3/12/21

TRAS LA PUERTA

 


Tomada de la red

Todos los vecinos disfrutan siendo testigos de la plácida felicidad de los inquilinos del quinto. Una pareja encantadora. Van a la compra juntos. Pasean enlazados del brazo y saludan amables, al paso. Él le coloca bien la bufanda al cuello. Ella lo deja hacer y sonríe con ternura.

Por la noche, cuando el ajetreo diario de los pisos se apaga, la menor de las hijas del matrimonio del cuarto refiere a sus padres que oye restallidos de cinturón y quejidos ahogados por puño en boca. Ellos la escuchan, condescendientes, mientras la arropan. Dicen que siempre tuvo mucha imaginación. También buen oído para la música. 


5/10/21

EN CASA #MostolesNegra

 


Tomada de la red

Llevaban días peinando el parque del Soto y no la habían visto. Tal vez estuvo atrapada en una cuna de vegetación en la orilla del lago y la soltó el picoteo de un ganso. La madre sofoca un sollozo cuando identifica los colores algo gastados de la pelota que juega con el agua. La compró ella para que el hijo callara, que al novio lo encienden sus lloros. Le tiembla la barbilla con las lágrimas ahogadas. Él la abraza fuerte. Mucho. Contra su pecho de hombretón. Para asfixiar sus palabras y que no hable de sótanos y sogas. La policía seguirá rastreando la zona.

3/10/21

CLYDE

 

Tomada de la red

 

Ella se enredaba siempre con los chicos malos. «Acabarás mal», le advertía su madre. «Pasaré a la historia», contestaba ella. «A que no consigues unas bolas de anís del tendero Jhou», le retaba su compinche de turno. Y volvía con un caramelo en la boca y una bofetada en la cara. «Acabarás mal», le dijo el Sheriff Logan al detenerla cuando estrelló el coche del alcalde contra un árbol. «Sí, pero pasaré a la historia». Tenaz y fantasiosa, no dudó en largarse con aquel ladronzuelo de comercios y gasolineras. Había que pensar a lo grande: unos cuantos robos a bancos y habría ganado su lugar en la Historia.

1/10/21

LA CONDENA



Tomada de la red

Lo arrebata la belleza. El agua corre ligera y transparente. Refleja la fragilidad de la niña sentada a orillas del lago. La mano infantil atesora flores. Él se acerca y se arrodilla a su lado. Tan grande y delicado con los tallos. Flotan los nenúfares en bamboleo feliz. Agotadas las flores.  Él, que está hecho de muerte, ama la vida. Se levanta, brazos caídos. Se detiene. Le inquieta la ingenuidad de una acción que asoma un hilo de tinieblas. No quiere mojarla. ¿Por qué tiene que hacerlo? le pregunta con la hondura de una súplica en sus ojos a Mary Shelley que blande su pluma, a punto de sentenciarlo a la mayor muerte de todas: la infinita soledad del monstruo, condenado a vivir el rechazo y el horror para siempre en las páginas de su relato.

15/7/21

CHAPOTEOS INFANTILES EN AGUAS DULCES. FINALISTA DEL MES DE JUNIO DEL CERTAMEN DE RELATOS SOBRE ABOGADOS

 

Tomada de la red

La fuente era lugar de alborozo, resbalones, caídas al pilón y risas infantiles. Hasta que conocimos la historia de los cocodrilos en las alcantarillas de Nueva York y le cogimos canguelo al colector de la pared lateral de bajada a los caños. Pasábamos delante con los ojos cerrados en un gesto de si no lo veo no existe.

Excepto Mario, el niño más triste del pueblo. Iba con el burro y sus aguaderas de esparto a llenar los cántaros al atardecer y pasaba sin miedo al desagüe.

Cuando Mario desapareció hubo un silencio de alquitrán, con cuchicheos de adultos sobre el padre.

El día de los difuntos descubrimos una nueva tumba en el cementerio. Aprendimos que los monstruos no viven en las alcantarillas.

Decidí que cuando fuera mayor mi empleo consistiría en defender a la población más vulnerable para erradicar la violencia de sus vidas. Oportunidades no iban a faltarme.

10/7/21

DESCUBRIENDO A MARTA

Tomada de la red. 

Nos quedamos solas cuando la tarde se pegó el tiro de gracia en el acantilado. Dije que no quería volver. Unos metros más abajo se instaló definitivamente la negrura. Novilunio y las estrellas sin lumbre para romper los diques de las bombillas de la feria del pueblo. No se movía un beso de pluma de aire. Las dos achicadas por la guillotina que cercenaba el tiempo y nos separaba.

El instituto me parecía lejano y brumoso. Las aulas con sus alegrías y sus tristezas estampadas sin tinta en las paredes. Aquel desgraciado asunto. Las burlas y el vídeo que los años iban cubriendo con capas de olvido cada vez más gruesas. El recogimiento de las cochinillas.

Los inicios del verano y la pandilla refugiada en el gimnasio, sin ganas de botar un balón, ni colgarse de unas espalderas para mostrar músculos. La cabeza de Mari Cruz echada sobre mi regazo. Yo haciendo y deshaciendo trencitas con su pelo malva y ella chateando en el móvil con Rubén, tirado en los bancos, a dos metros de distancia. ¡Mira, tía, mira, tía, mira tía, qué fuerte, tú!, decía, todo lo agitada que le permitía la desgana estacional. Hemos quedado esta noche. De esta noche no pasa, anunció como otras veces había hecho a lo largo del curso. Y yo me encogía de hombros mientras admiraba la perfección de sus pies rematados en uñas pintadas de cielo y nubes.

Tan lejano el instituto. Tan lejana la infancia.

La madre de Mara daba cursos de buceo. Mi padre dijo lo de otras veces, que había que probarlo todo. Una forma de quitarse el traje de vendedor de seguros, de señor formal con mujer e hija. Él se apuntó y yo lo acompañé. Rocío se presentó como la madre soltera de una hija mulata de pelo rizado negro azulón y ojos verdes. Lo llevaba con orgullo y hacía ostentación ante los desconocidos de que fue por elección propia, nada de tropiezos y abandonos. La hija ayudaba a la madre en la preparación de los equipos. Los tanques de oxígeno, las máscaras, los tubos y los trajes de neopreno se distribuían por doquier en La cueva.

La primera inmersión fue un tajo seco con la tierra. Silencio y borboteos. Cuerpos libres en líquido amniótico marino. El principio de todo. Un descubrimiento. Había otro mundo, como hebras flotando ligeras: el pelo de Mara. Mara y el mar. Pasaron unos segundos que dijeron hora. Y subimos a la realidad del vozarrón de papá, encantado con la experiencia, a la risa de pájaro de Rocío, a las paletas blanquísimas y separadas que dejaba ver la sonrisa de Mara.

Nos hicimos inseparables. Me enseñó las grutas del Roquedal y pasamos tardes de helados derretidos y sabores mezclados, puentes de chicles de boca a boca que íbamos recogiendo con los dientes. Me hice asidua a la casa de Rocío, a sus bocadillos de cualquier cosa que encontrara en el frigorífico. A las cenas con olor a sal y sabor a atún a la puerta del negocio de submarinismo. Y mis padres encantados de perder de vista a la pesada de todos los años, protestando en cada pueblo de los alrededores que tanto les gustaba visitar.

Último día de vacaciones. El tiempo había volado ligero, ligero y audaz hacia la despedida.

 

El cielo estalla en racimos de lágrimas blancas, árboles y arbustos de colores, centellas de largas colas y espirales locas. Entre los silbidos y las tracas, llegan risas dispersas de infancia. Mis padres estarán en la playa, disfrutando del espectáculo. Tal vez asome en su ánimo una esquirla de adelanto de la nostalgia.

Sin hablar, nos levantamos y comenzamos a andar la una al lado de la otra en dirección al gentío que jalea los fuegos artificiales. Vamos tristes. A medio camino enlazamos nuestras manos. Y unos metros antes de llegar, nos besamos detrás de la roca donde se cocinan los amores de verano. Después los dedos se van desligando. Los meñiques resisten el último tirón. A Mara se la comen las sombras de camino a La cueva. Yo sigo en la vereda de las estrellas falsas que rabian de luz en la noche cerrada.

7/7/21

FLORES EN UN BANCO DE CORAL

 


 

Tomada de la red


Saco una pierna, luego la otra. Vuelvo a fijarme en la rubia del póster. Ahora le toca a un brazo, luego al otro. Repaso lo que hay sobre la mesa. Tarros llenos de maquillaje, pinturas de colores, esmaltes de uñas, barras de labios, máscara de pestañas, perfiladores, coloretes, correctores, gloss... Me pongo manos a la obra. Cubro todo mi cuerpo con pintura de color carne. Bebo un poco de agua marina y descanso unos minutos. Continúo. Dibujo unos párpados de ensueño. Camuflo mis ojos saltones. Me coloco las pestañas postizas. Corto mis uñas curvilíneas de las manos, menos la del meñique derecho. Las pinto de rojo. También las de los pies. Me pongo la peluca y me estudio frente al espejo. Quito algunos brillos de aquí y de allá, los últimos retoques. Me pongo con cuidado la blusa de muselina de manga larga de colores fucsias y amarillos. Repito movimientos con el pantalón negro de punto de seda. Me calzo unas sandalias doradas de tacón de plataforma. Doy unos pasos inseguros por la habitación. Paseo y cojo confianza. Una buena ración de perfume para intentar camuflar el olor, me cuelgo el bolso de un hombro y salgo.

      El señor del taxi me mira a hurtadillas y abre la ventanilla del automóvil. No da rodeos, va derecho a la dirección. Me encuentro en la plaza. Miro hacia el edificio infectado, tan temprano, de personas que buscan un lugar preferente. Sonrío. Avanzo despacio, con cuidado de no caerme, de no rozarme y que se vaya la capa de pintura. Gente amontonada en la otra acera. Gente por doquier, empujándose, intentando coger el mejor sitio. Conforme me acerco, todos se apartan, giran la cabeza hacia un lado y hacen mohines de asco. Ni litros de perfumes conseguirían camuflar el intenso olor del mar. Hacen un pasillo a mi lado. Un mendigo echado en un banco levanta la cabeza, abre las aletas de la nariz y mira desconcertado a su alrededor. Me localiza, se queda un instante en silencio y luego me dice: «Así que has venido. Así que estás aquí», después suelta una de esas carcajadas espeluznantes que ponen las escamas de punta a cualquiera, y vuelve a echarse.

       Estoy a un lado de la alfombra roja, justo en la puerta del cine. El mejor lugar, sin duda. Muero por un trago de agua de mar. Muero por unas algas. Muero por nadar en el pasillo de luz que abre el sol en la superficie marina. Muero por llegar al fondo y sacar mi collar de perlas del cofre y jugar con ellas mientras miro y remiro las fotografías plastificadas. Abro mi bolso y saco mi botella azul. Doy un trago largo. Dos jóvenes con jeans pegados a la piel, camisetas negras y botas de cow boys, beben de sus latas de cerveza sin dejar de hablar y de reír. De cuando en cuando dan saltitos y chillan. Tienen la nariz y los labios perforados por aros y piedrecitas brillantes. Me miran. Olfatean el aire, se encogen de hombros.

     El tiempo parece detenido en las aceras atiborradas de cabezas, de troncos, de piernas, de brazos... Las guirnaldas de flores abrazadas a las farolas se enlacian con el calor. Algunas ya han muerto, aplastadas por una mano que buscaba apoyo. Me gustan las flores. Como esos nenúfares que pasean insectos en los estanques. El agua siempre lleva naturaleza viva en sus arterias.

     Primero es un murmullo que va creciendo, creciendo, hasta convertirse en un clamor cuando la limousine sube por la calle y se detiene, suave, ante la entrada del cine. Siento como un cosquilleo raro en las puntas de mis dedos, en mis pies. Siento que puedo desaparecer ahora mismo, líquido que se evapora y sube al cielo tan azul, tan quieto, tan abrasador. Bebo de mi botella hasta apurar el agua.  Sale un tipo mal encarado del coche, con un cable enrollado a la oreja. Sale otro. Unas sandalias plateadas con unos tacones de vértigo y un tobillo rodeado por una cadenita con campanillas que tintinean aparecen en la portezuela de atrás. Saca el cuerpo y la cabeza y saluda, aunque a nadie le importa porque todos, todas, lo esperamos a él. Da unos pasos, se echa a un lado. Y entonces aparece y a mí se me va el líquido por los ojos de pura emoción. Pero no puede ser. No debo. Hago mis ejercicios de concentración, esos que he ensayado hasta el agotamiento durante años, recostada en las rocas de mi isla. ¡Es tan bello! Camina por la alfombra, al lado de la morena que no deja de saludar, con la cabeza alzada, enseñando una hilera de dientes perfectos, blanquísimos, más bonitos que las perlas de mi collar. Él levanta un brazo y también saluda. Huelo su perfume. Siento el aleteo de sus pestañas. La humedad de sus labios cuando pasa la lengua con ese gesto tan suyo. Me preparo. Empujo un poco a las jóvenes de los pantalones ajustados. Dos pasos más y lo tendré a la altura. Lo tengo. Grito su nombre con tanta fuerza que, sorprendido, se vuelve. Le tiendo la mano y él la recibe. Antes de retirarla, ya llevo en la uña del meñique un jirón de su piel. Continúa andando, algo contrariado. Atento al saludo, a un lado, a otro, ella pegada a su costado, los gorilas detrás, también atentos, pero no tanto. Subo el dedo hasta el centro de mi cuerpo, perforo la tela y dejo entre mis escamas el tesoro guardado en mi uña. Ya está. No sé cuánto tiempo hace falta para que alumbre el mestizaje Ahora solo queda esperar a que brote mi flor en el banco de coral.

27/6/21

EL PLUMIER

 


 

Tomada de la red.

Lo tenía siempre en exposición en el escaparate de la papelería, entre libretas, cuadernos Rubio, estuches de pinturas, una biografía de Felipe II y La enciclopedia Álvarez con sus niños bien alimentados en portada. El plumier tenía dos alturas. Elaborado en madera de pino barnizada y con unos arabescos ahumados. Olía a nuevo. A estrenar. Se lo hice sacar a la señora Otilia varias veces para enseñárselo. Descorría la tapa y luego giraba el piso de arriba, desde un lateral, para mostrar el sótano de aquella casa de lápices, gomas de nata y sacapuntas. Soñaba con aquel plumier.

Durante el periodo escolar de Primaria la maestra decidió hacer dos competiciones para, según dijo, estimular el esfuerzo en el estudio de las asignaturas más importantes: Matemáticas y Lengua. En la primera yo aún no alcanzaba la edad requerida: competían las más mayores. En aquella ocasión el premio consistió en un estuche con regla, cartabón, escuadra y compás que mostraba muy orgullosa, abierto sobre el pupitre, Raimunda la alumna más rápida en cálculo de todas las niñas del mismo nivel.

Aunque era una de las alumnas más jóvenes, tenía la edad mínima que estipuló la maestra para que yo pudiera competir en Lengua. El premio, según anunció con mucho bombo, era el plumier, o regalo similar, a escoger de la papelería de la señora Otilia. Desde ese momento me propuse conseguir el ansiado trofeo. Yo era buena en la asignatura. Solo flojeaba un poco en ortografía. Así que hincaría los codos para no fallar en tildes, bes, uves, haches, hiatos, diptongos y otras normas de la gramática. La única rival para mí era Luisa, la niña de la casa más alejada del pueblo y ella estaba siempre enfangada con el cuidado de sus hermanos, sin tiempo para estudiar. De las demás no había nada que temer. La hija del médico se sentaba a mi lado, era poco espabilada y tenía cero posibilidades de conseguir el plumier, así que no se inscribió en la prueba. Era una niña antipática y soberbia que nos miraba por encima del hombro y nunca se mezclaba con nosotras en el patio. Ninguna la queríamos.

Los días previos a la competición los pasé estudiando normas de ortografía y haciendo análisis morfológicos y sintácticos hasta agotar todos los ejercicios del libro. Me sabía al dedillo las oraciones compuestas y cómo analizarlas hasta conseguir no cometer ni un solo fallo. Conseguí que mi amiga Merche colaborara conmigo con dictados y otras pruebas que yo pedía que me hiciera. A cambio, le prometí prestarle todo un día el plumier cuando lo consiguiera. Centrada como estaba en el premio, no me percaté de la sonrisa burlona de mi compañera de pupitre. Más tarde supe el porqué de su felicidad.

Gané la prueba, sí, pero no el plumier que había desaparecido del escaparate de la señora Otilia. Lo había vendido después de meses sin que nadie se interesara por él al ser un artículo caro. El mismo día del examen, después de que la maestra diera a conocer los resultados, la hija del médico sacó de su mochila el plumier, lo abrió y lo mostró en todo su esplendor, cargadito de lápices, gomas, sacapuntas y rotuladores. Tuve que conformarme con la biografía de Felipe II. Cuando me entregaron el premio, a duras penas conseguí controlar el llanto y la frustración con una sonrisa forzada.

13/6/21

GLORIA, ESE ES MI NOMBRE

 


Tomada de la red

 

Al profesor le gustaba relatar las mayores gestas de la Historia. Buscaban la gloria, apostillaba una vez sí, otra también. Con el peso de una noche de alquitrán en los párpados, Gloria, la todo huesos y ojeras góticas, escuchaba la voz cavernosa de Santiago como una nana que invitaba al sueño. Solo la sacaba de la modorra escuchar la palabra gloria. Ese es mi nombre murmuraba antes de caer de nuevo en el letargo.

Noches de botellón, nachos y patatas fritas antes de volver a casa donde la esperaba la Pesadilla con mayúsculas de aquel que usurpaba el título de padre.

Mediodía de una primavera con lluvias finas lamiendo los cristales, evocación de borrachera de azahares en los naranjos de los patios y reverberación de coros del aula vecina de música. Historia. Guerra de los Cien Años. El profesor unió a Juana de Arco con la gloria. Fue escucharla y deshacerse del sopor. La intrigó esa mujer. Pidió salir a los servicios. Se mojó la cabeza y regresó lo suficientemente despierta como para empaparse de toda la historia.

Así que se trataba de eso: cortar cabezas y ganar batallas.

Lloraba, claro que lloraba. Un crimen horrendo, querida, decía el director del instituto mientras le ofrecía una caja de clínex para que limpiara los churretes de rimmel. Pagará el culpable, decía. Y ella cabeceaba y lloraba. Lloraba y asentía. Se hará justicia, Gloria. La palabra justicia unida a su nombre la emocionó aún más. Bajó un arroyuelo estimulante de lágrimas hasta el cauce del canalillo del pecho.

Cuando salió del despacho iba flotando por el pasillo. Gloria, ese es mi nombre, contestó, más lúcida y espabilada que nunca, a la llamada de Santiago, el profesor de Historia.

20/5/21

RELATO FINALISTA DEL MES DE ABRIL EN EL CERTAMEN CONVOCADO POR LA MICROBIBLIOTECA

 


 
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Invisibilidad de las cadenas

Ni los pies desollados, ni las llagas infectadas de las manos. El ritmo desbocado del corazón. Eso era lo que la preocupaba. No podía detenerse. Ahora no. Vio la luz al fondo. Una claridad diluida en la negrura de aquel nido de serpiente, como llama oscilante de vela. Avanzaba con un soplo de mano en la nuca a punto de agarrarla. No podía creer que hubiera llegado tan lejos. Cuándo ocurriría. Cuándo la devolvería al cautiverio. Sin embargo, cinco pasos, cuatro, tres, dos, uno, y el sol cegando sus ojos maltratados por la oscuridad. Los cerró y levantó la cara al calor. Después bajó la cabeza y corrió. Una carrera corta con parada en seco. Comprendió por qué la había dejado escapar después de, no llevaba la cuenta, años encerrada. Entendió, aterrada, lo ficticio de su liberación.

PERDIDOS. FINALISTA DEL CERTAMEN DE RELATOS DE ABOGADOS DEL MES DE ABRIL


Tomada de la red.

Como abogada, asesoro a familias desfavorecidas para que, al renovar sus contratos de alquiler, consigan un precio asequible a sus escasos medios económicos, pero también existen otras alternativas para canalizar mi energía al servicio de los más vulnerables.

Una vez al mes me doy una vuelta por el barrio donde las ratas campan a su libre albedrío, hay cortes continuos de luz y agua corriente y las calles se convierten en un barrizal cuando llueve. Deambulo entre las chabolas con la mochila abierta y los bocadillos mostrando su envoltura plateada. Uno tras otro se los van llevando las manos infantiles hambrientas de pan y abrigo. Cuando la noche cae en el desierto de oscuridad, es hora de regresar. A veces sin nada. Otras, escucho la voz que me llama mamá. Una mano pequeña se agarra a la mía de manera natural y no se suelta hasta que llegamos a casa. 

17/4/21

DE ÁNGELES Y DEMONIOS. FINALISTA EL MES DE MARZO DEL CONCURSO DE RELATOS DE ABOGADOS

Tomada de la red

No he conocido a nadie más resiliente que tú, con excepción de Lucía. Siempre ponías el cuerpo para evitar un desahucio. Defendías un derecho constitucional aunque no supieras de leyes. Pan y techo, niña, pan y techo. Fuiste mi faro para elegir profesión y ponerla al servicio de los desposeídos por la avaricia. Pero hoy me siento derrotada. Construir una vivienda con material urbano: trozos de madera, bancos rotos, donde guarecerse de la lluvia y los amaneceres de hielo en esta ciudad deshumanizada, fue la prioridad de Lucía. Cualquier cosa le valía. Todo provisional hasta que yo consiguiera ganar el juicio contra el fondo buitre que la dejó en la calle con sus hijos. Anoche unos desalmados prendieron fuego a la chabola que ardió, con ellos dentro. Atrancaron la puerta por fuera. Una tea siniestra iluminando un cielo negro como hollín. Ahora los tienes de vecinos. Cuídalos bien, abuela.

7/4/21

MICRORRELATOS PUBLICADOS EN LA SECCIÓN LIEBRE POR GATO DEL PERIÓDICO INFOLIBRE




Tomada de la red


DE HÉROES Y VILLANOS

La abuela. Exquisita con el bastidor sobre el regazo, la aguja enhebrada entre índice y pulgar y el meñique levantado en una curva deliciosa. Desde la cancela que da al patio admiro la bella imagen, escucho el punzón horadando la tela, tensa y delicada como vejiga pulida de zambomba, saboreo, aún sin llenar mi boca, la canela del arroz con leche enfriándose en la cocina. La abuela es calma y ternura infinitas. A no ser por ese hedor en las manos que en vano intentó eliminar con jabón y agua. Yo huelo a capa ahumada y carne abrasada. Ella, a pólvora.


 

MIEDOS

Hace días que llueve sin parar. Sirimiri que empapa la tierra. Escuchamos cómo repica arriba. «El agua limpia, es hora de salir», ordena papá y empuja a mamá hacia la puerta. Ella retrocede. «Ve tú», se rebela. No ocurrirá como cuando entramos. Obedientes, sin chistar. Porque él tenía sus fuentes fidedignas, dijo. Lo sabía. Y acatamos su decisión como cabeza de familia. Incomunicados, a fuerza de aislamiento, nos ha dado por pensar. Mamá, Marianela y yo hablamos mucho, debatimos sobre cosas importantes como qué hacer para conseguir el mejor tomate del mundo y los beneficios de comerlo en abundancia en ensalada, gazpacho o salmorejo. Llegamos a conclusiones y acuerdos y lo escribimos todo. Papel y lápiz no nos faltan de momento. Papá no participa. Se va a un rincón, enfurruñado. Dice que nadie le hace caso. Que él es el padre y se merece un respeto. Dice esas cosas viejas. A veces llora. Yo creo que en el fondo, muy en el fondo, piensa que se equivocó. Hace tiempo que nosotras creemos que no hubo una explosión nuclear y que el aire no está envenenado. Pero hemos decidido que sea él el primero que salga y huela su primera rosa.


TRAS LA PUERTA

Todos los vecinos disfrutan siendo testigos de la plácida felicidad de los inquilinos del quinto. Una pareja encantadora. Van a la compra juntos. Pasean enlazados del brazo y saludan amables, al paso. Él le coloca bien la bufanda al cuello. Ella lo deja hacer y sonríe con ternura.

Por la noche, cuando el ajetreo diario de los pisos se apaga, la menor de las hijas del matrimonio del cuarto refiere a sus padres que oye restallidos de cinturón y quejidos ahogados por puño en boca. Ellos la escuchan, condescendientes, mientras la arropan. Dicen que siempre tuvo mucha imaginación. También buen oído para la música.


12/3/21

ROMPER AMARRAS

 



 Tomada de la red

Cuando ella nació llevaba marcado, sin hierro, pero doloroso e imborrable, el destino que le habían preparado como mujer. Su madre se lo comunicó en cuanto tuvo edad para hacer las faenas de una casa. Búscate un buen marido que te mantenga, le dijo, apenas brotaron los primeros signos de que estaba lista para formar una familia. Ella no tuvo que buscar nada. Él llamó a su puerta. Un hombre enviciado que pronto lo perdió todo jugándoselo a las cartas.

            El retorno al hogar de su infancia duró lo que tardaron en comerse entre madre, padrastro y hermanos los lomos en aceite, los jamones, tocinos, chorizos y morcillas de la matanza del cerdo que se llevó con ella en orzas y artesas. Vuelve con tu marido, le dijo la madre, que es con quien una mujer casada debe estar. Aquella devolución no era nada inhabitual para la época en una sociedad cerrada y tradicionalista como aquella; y menos en un pueblo. La mujer debía resignarse a lo que le había tocado. Sufrir en silencio.

            Pero ella no regresó jamás con él. Aceite y huevos. De ahí le vinieron los ingresos para sacar adelante al hijo y a la hija que le quedaron tras la muerte de otros dos. Se levantaba cuando aún el gallo no había cantado en los corrales. Envuelta en su pañoleta de luto perenne, armada de cesta y bidón, con sus alpargatas desgastadas, hacía el camino de su pueblo a otro más grande a pie, ida y vuelta nada más acabar de vender la mercancía. Veintidós kilómetros en total. Fue un ejemplo que siguieron otras mujeres, consiguiendo independencia económica como vendedoras, limpiadoras o cuidadoras por cuenta ajena, decididas a no aguantar maridos borrachos, jugadores y maltratadores. Mi abuela.

11/3/21

RECREACIONES EN PAÑUELO DE ENCAJE. MICRORRELATO INCLUIDO EN EL RECOPILATORIO DEL CONCURSO DE MICRORRELATOS DE LAS CUENCAS MINERAS

 

Me siento bien. Abro la puerta y salgo al rellano. La señora Lucía me saluda con la mano desde el fondo del pasillo. Le pregunto qué tal está y ella desaparece tras la puerta de su apartamento sin contestarme. Mientras espero al ascensor intento recordar a qué he salido. Voy a por pan. La calle está solitaria y mojada. Han baldeado. Corre una brisa agradable. En la panadería huele a miga y corteza calientes. A mi madre la enfadaba mi costumbre de comerme un pico de la barra antes de llegar a casa. Siento el pescozón como si me lo diera allí mismo. Ese trocito de pan era como un beso robado. Mi madre cantando el Garrotín mientras pedalea en la Sínger. Vuelvo con la barra debajo del brazo.  Entro en el portal. No hay nadie en la portería. El motor del ascensor hace un ruido muy desagradable. Le cuesta subir. En el segundo se ahoga. Tose. En el cuarto hace amagos de pararse. ¡Ahora no!, quiero gritar, pero no me sale la voz. Cuesta respirar dentro. Falta aire en esta caja cerrada. Sobreviviré de Gloria Gaynor se cuelga del recuerdo de Mario, su risa en el garaje de Rafa, el primer cubata, un beso en el pelo mientras bailábamos. Mario, mi Mario. Unos centímetros más bajo que yo. Mario, mi Mario. El ascensor se detiene. Alivio de soplo de oxígeno. Entro en mi casa. Estoy sola. Sola. Sudo. Hace mucho calor. Abro la ventana. Me siento en mi sillón. La televisión me mira con su túnel rectangular negro, negro. Las paredes. Tengo que pintar las paredes. La del comedor, salmón clarito, mi color preferido. Nuestra habitación, amarillo pálido. La de las niñas azul cielo. El baño, puede que gris humo. La cocina, marfil…

Llega. Se está acercando. Una extraterrestre. Me reiría. La risa, que todo lo cura, ahora duele como si ardiera y me abrasara por dentro. Que cómo estoy, dice. No sé. Estoy, Ella me trae ánimos. La última radiografía, mejor que la anterior. Se va a recuperar, ya lo verá. Yo cabeceo un poco. Ahora van a darme la vuelta, me avisa. Bocabajo respiro mejor. Pero no digo nada. Tienen que hacer no sé qué cosa. Yo hoy he salido a comprar el pan. Mañana comenzaré a pintar mi casa, empezando por la salita de televisión donde tantas noches leemos Mario y yo. Su color será verde esperanza. Violeta Parra entra y da las Gracias a la vida.                 

10/3/21

UNA ENTRE TODOS. FINALISTA DEL CONCURSO SOBRE HISTORIAS DE PIONERAS CONVOCADO POR ZENDA

Tomada de la red

Hay un alboroto de jóvenes acercándose a la puerta. Ríen y saltan, excitados. Ella contiene el temblor de sus manos abrazando los libros contra su pecho. Dentro bailan las letras, se reúnen en danzas de palabras que engarzan párrafos. Las comas, los puntos y comas, las comillas, los puntos y los puntos y aparte. Grandes familias de relatos que guardan los conocimientos como tesoros en sus páginas. Y los números se suman y restan, se descomponen, despejan incógnitas, dan sentido al universo, se ordenan y desordenan. Camina despacio, aunque tiene hambre de saber. Ganas de llegar a las aulas. Pero también de sentir sus pasos en la mañana aún fresca, el batir de alas de algunas palomas, su zureo en el alféizar de los ventanales, entre cornisas y estatuillas, entre escudos y frases en latín. «Conserva celosamente tu derecho a reflexionar, porque incluso el hecho de pensar erróneamente es mejor que no pensar en absoluto», recuerda a Hipatia de Alejandría mientras avanza un pie y luego el otro, amordazados en zapatos de hermano.

            Pasa una mano por la cabeza y siente las puntas como pajas pequeñas. Por un momento echa en falta su pelo largo. Al cruzar el umbral baja la vista, los ojos húmedos por la emoción. Y siente agradecimiento hacia su abuela, la loca bruja que le enseñó las letras bajo las llamas del candil, que supo desde mucho antes que ella misma, que lavar ropa en el agua helada del río, cocinar en el caldero para todos sus hermanos, ser criada y no señora de sí misma, no era futuro para su nieta.


17/1/21

LA HUELLA

 


 

Tomada de la red

El último curso de Primaria tuve a una profesora que aunaba fantasía, ensoñación y amor por la lengua con una dosis de evasión y alta valoración de sí misma. Combinación que, en mi caso, consiguió que saliera de mi letargo de niña que aprende la lección y hace bien los deberes y entrara en el mundo de la imaginación.

            Era una mujer que lucía una rebeca azul de punto con los bordes deshilachados de las mangas como si fuera una prenda de alta costura. Tenía estilo. Su cuerpo flexible se alzaba sobre unos pies que caminaban como si fuera siempre de puntillas. Casi nunca la oíamos llegar, parecía como si levitara. Su risa, en cambio, era desgarrada y estridente.

            No usaba la palmeta, ni pegaba, aunque podía ser cruel en sus comentarios generales, por los que yo nunca me sentía aludida. Fueron escasas las ocasiones en que se enfadó conmigo, mostrando su cara menos amable y más despectiva. Yo me quedaba con lo mejor de ella.

            Una tarde aburrida de bordados y bastidor trajo un tocadiscos y nos puso un vinilo de Salvatore Adamo. Ocurrió una sola vez. Sospecho que a alguna madre aquello no le pareció instructivo y dio la correspondiente queja. Otras veces nos hablaba de películas que había disfrutado en cines de ciudades que visitaba y que nosotras tardaríamos en ver. Las llevarían al pueblo después de que pasaran años de su estreno.

            Cuando llegaba la primavera solía quedarse ensimismada más a menudo. Yo me preguntaba qué estaría pensando. A veces soltaba las manos enlazadas debajo de la barbilla, se levantaba de su sillón, daba la vuelta a la mesa, se apoyaba con ellas en el borde, afianzaba un poco el cuerpo en el tablero, nos miraba con ojos soñadores y nos hablaba del viaje que tenía proyectado hacer ese año y de que solo le faltaba por conocer de España un trocito de la cornisa cantábrica. Daba algunos brochazos de color de los lugares que había visitado: sus bailes, los platos típicos, sus maravillosas iglesias y catedrales, antes de mirar su reloj de pulsera y dar unas palmadas mientras anunciaba la hora del recreo o nos mandaba a casa.

            Ocurría de vez en cuando y era como si estuviera en estado de gracia. Ninguna otra maestra lo hacía ni lo había hecho nunca. Después de unos ejercicios de Lengua que era la asignatura que a ella y a mí nos gustaba, iba a la pizarra, los borraba todos, y, en letra bien grande escribía: Redacción libre. Podíamos aburrirnos, crear, soñar, hacer, en definitiva, lo que nos diera la gana. Éramos libres.

            Unos años después de acabar el curso me fui del pueblo. La veía cuando yo regresaba en verano a pasar unos días. Nos saludábamos con las palabras convencionales e insulsas del cómo estás y poco más. Excepto en una ocasión. Una de las dos estaba sentada en la terraza de un bar y la otra se acercó. Creo que fue mi compañero el que le habló de alguno de mis relatos y entonces ella dijo: No guardo ningún escrito. Con la excepción de una carta de un obispo y un cuento tuyo. No supo decirme de qué trataba el cuento, aunque sí que estaba escrito a lápiz y en una hoja de un cuaderno de dos rayas. Ella murió hace unos años. Supongo que el escrito no sobrevivió. Me dejó la afición por la escritura.

14/1/21

ÚLTIMAS TARDES DE ESCUELA

 

                                  

Tomada de la red

 

 Al lado del encerado de mi clase, había un globo terráqueo que mi maestra giraba con la mano, durante las tardes de calor, poco antes de las vacaciones estivales. Señalaba con el dedo índice algún lugar del mundo mientras evocaba su último viaje de verano. Yo bordaba una sábana de su ajuar con interminables ramilletes de flores, bodoques, y filtiré. Mientras la aguja perforaba la tensión de la tela en el bastidor, arriba y abajo, arriba y abajo, me unía a su evocación, y la escuela, los pupitres y los bancos de bordar, se convertían en una cocina de Islandia, en unos jardines de París, en un salón de Austria o en un canal de Venecia. Dos minutos antes de acabar la clase, ella siempre volvía a Medina Azahara, a sus fuentes, a sus arcos, a sus colores y a su luz. Y yo con ella.