30/9/11

RELATOS INCLUIDOS EN LA EDICIÓN JARDINES SECRETOS 2011


LA PROMESA

No vayas con ese. Cuatro palabras que marcan el ritmo de la huida. Su madre se las repitió hasta el agotamiento poco antes de morir. Ahora vuelven y repican en su cabeza mientras siente el corazón bombear con fuerza, con tanta fuerza que sólo escucha el golpe de sangre en las venas. Y las palabras. ¡Rápido, más rápido! Cortan las zapatillas el aire, dejando una estela. Se distancia. Entra y se detiene, sin resuello, en el Jardín Japonés. Tumbado en el suelo, cierra los ojos. No vayas con ese, le rogaba su madre, con una pena muy honda. Lo oye cerca, apenas a unos metros. Si salgo de ésta, prometo no volver a tener tratos con él. Prometo buscar ayuda, alejarme de todo esto, si salgo de ésta. Y entonces la tierra se esponja y él se hunde en el hueco, como una cuna, y los arbustos de flores azul intenso se doblan sobre su cuerpo y lo cubren entero. Pasa cerca, tanto que teme que lo pise, pero se aleja. No vayas con ese. Nunca más, madre, nunca más.

JARDÍN SECRETO


Me gusta verte mover las agujas como si cruzaras espadas, pero las espadas matan y tú no podrías matar ni a una mosca. Tú das vida, querida Hortensia. ¿Ves? ya lo he dicho. Parece brotar de tu regazo ese embrión de bufanda. Bordeamos el invierno. Los dos lo sabemos aunque no queramos hablar de ello. Ya no preguntas. Te has cansado de repetirme siempre lo mismo. ¡Como si no lo supieras! Lo sabes, siempre lo has sabido. Tú eres más habladora, aunque esta tarde estés enfrascada en tejer, con el cabo de lana enredado en ese meñique que los años han ido curvando, y no me hagas caso. ¿Cuántos son, cincuenta? Una eternidad juntos, Hortensia. Y tú venga con la pregunta. La repetías como si olvidaras que ya la habías hecho. Ahora sí, ahora olvidas cosas, como yo, para qué negarlo. Y es en este momento, cuando has dejado de reclamármelo, que me nace decirte lo que tantas veces me pediste: Te quiero, Hortensia.
- ¿Decías algo?
- Nada, que ya refresca en el jardín. Es hora de volver a casa.

27/9/11

LA MUJER DE AGUA




A María Jesús, para que sus días estén llenos de deseos renovados y otros por cumplir.

Cuando el día amaga en el cristal de la habitación, ella entra en el cuarto de baño. Los párpados tienen el peso de las horas, los minutos y los segundos de sueño sin apurar. A tientas, como a veces toma la vida, abre el grifo. Corta el chorro con el dedo. Humedece los ojos. Una vez más. Dos. Tres. Le cuesta. Cierra el paso del agua. Primero unas rendijas por donde penetra la luz pálida del amanecer, luego de par en par. Y allí está, mirándola de frente. Retira un mechón con su sombra de la cara. Vuelve a abrir el grifo. Une las manos y acuna el agua en el hueco. Escurre entre los dedos. Se libera. Aprovecha el pocito de la palma. Bebe. El espejo le devuelve la imagen. Una mujer de agua. No una mujer aguada. No. Una mujer de agua. Sonríe por primera vez desde que se desembarazó de las sábanas que la ataban a la noche.
Sale de casa. Camina por la calle a paso ligero, absorbiendo los rayos del sol, arco iris que se come el gris del día.
Huele a chocolate fundido. Empuja la puerta y las campanillas tiritan en la entrada. Uno de cada, pide. Y vuelve a la acera. Desnuda una tableta del papel plata, muerde con sus dientes de agua y su cuerpo se enturbia de marrón acharolado. Se mira frente a un escaparate. Hace un quiebro de cintura a esa mujer de carne y hueso que la roza y la mira extrañada. Continúa caminando hasta la marquesina de la heladería Cerezas y menta. Un sorbete de pistacho y se viste de verde brillante. Una niña saca la lengua y la pasa por su piel. La mamá tira de ella, se la lleva en volandas.
La mañana ha levantado los brazos al sol del membrillo. El parque está desierto. Se estremecen las primeras hojas de otoño bajo sus pies. Se sienta en un columpio. Impulsa su cuerpo y corta el aire con el vuelo de su falda. Cierra los ojos. El aire trae la humedad del mar. Y una eternidad la retiene. Remolonea. Se mira la mano derecha, los dedos como palitos. Es hora de arribar a puerto.
Las gaviotas sobrevuelan la cubierta de un barco de pescadores, bajan y se llevan algún despojo en el pico. El agua está mansa. Rizada de luz en el camino que abre el sol. Mediodía. Momento de zambullirse. Toma impulso y se lanza. Pasa un pez veloz y asustado bajo sus brazos delgados de agua. Agua dentro del agua. Agua que respira, que siente, que se disuelve y nutre.
Y llegará el atardecer. Y con las primeras luces de las farolas, nacerá la ciudad submarina y el zapato sin cordones buscará su casa, y en la carta arrugada, el corazón desangrará su tinta roja. Y las gotas se buscarán para reagruparse. Entonces ella recuperará su cuerpo de agua y saldrá del mar.
Azul intenso, agua salada que se desliza por las aceras, bajo las luces de neón de clubes pintados de rosa y oro, que deja su huella líquida en la ventanilla de un cine, en el velador de un café, en el banco de un parque solitario. Y después el regreso a casa. Tres horas. Sólo tres horas de sueño, antes de que llegue un nuevo amanecer. Mujer de agua.

25/9/11

PERIFERIAS



- Ayer me puse delante del espejo y no me vi guapa, sólo vi un adefesio con palo de fregona. Tampoco vi a Dios en los fogones como usted dijo.
- Lo dijo Santa Teresa. Anda, reza tres padres nuestros y vete a casa.
-¿Y por qué tengo que rezar si no he hecho nada todavía?
- Para que se te quiten esas ideas que te rondan en la cabeza- dice don Agapito.
De mañana no pasa. Solicitará el traslado a una parroquia del barrio de Salamanca.

20/9/11

DEVOLUCIÓN

Fotografía cogida de la red


Soñé que no podía dormir. A través del cristal de la ventana de mi habitación, veía el cielo negro de una noche sin luna ni estrellas. Tenía mucha sed. Me levantaba iba a la cocina, abría el frigorífico y sacaba una botella de leche. Sabía a natillas con grumos y galletas maría. Me la bebía toda. Luego iba al cuarto de los niños. Sobre la mesa de color verde y naranja había una máquina de escribir antigua con un teclado alto que dejaba ver parte de sus tentáculos. Me sentaba en una silla pequeña y comenzaba a escribir. El carro iba devorando el papel y el timbre avisaba cada medio segundo de que había llegado al final de la línea. Olía a patio de colegio y a leche agria, por eso yo sabía que estaba escribiendo algo sobre las ayudas del plan Marshall. Llevaba escrito un papel corrido que arrastraba por la habitación, cuando se coló en mi nariz el olor del apresto de los uniformes recién estrenados. Supe que algo terrible iba a pasar. En seguida vino el hedor de la pólvora, de la tierra removida, de los ríos de sangre y de la carne abrasada. Soñé que dejaba de escribir, me iba al baño y vomitaba toda la historia.

14/9/11

EL COLECCIONISTA


Comencé en el instituto. Todos mis compañeros la llamaban Pinocho por su nariz, y se reían a sus espaldas. Yo seguía sus bromas con una risa floja porque la profesora de Lengua me gustaba muchísimo. Tenía el pelo más bonito que había visto después de las crines de los caballos que cepillaba mi padre.

Fue por casualidad. Uno de aquellos días en que mi salud débil y un frío intenso en el patio, me dejaron sin recreo. Me quedé solo en el aula. Un rayo de sol se dobló sobre la mesa y el pelo enredado en la espiral de su cuaderno, brilló como una hebra de té negro. Me levanté del pupitre y lo cogí. Era liso y muy suave. No pensaba hacer nada en concreto, pero en ese momento ella entró en clase y lo metí en mi bolsillo. A solas, en mi habitación, lo estuve mirando suspendido de la punta de mis dedos, contra el cristal de la ventana. Cambió de color con la luz roja del atardecer. Parecía un hilo de fuego. Busqué una de las bolsitas con cierre automático en las que mi madre tenía los botones y los corchetes y lo guardé dentro, luego la metí bajo el montón de libros y cuadernos. Desde ese día, pasé la mano por la espalda de la vecina, cuando lloró en mi hombro la pérdida de su perro Negrito, y me quedé con un filamento rizado, rubio oscuro; recogí el de color azafrán de una amiga en la universidad; arrastré entre mis dedos, con la excusa de retirar polvo de su chaqueta, la culebrilla castaña de una compañera de trabajo. Azafatas, cantantes, escritoras, carniceras, verduleras, amas de casa, actrices... Todo pelo que se me ponía a mano iba a parar a una bolsita para mi colección. Llegué a tener tres mil cuatrocientos cinco pelos.

Han estado a punto de descubrirme, he pasado apuros económicos. En cierta ocasión estuve cerca de venderlos a mi amigo Pablo, que colecciona desde recortes de periódicos, a alfileres de distintas cabezas. Pero no lo hice. Aguanté la mala racha comiendo la sopa boba. Y un día llego a mi casa y me encuentro a mi mujer en jarras diciéndome que soy un puerco y que ha tirado mi colección a la basura. Dijo que la encontró limpiando, pero fue un registro en toda regla, porque la muy pava creía que la engañaba con otra. Esa noche machaqué unos orfidales en un mortero y se los eché en el vino. Ella no dejó de hablar durante la cena. Parecía contenta, tal vez sorprendida de cómo me lo había tomado. Esperé a que estuviera bien dormida. Cogí las tijeras y le corté su hermosa melena del color de las nueces. Ahora, cuando barre, si me he cortado las uñas de los pies, deja un círculo con ellas dentro, y si ve unos pelos atravesados en las púas de mi peine, coge el cepillo para alisar los primeros brotes de su cabeza.

11/9/11

LA NUEVA BABEL

Ya he vuelto, queridos blogueros. Y para desengrasar un poco el lagrimal, una sonrisa.

Llegué en taxi, como debe ser, sobre las cinco de la tarde, después de la siesta como también debe ser. Una riñonera con la documentación y los ahorros de la cartilla que dejé temblando; la bolsa con cuatro trapitos, lo imprescindible. Camisetas, pantalones, vestidos, bragas, sujetadores, calcetines, pantis, zapatos, zapatillas, camisones, pijamas, bolsa de aseo y otras cosas más que ya no recuerdo, y el ordenata agarrado a mi muñeca con unas esposas. Me hice la dueña y señora de un banco y allí puse mi despacho, haciendo una especie de corralito con las latas de Coca Cola y otras bebidas que iba consumiendo. La comida regular pero ya estaba acostumbrada. Combinaba entre la cafetería, el restaurante y las máquinas de sánwiches y patatas fritas.

Al principio estaba encantada con el ambiente. Carros de equipaje empujados por mujeres, hombres y niños de todos los pelajes. Los altavoces soltando su carga enlatada de ofertas y los carteristas llevándose de todo un poco. Mestizaje puro. Luego comenzó a irritarme la cantinela de los altavoces y los talones mugrientos de algunos paseantes. Empecé a llamarle la atención al ladronzuelo que se había quedado por mi zona, amenazándolo con denunciarle si no se largaba para otro lado. Tenía la novela en la cabeza pero aún no había encontrado el momento de empezar. Era todo tan excitante. Aprendí pronto a distinguir al nacional del extranjero y me divertía provocar a todo bicho viviente.
Y así vivía yo, feliz gestando mi obra maestra, cuando se me cruzó él. Sólo dije aquello de, que no me entere yo de que ese culito pasa hambre, y solté una risotada. Sí, ya sé, un poco ordinaria sí que me había vuelto pero no merecí el castigo que se me vino encima. Se volvió y con una sonrisa espléndida me preguntó cuánto. ¿Cuánto qué?, le contesté yo con otra pregunta. Cuánto valer tú, me soltó a bocajarro. Y yo, que una no tiene precio, qué se había creído, que yo eso lo hacía gratis. Dónde, dijo él. Ahí me di cuenta de que la suerte estaba echada. El tipo se me pegó al costado y se puso a sobarme el brazo y no atendía a razones. Guapo lo era un rato largo pero una es muy estrecha y no ha pasado del piropo y siempre pensando que no se me iba a entender. ¡Quién iba a pensar que aquel negrazo de cuerpo imponente tendría conocimientos de castellano! Comencé a considerar que tal vez fue un error largarme de casa. Recogí mis cosas y salí por la primera puerta que vi, levantando una mano para llamar a un taxi. El senegalés, por decir algo, detrás, insistiendo. Se me ocurrió un plan diabólico. Le di la llave de la casa de mi pueblo andaluz, veinte centímetros de hierro, dirección incluida, y lo invité a perfeccionar su excelente castellano. Él aceptó encantado. Antes de subir al taxi, le di un beso llevada por la compasión más que por el deseo. Porque cuando el guaperas salga al patio y escuche al vecino a través del muro de separación discutir con la mujer en los términos de: que no jes eso ahí, estás ton o qué, y mira que te lo ten di que cuides del rroz; a una velocidad de dos mil palabras por segundo, una de dos, o se vuelve loco o se coge una depresión de consecuencias incalculables. Iré a rescatarlo dentro de unos días. Tan mala no soy. ¿O sí?