20/3/19

EL LA, LA, LA

Tomada de la red


A finales de los años sesenta, mi vida se centraba en cuatro actividades principales: desollarme las rodillas durante las numerosas caídas en las calles sin asfaltar de mi pueblo, participar en «Radio Chupete», concurso de canto que organizaba con mis amigas en un rincón de la fachada de mi casa y hostigar a mi madre para que transformara una y otra vez mis vestidos, faldas y pantalones en otros modelos más a la moda. También registraba los arcones y si sacaba,  por ejemplo, una capa forrada de terciopelo con la intención de hacerme una falda, ahí estaba mi abuela  con su dosis de mala leche para cortar en seco cualquier intento de reciclar su ropa, la del abuelo o el fruto de alguna herencia, como era el caso de los mantones de Manila. Y la última y más importante: ver completa la retransmisión del Festival de Eurovisión.
            El Festival de Eurovisión se celebraba una vez al año y era cita obligada plantarse frente al televisor de quien lo tuviera, pues no todas las familias podían permitirse comprarse uno. Había que auto-invitarse para ir de gorroneo a la salita de una vecina de confianza y ocupar sitio frente al aparato. Los hombres no asistían a aquel acontecimiento; volvían del campo o del bar, cenaban y se iban temprano a la cama. Tenían suerte porque de nada servían las indirectas de la dueña de la casa, cansada a veces de ver la televisión y con ganas de retirarse, de allí no nos movíamos hasta que finalizaba el evento.
El 6 de abril del 1968 tuvo lugar en el Royal Albert Hall de Londres la gala del Festival de Eurovisión. Ganó una jovencísima Massiel con su La, la, la. Todas le perdonamos que se moviera un poco como un robot, dadas las circunstancias. Aquello fue el acontecimiento del año. Salió en el NO-DO como un hito histórico nacional.
El La, la, la llenó las calles de mi pueblo, las casas, los comercios, el negocio del zapatero remendón, el del carpintero, la vaquería, los campos…¡Me cago en la leche!, se quejaba algún hombre, ¡ya se me ha pegao el canto ese!
Naturalmente, enseguida pensé en cambiar una prenda. En esta ocasión me costó convencer a mi madre pues se trataba de un vestido nuevo, pero insistí tanto que acabó cediendo. En lugar de flores, la tela era de pata de gallo grande en colores rosas y verdes, pero mi madre le cosió una tira blanca con ondulaciones y quedó bastante aparente. El día del reestreno, mi abuela se plantó delante de mí en jarras y, con ese guiño de ojo que la caracterizaba cuando iba a soltar una maldad, me dijo: «¡Mira tú la risión de la Massiel de pacotilla!». Se me cayeron los palos del sombrajo.
Tardaría poco tiempo en abandonar para siempre las transformaciones, « Radio Chupete» y las carreras con aterrizaje en el suelo, para centrarme en conseguir ropa nueva que me hiciera parecer mayor para poder colarme en el salón del Café Español donde lo mismo se bailaba suelto que agarrado.

1 comentario:

Cora Christie dijo...

Leyéndote, he sentido ese tiempo pasado como un corto en blanco y negro. Como una eternidad a la vuelta de la esquina de mi memoria.
Terapeutico.