13/8/17

EL PRIMERO DE TODOS LOS VERANOS

Tomada de la red.

Cojo su mano entre las mías y la beso. Entrecierro los ojos a la luz intensa de este verano y entra el recuerdo nítido del primero, cuando la conocí. Una niña, desdibujada por los rayos del sol de una tarde de agosto, sobre el caballo negro de un tiovivo. Delgaducha, con una coleta castaña medio deshecha y los ojos, más raros y enormes que yo había visto, detrás de unas gafas de pasta verde. «Es la hija de esos señores con los que hemos entablado amistad en la playa», me aclaró mi madre en voz baja, como si el ruido de la feria no fuera suficiente para que los padres de la chica no la oyeran. «Acaba de volver de una colonia donde la mandaron a desbravar», aclaró mi padre, con su manera descarnada de decir las cosas, las manos atrás y la mirada perdida en la raya del mar donde la silueta de un barco se achicaba poco a poco. « ¡Lucas, qué forma de hablar es esa!», le recriminó mi madre. A mí, en cambio, me gustó lo que dijo. El tiovivo siguió girando y ella aparecía y desaparecía, con el pelo libre ya de la esclavitud del lazo y la falda ondeando con el viento que se había levantado. Lejos de continuar andando con cara de mala leche, me quedé clavado allí, esperando a que el caballo terminara de subir y bajar y dar vueltas. Mis padres cruzaron una mirada que significaba qué bicho le habrá picado, antes de acercarse a los de la chica. Ella bajó de un salto, con el pelo alborotado y la blusa fuera de la falda. Me miró con sus ojos de color indefinido como si me estudiara. Salvaje, fue la palabra que me vino a la cabeza. Dijo que su nombre era Fran, aunque sus padres la llamaban Francisca para su disgusto. Después de las presentaciones, los mayores nos dejaron a nuestras anchas. « ¡A las nueve estará la cena!» protestó mi madre, no muy convencida de que fuera bueno darme tanta libertad. Pero mi padre y los de Fran estaban deseando que los dejáramos en paz y enseguida la convencieron de que estaríamos bien los dos. «Además, en un pueblo tan pequeño qué puede a pasar. Nada», zanjó el asunto mi padre. Aquel luminoso verano de baños nocturnos, cuevas y acantilados por explorar, Fran y yo descubrimos la ilusión y el deseo de estar siempre juntos.
            Todos los años vuelvo con ella al mismo lugar donde la conocí. Y aunque su andar ya no es ligero y tiene que apoyarse en mí para sentirse más segura, su talle ha ensanchado y el cabello se ha ido enhebrando de gris y plata hasta acabar con el castaño, sus ojos, acosados por arrugas, siguen siendo grandes y raros, y nunca perdió la fuerza y la pasión que hace que cuando la miro, salvaje sea la primera palabra que me viene a la cabeza.

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