El abuelo vivía en un pueblecito de Santander.
Cuando se vino a vivir con nosotros, se trajo su caracola. Decía que así podría
escuchar el mar. A mi hijo pequeño le entusiasmó la idea. Estaban todo el día
pasándose la caracola de oreja a oreja. Los dos aseguraban que eran capaces de
distinguir una ola gigante del rizo de espuma entrando en la playa.
Yo estaba muy contenta por
lo bien que se llevaban. Un día, el abuelo comenzó a quejarse de que no podía
dormir por el ruido que hacía al masticar el inquilino del armario. Le aseguré
que allí no vivía nadie, pero mi hijo le dio la razón y dijo que él también lo
había oído. Le conté a mi marido lo que ocurría y él intentó convencerlo de que
se trataba de una pesadilla, pero el abuelo siguió quejándose.
Abrí el armario unas cuantas
veces para que se convenciera de su error. Él continuó con sus quejas. Una
mañana, desesperada, volví a abrir el armario y moví la ropa para que viera el
fondo pues se empeñó en que se ocultaba allí. Una nube de polillas abandonó el
traje de Comunión de la niña. Lo saqué para comprobar, desolada, que los
encajes y las cintas de princesa se habían convertido en unos pingajos llenos
de agujeros.
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