Compartíamos juegos
desde pequeños. Mi madre charlaba con la suya en el parque,
mientras nosotros hacíamos castillos en el arenero. Nos gustaban por igual las gominolas,
las patatas fritas y los regalices. En la guardería, pasábamos la siesta abrazados
en la colchoneta. Y cuando fuimos al colegio, nos defendíamos unidos de los
niños bravucones. Íbamos siempre juntos en el patio. Como dos hermanos, decían
algunos.
Cuando
comenzamos a hacer los deberes, me di cuenta de que a mí se me daban mejor que
a él las matemáticas y eso no le gustaba. Para no contrariarlo fallaba en
algunos ejercicios y el profesor me regañaba.
Esa tarde teníamos delante una igualdad. Él tamborileaba
con el lápiz sobre la mesa de la cocina de casa, se tiraba del lóbulo de la
oreja derecha, me miraba de reojo, decía: «Creo que…no sé». Y le daba un
mordisco al bocadillo de chorizo. Yo sentía un cosquilleo en la punta de los
dedos, algo apremiante que me impulsaba a resolver el problema. Pero él no
parecía tener prisa. Comencé a impacientarme y a sentir irritación. Quería
acabar cuanto antes para poder ver mi programa favorito en la televisión. Le
saqué punta al lápiz y con él bien afilado, garabateé la solución. « ¡Ya está!
No era tan difícil», dije con un punto de orgullo en la voz. « ¡Listilla!», me
gritó. Se levantó de la silla, recogió sus cosas y se fue muy enfadado. Aquel fue
el principio del fin de nuestra amistad.
2 comentarios:
Qué bello y real!
Al menos para mi generación.
Qué magia la tuya, Lola
Una pena que aún pase algo parecido a esto.
Besos al por mayor, querida Cora.
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