26/11/09

TAC


Aquel tac guillotinando cada segundo, parecía una condena a muerte. La celda era la salita y el corredor, el pasillo. Yo repasando la ropa, tú con las gafas cabalgando sobre la nariz, pasando hojas de aquel libro interminable. A las diez en punto, ni un segundo más ni uno menos, metías la llave en la espiga y dabas cuerda al reloj. Luego volvías al sillón y esperabas a que dieran las doce. “Hora de acostarse”, decías quitándote las gafas. Cerrabas el libro sobre la mesita y arrastrabas las zapatillas de felpa hasta la habitación. Yo dejaba el calcetín a medio zurcir en el costurero y te seguía. A los pocos minutos ya estabas roncando. En cambio yo, pasaba la noche en vela escuchando el tac que sentenciaba los segundos. “Uno menos de vida”, dijiste un día y a mí se me quedó grabado aquello en la cabeza. Te empujaba. Te daba codazos. Me resignaba a verte dormir. Intentaba matar el tiempo con la tarta de limón que haría al día siguiente, o con la lista de la compra. Pero era inútil. El reloj estaba ahí, invadiéndolo todo. Tac, otro segundo que se ha ido. Tac, uno más. Cuando daba las horas o las medias, era un respiro, una tregua. Y luego otra vez ese salto de un segundo a otro, machacón, insoportable. Imaginaba que, oculto en las sombras del rincón, entre la coqueta y la mesilla, acechaba algún monstruo, algo inaprensible, sin cara ni forma, y me volvía hacia ti y te abrazaba. Pero tú deshacías el abrazo con una protesta entre dientes, y te dabas la vuelta. Me dejabas sola con el tac del reloj y la amenaza de las sombras. Y yo cerraba fuerte los ojos y me ponía las manos en las orejas. Inútil. El tac atravesaba la piel, la carne y el hueso, para repicar en lo más profundo de mi cabeza. Pasaba así las noches hasta el amanecer. Sabía cuándo estaba clareando antes de que la luz ganara la colcha. Doblaba mi mano derecha por las segundas falanges, la apretaba contra mi boca y abría los ojos en una rendija. Entonces se amontonaban las rayas pequeñas de luz, como una flor sobre la circonita de mi anillo. El anillo de mi madre. Y me entraba el sueño. Porque aquel tac que marcaba el ritmo de la muerte, según tú, se abotargaba con el trasiego de la calle. El ruido del camión de la basura, el silbido de los basureros, el arrastre de los contenedores... Y me dormía. A ti eso no te gustaba. Decías que debería ir al médico a que me recetara algo para el insomnio, que había que dormir de noche, no de día. Nunca te hice caso. Sabía que sería inútil, que el tac del segundero era más poderoso que cualquier medicina. Por eso tuve que hacerlo. Y hoy, al fin, el tiempo no es mi enemigo. No sé qué hora es ni cuantos segundos han pasado de mi vida. Ni quiero saberlo. Sólo quiero vivir. El reloj se quedó parado en la hora, el minuto, el segundo, en que ya no le quedó más cuerda y tú no encontraste la llave para darla a las diez en punto. La llave descansa en el fondo de nuestro pozo a donde la arrojé. Sé que me quieres, que siempre me quisiste, como yo a ti, por eso te alegrará verme dormir toda la noche de un tirón, sin necesidad de medicinas. Aunque tú no pegues ojo echando en falta el maldito tac del segundero.

25/11/09

MI VIDA.

Los edificios parecen cristales de diferentes tamaños y colores. El aire es azul hielo. El parque tiene una capa de escarcha. Invierno. Llevo tantos días, meses, quizás años, viendo pasar el tiempo a través de la ventana, que ya no podría salir a la calle, cruzarla y llegar hasta el puesto de castañas que adivino al otro lado, donde no me alcanza la vista, y pedirle un cucurucho a la vieja que atiza las ascuas en ese fogón improvisado en mitad de la calle. Lo siento. Al principio me rebeló esta muerte a tiempo cierto. No quería saber cómo ni cuándo, pero en esto la medicina ha avanzado mucho y ahora te dicen: “Le quedan seis meses de vida. Como mucho, un año”, y el paciente se muere en los aledaños del tiempo que le han marcado. Yo no. Estiro mi consciencia más allá de lo permitido. Y así pasa, que todo el mundo me ha retirado la compasión. Hasta mi hijo ha dejado de venir a sentarse en la cama para leerme un cuento. Entra, me pregunta qué tal estoy, y no vuelve a visitarme en todo el día. Clara hace lo que puede por disimular su irritación. Me dice que está contenta de encontrarme aquí todos los días cuando vuelve del trabajo, pero suena a dos por una dos, dos por dos cuatro... Una cantinela cansina. Ni Luci, mi perra, quiere darles calor a mis pies tumbándose en la cama. Tengo aparcado sobre la mesilla un libro: “La metamorfosis”. Me lo regaló mi cuñado hace poco y el detalle me llenó los ojos de lágrimas. Porque mi cuñado y yo hacemos pocas migas. Pero conforme iba leyendo, entendí la indirecta. Mi madre decía que se cruza solo al otro lado, que nadie te acompaña ni te puede quitar la angustia. Tenía razón a medias. Es verdad que eres tú el que se va, pero pides que no te suelten de la mano hasta que definitivamente seas ese cascarón vacío que no sirve para nada. Yo también quería que todo terminara. Sentí la agonía de mi madre como un pozo profundo de dolor del que deseaba salir cuanto antes, aunque esperaba que ella no lo notara. Ahora pienso que tal vez sí y por eso hablaba de soledad. Cojo las cosas del revés y las observo de otra manera. Los vivos tenemos esa condición de muertos futuros, pero vivimos como si fuera para siempre. Nos fastidian los que están a punto de pasar al otro lado y no se deciden. Así que comprendo que mi familia esté harta de mi prolongación de vida. Bueno qué, ¿te decides?, me interrogan todos los días con los ojos. Sin embargo yo sé que en cuanto el sol derrita el hielo de esta ciudad paralizada de frío, el calor me dará un nuevo plazo y entonces será indefinido y ellos no volverán a hacerme la pregunta. Simplemente me aceptarán como un vivo sin final conocido, igual que ellos, y todo volverá a ser como antes.

21/11/09

SOMBRAS

Anoche, mi madre me preguntó si había vuelto mi padre del campo. Le anudé la servilleta al cuello y le di cucharadas de sopa mientras la ponía al corriente de las últimas novedades del pueblo. Cuando se cansó, dejé el plato en el fregadero y volví con ella. - ¿Te casaste? - Me casé con Roberto. - Hiciste bien. Una mujer sin marido es como un árbol sin sombra. Saqué del cajón de la cómoda el álbum de fotografías y lo puse sobre la cama. Pasaba las hojas y ella recorría con su dedo huesudo las caras de mi padre, de mis hermanos, la de mi hija a la que dejó en la niñez y ya no reconocía. - ¿Qué hace? - Corre. - ¿Cómo que corre? - Sí, mamá. Tu nieta es deportista. - ¿Y eso por qué? - Porque le gusta. Mira esta fotografía cuando ganó la medalla. - ¿Tiene novio? ¿Se ha casado? - No, mamá. - Nadie se arrima. - Ella no quiere. - Una mujer sin... -... marido es como un árbol sin sombra. Lo sé mamá. Pero mi madre se quedó sola cuando aún no había echado los dientes de leche mi hermano Joaquín y nos sacó a todos adelante caminando once kilómetros a los pueblos vecinos para vender aceite y huevos. Mi padre. Un hombre grande y quemado por el sol, que no aguantó una pulmonía. Mi madre volvió a preguntarme por él, después guardó silencio, aguzando el oído, atenta al golpeteo de los cascos sobre las piedras de la calle, a la voz anunciando su llegada. Pero nada de eso ocurrió. Se removió inquieta en la cama, mirando a su alrededor como si buscara algo. Le pasé la mano por la cabeza, arreglándole el pelo. Luego seguimos mirando fotografías. Allí estaba ella sentada en el umbral de la puerta con las piernas cruzadas y las manos sobre el mandil, tomando el fresco con su amiga Rosa, con la mirada algo perdida. Ausencias. Así comenzó. Se ausentaba días enteros. Eran como viajes a lo más profundo del mar donde dicen que habitan los peces ciegos. Luego emergía algo aturdida y había que ponerla al corriente de lo que ocurrió mientras ella no estaba. - Viene todos los días a verte. Se sienta a tu lado y hace ganchillo. Como cuando tú... - Rosa ha hecho una colcha preciosa para su hija. ¿Cuándo vamos a empezar con el ajuar de la niña? Se echó un poco más sobre la almohada y dejó que sus ojos vagaran por las paredes encaladas hasta detenerse en la sombra de la lámpara. Se le iba la mirada hacia adentro. Le seguí hablando. De su nieta, de sus hijos que vienen a verla dos veces al año, de mi marido que hace tiempo que dejó de darme sombra porque no aguantaba la fatiga de las noches en vela, de los días sin descanso. Hasta que su mano se soltó de la mía y entró en un sueño del que ya no se despertaría nunca. Me quedé a su lado, en la mecedora, dando alguna cabezada, atenta a su respiración: soplo que hacía temblar las sombras con la luz incierta de las lamparillas de aceite, sobre la mesilla. Murió de madrugada. Lavé su cara con agua tibia. La vestí con el traje negro que dejó preparado en el arcón, para cuando llegara el momento, entre papeles de seda y bolitas de naftalina. Le puse las medias, los zapatos, los pendientes, el anillo de boda. Todo le venía grande a su cuerpo consumido. Después llamé a mis hermanos y a mi hija. Al funeral vino Alfredo. Hacía esfuerzos por no llorar. Quería a mi madre. Quizá por eso no pudo soportar verla perderse en la desmemoria. La estuvo mirando un rato, con una sombra en sus ojos, como si temiera que despertara. Luego se fue al rincón donde estaban mis hermanos y estuvieron hablando del trabajo, de la crisis, de lo mal que estaba todo. De vez en cuando callaban y echaban una ojeada rápida a mi madre, para volver inmediatamente a la conversación liviana. A la vida, en suma. Mi hermano Pedro se pasaba una mano por la barbilla, como si estuviera atento, pero yo sabía que él no prestaba atención, que estaba a sus cosas, como cuando mi padre le hablaba del campo y hacía como si lo escuchara. Cuando dejaba de hablar mi padre, le pedía dinero para tabaco y se iba. A mi hermano Pedro no le gustaba nada que oliera a campo. Por eso se marchó, para trabajar en Correos y casarse con una mujer de ciudad y tener dos hijos, chico y chica. Dos extraños para mi madre y para mí, que estudiaban en la Universidad y no vinieron al entierro de su abuela. A mi hermano Joaquín, en cambio, le gustaba el campo. Solía faltar a la escuela y perderse en los arroyos de los que volvía con las ropas destrozadas por las zarzas. Pero se enamoró de Adela, la nieta de Asunción la farmacéutica, y la siguió hasta la capital donde aprendió mecánica y abrió un taller de reparaciones. Los hijos, dos niños que llegaron cuando ya no los esperaban, fueron al entierro. Reían y gritaban en el patio, donde su padre los mandó para que no alborotaran en la casa. Rosa permanecía en la cabecera, sin decir palabra, con los ojos húmedos. De vez en cuando, un suspiro, luego un silencio resignado. Me acerqué a ella y le puse una mano en un hombro. Ella se volvió y dijo: “Se nos fue”. Yo asentí con la cabeza. Le ofrecí una tila, agua de azahar. “Un poco de agua”, dijo. Me fui a la cocina. Mi hija Maite abría el grifo. En el fregadero, varios fideos flotaban en el agua. La última sopa de mi madre. La jarra proyectaba una sombra estilizada que alcanzaba el vaso sobre el tapete que hizo a ganchillo en aquellas tardes de invierno, frías, interminables, al calor del fuego de la chimenea. - ¿Cómo estás? Maite se dio la vuelta y me abrazó. Yo me acurruqué un poco, retrasando el momento de soltarme. Al fin lo hice respirando hondo para aflojar la opresión del pecho. - Bien, hija, bien. ¿Y tú cómo estás? Te veo más alta- dije, aunque sabía que ella estaba bien y que no había crecido, que era yo que algo achiqué con los años. - Cansada. Se acercan los Juegos y el entrenamiento cada día es más duro. Pero estoy contenta. Estaba guapa mi hija. Se volvió hacia el fregadero y echó un chorrito de lavavajillas en el agua. Sacudió la cabeza y la coleta le bailó a un lado y a otro de la espalda. Como cuando era niña y corría por el campo para entrenarse y ganar las carreras que organizaba el Ayuntamiento. Volvía a casa llena de arañazos en las piernas. Yo me asomaba a la puerta y la veía venir, el pelo moviendo el aire como un abanico, sudorosa, sonriente, feliz, con su sombra pegada a los talones, intentando alcanzarla. “¿Cuánto he tardado?”, me preguntaba. Y yo quitaba un minuto o dos para que no se disgustara. Maite como su abuela. Y mi madre siempre regañándola. Porque parecía un chico subiendo a los árboles a coger los melocotones, los higos, los albaricoques; corriendo por esos campos, destrozándose las rodillas en caídas sobre el empedrado de la calle. “Tu hija te salió rara”, decía cuando la nieta se impacientaba con la aguja y el hilo y soltaba el bastidor sobre la silla. “¡Que no abuela, que no me gusta!”. Y se iba a la calle. “Te salió rara”, repetía mi madre mientras se asomaba por la ventana para verla correr perseguida por su sombra. “¡Déjala madre, ya tendrá tiempo!”, le decía yo. “Estas cosas si no se corrigen antes, luego no hay forma”, insistía ella. Y tenía razón. No aprendió a bordar, ni a coser, ni a freír un huevo. Sólo correr. Y allí estaba, fregando el plato de la última sopa de su abuela. Maite. El sol entraba esquinado y la sombra de mi hija se fue alargando en el suelo como un árbol alto y delgado. “Una mujer sin marido, es como un árbol sin sombra”, decía una y otra vez mi madre aquello que aprendió de la suya. Eché agua en un vaso y volví a la habitación. Rosa seguía alternando el silencio con suspiros. “Gracias hija” dijo antes de bebérselo de un tirón. Metimos a mi madre en el nicho, con mi padre. Los albañiles ponían la lápida y la sellaban con cemento mientras comentaban el último partido de fútbol. El sol estaba en lo alto y nuestras sombras parecían aplastadas como si fueran gnomos que hubieran salido detrás de los cipreses. Roberto se acercó y rodeó mi espalda con su brazo. - Ahora que tu madre no está, si tú quisieras... -comenzó a decirme al oído. - Pero no quiero- le corté yo. No le guardaba rencor. Me había acostumbrado a estar sin él. Y me encontraba bien así. Durante todo aquel tiempo había vivido sin su sombra, atendiendo a mi madre, recogiendo los melocotones, los albaricoques, las manzanas, y haciendo mermeladas y compotas. Y mientras lo hacía sólo pensaba en una cosa. “Algún día, cuando ella no me necesite, haré ese viaje”. Porque yo me enamoré de Roma cuando la vi en el cartel detrás de los cristales de la agencia de viajes. Entré y pedí un folleto. El empleado me dio una revista y me habló de los lugares que podría visitar y de cuanto me costaría. Así que hice y vendí muchas mermeladas. Y lo que me iba sobrando de los gastos de la casa, lo guardaba en la cajita de música que me regaló Maite para mi cumpleaños. Alzaba la tapa y la bailarina se ponía a girar con la música como si también se alegrara de que ingresara un billete más. Los albañiles habían terminado. Se bajaron de la escalera dejando la lápida despejada. Leí su nombre dorado varias veces, clavada en el suelo, sin decidirme a andar. Mi hija dio unos pasos y me cogió del brazo. Le di la espalda a la lápida y me dejé llevar hasta la salida. - ¿Qué piensas hacer?- me preguntó. Y añadió:- Podrías venirte a vivir conmigo una temporada, hasta que estés mejor. - Gracias hija, pero no quiero. Tengo cosas que hacer aquí. - ¿Cosas, qué cosas? - Vaciaré los armarios y le regalaré a Rosa ese mantón de Manila que tanto le gustaba. Guardaré la ropa de tu abuela en el arcón. Abriré la cajita de música, contaré el dinero, compraré un billete de avión y viajaré a Roma.

19/11/09

CUESTIÓN DE OLFATO (Finalista del V certamen de relatos Pompas de Papel)




El inspector Ramos se inclinó, abrió las aletas de la nariz y aspiró el aire. Tenía el mejor olfato del Departamento de Homicidios.
- El besugo es de ayer. El hielo no oculta el olor de los boquerones. La lubina, en cambio, es fresca- dijo a Rosa, su mujer, que esperaba su informe para hacer la compra.