para acabar con las propiedades de  la abuela Trini. Porque yo, señorita, me trasladé a la ciudad, a regentar los negocios que heredé de mi padre. Y, créame, dan el dinero suficiente para vivir de ellos el resto de mi vida... ¿Cuántos años cree que tengo? ¡Ande, dígalo sin miedo!
    ¿Cuarenta?— aventuró ella.
    No tantos, señorita, no tantos. Es el campo que envejece mucho. Pero voy a cuidarme en adelante. Buena comida, buena bebida, masajes y... lo que venga. — Se calló un instante, luego se lanzó—  ¿Tiene usted donde pasar la noche? Si no quiere, no me responda, yo sólo quiero ayudarla.
    No conozco a nadie— dijo ella agachando la cabeza.
    ¡Pobrecilla! Pero, señorita, usted no tiene que preocuparse. Yo le puedo dar alojamiento.
    No tengo dinero para pagarle.
    Ni trabajo.
    Tampoco— confesó ella con un hilo de voz.
    Pues ya lo tiene. Como le dije, mi padre me dejó  unos locales muy bonitos, decorados con luces de neón de colores que se apagan y se encienden; con muchas señoritas que cantan y bailan. ¿Tiene usted buena voz? ¿No? ¿Y algo de baile, se le da bien? ¿Tampoco? ¡No importa, no importa! Puede hacer de... de camarera, ¡vamos, servir bebidas y todo eso! ¿Sí? Es un trabajo fácil y pago bien, porque como me dijo mi padre, en estos negocios hay que tener al personal contento.
     El tren entró suave en la estación y se detuvo. Beni del Corral se levantó para bajar su maleta sin perder de vista a Adoración Parra que permanecía sin moverse de su asiento. Después, con una sonrisa que mostró unos colmillos afilados y amarillentos, le ofreció apoyo para incorporarse. Ella dudó unos segundos antes de entregarse, pasando una  mano por el hueco de su brazo. Bajaron enlazados, como una pareja estrafalaria.
    Ya verá como le va bien, señorita. Estará contenta. Puede ocupar el cuarto de arriba del «Arrabal», mi club más distinguido. Y lo arregla como usted quiera, porque he de confesarle que la inquilina que ocupó la habitación con anterioridad era, como diría la abuela Trini, un poco espesa. Así la dejó, hecha un asco. Ahora, si no quiere estropearse unas manos tan finas como las que tiene, puedo encargar que se la limpien, luego se lo descuento de la paga mensual. Usted, señorita, en adelante estará siempre bajo mi protección. No tiene que preocuparse por nada.