Dejé atrás los campanarios cuajados de nidos de cigüeñas y
los campos amarillos peinados a rayas, con los girasoles mirando al sol. Se
levantó la tierra en montañas arropadas de verde con cables como hilos de araña
sostenidos por brazos pequeños de torres despatarradas, igual que
extraterrestres metálicos, subiendo hasta sus cimas. En el cielo comenzaron a
viajar las nubes, blancas, limpias y perezosas, suavizando de vez en cuando la
fuerza del calor de mediodía. ¿Y si fueran alienígenas, sujetarían los cables
como prisioneros, a la fuerza, o como seres libres, porque quieren hacernos
llegar la luz? Me quedé con la segunda opción. Se alimentan de electricidad, la
reciclan y la dejan circular hasta nuestras casas. Desperdigadas, aparecieron torres
pequeñas con hilos más finos. Retoños de las grandes.
Y de
repente el mar azul pálido y brillante. En sus profundidades bullía la vida.
Buceando podía encontrarme con peces ciegos, luminosos como luciérnagas y otras
especies desconocidas que en algún momento de los siglos cayeron como
meteoritos del espacio, para poblar sus aguas como los colonos en el lejano
oeste. Pero estos convivían pacíficamente con las especies autóctonas. Un mundo
feliz entre corales.
Llegué al
norte con la tarde soplando un viento con olor a todas las criaturas marinas.
Saqué la ropa de mi bolsa de viaje, me di una ducha, me vestí y salí a dar un
paseo antes de cenar. La marea baja había dejado, a unos metros de la playa,
montículos porosos que sobresalían del agua como islas volcánicas. En sus
hoyuelos y grutas los organismos se movían en una actividad febril a la
búsqueda de alimentos. En los viveros, las nécoras, los bogavantes y las
langostas se desplazaban lentos. Acodada en la barandilla miré a la luna como
una viruta de plata. Las estrellas titilaban cerca de un punto brillante no
identificado. Nos observan, decidí. Nos observan y, tal vez, nos estudian como
nosotros haríamos con ellos. Cerré los ojos e intenté imaginar formas y
colores, pero me atacaban a traición las viejas películas con sus hombrecitos
verdes. Son torres metálicas de bracitos cortos que nos abastecen de luz,
concluí. Luego busqué una mesa en una terraza donde disfruté de una ensalada y
un pescado exquisitos.
Amaneció
un día radiante. Desayuné en la terraza: café con leche y tostada con aceite de
oliva virgen y jamón ibérico. Después, armada de sombrilla, pamela y bolsa,
bajé a la playa. Una multitud se agolpaba en la orilla. Anduve, luchando como
si tiraran de mis pies arenas movedizas, hasta
un extremo lleno de laberintos entre rocas donde papás y niños con cubos
se afanaban buscando cangrejos y desde un promontorio, algunos jóvenes
intrépidos, se lanzaban al agua de cabeza. Coloqué la sombrilla y extendí la
toalla debajo. El whatsApp comenzó a escupir mensajes. Apagué el móvil. Saqué el lector y seguí por
donde había dejado La broma infinita. Paré. David Foster Wallace no era de este
mundo. Intenté mirar al cielo, pero era metal derretido. Seguramente reflejo de
alguna nave dispuesta a posarse junto al barco que navegaba a lo lejos. Cerré
los ojos un momento y escuché las risas, el chapoteo, las voces de un grupo que
recordaba las anchoas y las sardinas a la brasa de su cena la noche anterior.
Una brisa ligera refrescaba mi piel. Estaba a punto de quedarme dormida cuando
oí la voz infantil hablando en francés. Abrí los ojos y miré a mi izquierda. Y
allí estaba aquella deliciosa figura de chocolate con el pelo rizado y los ojos
ocupando media cara.
Primero
fue el padre, un señor flaco y blanco como una mancha de leche, que miraba un
mapa sentado en una silla; luego la mujer embarazada; después las espaldas
quemadas de unos querubines rubios... Todo desapareció. Sólo la niña y yo.
Pensé en quedármela para siempre. Y entonces ella, escondida todo el viaje en
el pliegue más profundo que pude encontrar de la memoria inmediata, apareció
con el esplendor de sus veintitrés años recién segados; joven ya para siempre.
Su melena como lana negra enredada se movía con el vaivén de la enorme gota de
agua que la contenía. Tenía la misma palidez de rostro que cuando llegó, aún
pequeña, con los padres y la hermana, al
vecindario. No es de este mundo, pensé aquel día.
Y
entonces comprendí. Desbaraté la trenza de dolor que había tejido para los padres
y la dejé desflecada y soportable. Porque de algún modo, al igual que yo
acababa de descubrirlo, ellos habían sabido siempre que aquella criatura estaba
de paso, que pertenecía a otro mundo y que algún día se iría de su lado para
regresar a su lugar de origen. Y ella se me había presentado, en la oscuridad
sin noche de aquella mañana, de la mano de una niña que yo devolvía en ese
momento, regresando con ella al esplendor del día soleado, a su padre para que
la abrazara fuerte antes de que desapareciera también para siempre en una de las
infinitas galaxias.
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