No acostumbro a entrar si no hay clientes, para no sentir
el golpe súbito de la soledad, pero casi nunca ocurre esto, porque es un bar
muy concurrido, y yo soy un habitual a pesar de que nadie lo entienda. ¡Déjalo
ya!, me dicen mis amigos, con ese tono provocado por el cansancio de tanto
repetirlo. Yo me despido de ellos levantando una mano mientras camino hacia La caracola. Un paisaje de mar y cielo
revuelto. Eso soy yo. Escucho mi andar a pasos cortos y me digo que sí, que
ella estará dentro esperándome. Y cuando al fin llego y empujo la puerta,
cierro los ojos un instante, los abro y miro y remiro la mesa; parpadeo para
quitarme las telarañas del desánimo, antes de saludar con el consabido qué hay
de todos los días. Fernando tira una caña y la deja en la barra con un plato
con aceitunas. Nada nuevo, dice. Me giro hacia la puerta, para verla entrar.
Imagino que llevará la cazadora vaquera, ahora que no hace tanto frío, y tal
vez la falda negra, agarrado un pico del bajo con una flor roja, y los mocasines
azul noche de luna, como ella los llamaba.
Y la mochila delante, como si fuera un bebé. Empujará la puerta con esas
ganas de abrirlo todo, de comerse la vida.
Seguro que
gana el Madrid, dice Paco, el pintor que todos los días se toma un descanso y
una cerveza antes de volver a su casa, a su mujer, a sus hijos. Yo cabeceo
antes de echar un trago y mirar de refilón la pantalla enorme del televisor que
encuadra a unos jugadores diminutos moviéndose por un campo de listas verdes.
La mesa está ocupada.
La del rincón. La nuestra. Y me cuesta retirar de ella a ese grupo de chavalas
que teclean con la rapidez del rayo, y ríen los mensajes de ida y vuelta. Pero lo consigo. Y entonces la veo. Me veo.
Hablando a ratos. Callados otros. Mirándonos, descubriendo un hoyo, una pequeña
cicatriz. Entre sorbo y sorbo de café. Con ella tomaba café para no hacerle el
feo. Con ella comía de su mano. Tortitas con nata. Aunque después no pudiera
dormir y me pasara la noche mirando correr las sombras por el techo de mi
habitación. ¿Y qué harás después de la
universidad?, preguntaba tras un
silencio raro, cuando se ponía seria. Buscaré trabajo, contestaba yo. Trabajo,
decía ensimismada, como si estuviera en otro mundo, no hay trabajo en esta
ciudad. Pero enseguida volvíamos a querernos. Atrapaba su mano entre las mías y
la besaba una y otra vez ante la mirada socarrona de Fernando.
Se oían los
vasos entrechocar bajo el chorro del grifo, el murmullo de una canción en la
cocina, y conforme la tarde caía, el olor de las tostadas, el de la crema, el
del café, daba paso al de la tortilla de patatas, la oreja y el champiñón a la
plancha, el vino y la cerveza. Era hora de marcharse. Pero siempre volvía.
Siempre juntos. Cuando éramos jóvenes y la vida un manantial inagotable. Luego,
ya no lo recuerdo.
¿Otra cañita,
Eduardo?, me pregunta por preguntar Fernando, porque ya acerca el vaso a la
embocadura, ya tira del grifo y sale el líquido dorado y espumoso. Lucas
tamborilea con los dedos sobre la barra, sin apartar la vista del televisor. Y
de pronto se levanta del taburete, grita ¡gooool!, y me abraza. Entonces me veo
entrando en La caracola, joven, como
cuando venía a mis citas con Amelia, y me acerco. Es tarde, volvamos a casa,
digo, dice. Luego se vuelve hacia el dueño y le pregunta cuánto le debe su padre. Lleva así desde que
murió mi madre, dice el que debería ser yo, pero que no soy yo. Y me empuja
hacia la puerta. Hoy tampoco vino, le digo. Y él mueve la cabeza como si de
verdad me entendiera.
2 comentarios:
Muy bello relato Lola, triste y no triste, musical, se desliza hacia dentro sin hacer ruido, lento y suave. Gracias por el.
Gracias a ti, Francisco, por pasarte y dejar tu comentario.
Par de abrazos.
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