Cojo su mano entre las
mías y la beso. Entrecierro los ojos a la luz intensa de este verano y entra el
recuerdo nítido del primero, cuando la conocí. Una niña, desdibujada por los
rayos del sol de una tarde de agosto, sobre el caballo negro de un tiovivo.
Delgaducha, con una coleta castaña medio deshecha y los ojos, más raros y enormes
que yo había visto, detrás de unas gafas de pasta verde. «Es la hija de esos señores
con los que hemos entablado amistad en la playa», me aclaró mi madre en voz
baja, como si el ruido de la feria no fuera suficiente para que los padres de la
chica no la oyeran. «Acaba de volver de una colonia donde la mandaron a
desbravar», aclaró mi padre, con su manera descarnada de decir las cosas, las
manos atrás y la mirada perdida en la raya del mar donde la silueta de un barco
se achicaba poco a poco. « ¡Lucas, qué forma de hablar es esa!», le recriminó
mi madre. A mí, en cambio, me gustó lo que dijo. El tiovivo siguió girando y
ella aparecía y desaparecía, con el pelo libre ya de la esclavitud del lazo y
la falda ondeando con el viento que se había levantado. Lejos de continuar andando
con cara de mala leche, me quedé clavado allí, esperando a que el caballo terminara
de subir y bajar y dar vueltas. Mis padres cruzaron una mirada que significaba qué
bicho le habrá picado, antes de acercarse a los de la chica. Ella bajó de un
salto, con el pelo alborotado y la blusa fuera de la falda. Me miró con sus
ojos de color indefinido como si me estudiara. Salvaje, fue la palabra que me
vino a la cabeza. Dijo que su nombre era Fran, aunque sus padres la llamaban
Francisca para su disgusto. Después de las presentaciones, los mayores nos dejaron
a nuestras anchas. « ¡A las nueve estará la cena!» protestó mi madre, no muy
convencida de que fuera bueno darme tanta libertad. Pero mi padre y los de Fran
estaban deseando que los dejáramos en paz y enseguida la convencieron de que
estaríamos bien los dos. «Además, en un pueblo tan pequeño qué puede a pasar.
Nada», zanjó el asunto mi padre. Aquel luminoso verano de baños nocturnos, cuevas
y acantilados por explorar, Fran y yo descubrimos la ilusión y el deseo de
estar siempre juntos.
Todos los años vuelvo con ella al mismo lugar donde la
conocí. Y aunque su andar ya no es ligero y tiene que apoyarse en mí para
sentirse más segura, su talle ha ensanchado y el cabello se ha ido enhebrando
de gris y plata hasta acabar con el castaño, sus ojos, acosados por arrugas, siguen
siendo grandes y raros, y nunca perdió la fuerza y la pasión que hace que
cuando la miro, salvaje sea la primera palabra que me viene a la cabeza.
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