El cuerpo sin vida del Niño amaneció en su cama bien
arropado, como una madre arropa a su hijo, con los brazos fuera del embozo; y
en la expresión de su cara la candidez de cuando estaba vivo, aunque con el
rictus amargo del sufrimiento.
Lo
descubrió el funcionario cuando, al pasar lista, se percató de su ausencia y
fue a buscarlo.
—Esta vez
te la cargas. Y no pongas carita de no haber roto un plato, porque, como me
llamo Federico, que te mando a la celda de castigo una temporada... ¡Venga,
levanta!
No jodas, ¡pero si estás muerto!
Avisaron al
juez y en cuanto ordenó el levantamiento del cadáver lo sacaron a enfermería.
El resto de los reclusos hicieron un pasillo por el cual desfiló la camilla.
—Parece
dormido— dijo Arsenio el Culebras en un murmullo, como si temiera despertarlo.
—Parece el mismo joputa de
siempre— sentenció el Camionero—. A mí nunca me la dio con esa jeta de
angelito. Seguro que ha sido un ajuste de cuentas pendientes.
— ¡Un respeto por el muerto!—
exclamó el Resucitado, recién convertido al cristianismo de los Evangelistas.
— ¡Me la suda el puto
fiambre!— chilló el Camionero.
— ¡Cállense todos!— ordenó
Federico tocando con los dedos de la mano derecha la porra que colgaba de su
cadera.
Y se hizo
un silencio roto por suelas de zapatos avanzando por la galería, carraspeos y
un coge más fuerte que se nos va a caer. Ya a las puertas de enfermería, un no
somos naide del Sanguijuela, arrancó el vete a tomar por culo del Camionero. La
rápida intervención de Federico ordenándolos dispersarse atajó una más que
probable pelea entre los dos reclusos que más se odiaban de toda la cárcel.
El
médico, pelo revuelto y ojos hinchados por el sueño, recibió al Niño con cara
de fastidio. Después de examinar el cadáver sin mucho entusiasmo determinó que
llevaba muerto toda la noche. Más o menos, añadió. Luego salió a la búsqueda de
un café y un cigarro.
II
La
investigación posterior sobre las circunstancias de la muerte del Niño arrojó
pocas luces sobre el caso, excepto que fue envenenado, como determinó la
autopsia. Había ingresado a media tarde del día anterior en enfermería con
vómitos y otros trastornos gastrointestinales, además de una sarta de
disparates que salían por su boca y que achacaron a su propensión a los
delirios de grandeza.
Resolvieron quitarle la cena y darle un poco de bicarbonato. Después de
un rato en enfermería, durante el cual llegó a perder el conocimiento, aunque
lo dieron por dormido, lo devolvieron a la celda y allí se quedó hasta que lo
sacaron cadáver.
Fue
imposible determinar quién había acabado con la vida del ex inspector de
policía. Elías declaró que hizo la ronda al inicio de su turno y comprobó que
todo estaba en orden. Vio al Niño tumbado en su cama, bien arropado y
tranquilo, y con la puerta cerrada. Y durante toda la noche nadie, excepto él,
tuvo acceso a las llaves.
El
envenenamiento del Niño había comenzado hacía tiempo, aunque no se supo hasta
su fallecimiento. Después, muchos recordarían cómo andaba últimamente, doblado
y con el rictus torcido. En el servicio médico lo trataron con bicarbonato y
antiácidos porque a todos les pasaba, decía el facultativo, que cuando entraban
en prisión se les agarraban los nervios al estómago. Vigilaban los patios.
Vigilaban el comedor y los talleres. Siempre al quite de peleas y alborotos
donde se aprovechara el barullo para asestar la puñalada. A nadie le pasó por
la cabeza que elegirían veneno. Una muerte horrible, dijo el doctor, propia de
un sádico o de alguien cuyo odio iba más allá de acabar con el Niño de un solo
golpe. Y eran demasiados los que tuvieron la oportunidad de hacerlo.
Aquella
noche, los reclusos que odiaban al Niño, y eran muchos, lanzaron papel
higiénico, como serpentinas, en las galerías, y silbaron y dieron algún grito
contra el muerto, ante la pasividad de Elías quien recomendó a su compañero de
turno que los dejara desahogarse, que era lo mejor para evitar altercados. Ya
se cansarán, dijo. La calma llegó bien entrada la madrugada.
III
Aunque salía
del turno de noche, Elías Bejarano Tomillo abandonó el edificio de la cárcel
sonriente y relajado, como si acabara de tener un sueño plácido y reparador.
Levantó los brazos al cielo, se estiró y aspiró hondo el aire fresco de la mañana. Luego entró en el coche y lo
puso en marcha. Encendió la radio. Había un debate sobre la muerte del Niño
dentro de la prisión, donde había ingresado por un asunto de trapicheo con
droga. Unos decían que se lo había buscado, y que muerto el perro se acabó la
rabia. Otros, en cambio, opinaban que, a pesar del daño que hizo, no se podían
alegrar de la muerte de nadie. A fin de cuentas era una persona y ellos estaban
en contra de la pena de muerte. Y ahí entraban los que postulaban por el ojo
por ojo. «Eso se lo decís a los que sufrieron los desmanes del Niño, si es que
consiguieron sobrevivir, o a los familiares que penaron con ellos». Elías
cambió de emisora y puso música.
Condujo
despacio. Dejó plazas y calles, siguió, paralelo, la tapia encalada coronada
por las copas de los cipreses, hasta llegar a la entrada principal. Detuvo el
coche, recogió la botella, la copa y el ramo de calas y anduvo por el sendero,
tantas veces recorrido que podría llegar hasta su destino con los ojos
cerrados. Le gustaba el lugar, tan familiar después de tantos años de visitas
regulares. Los ángeles custodiando tumbas pequeñas con letras doradas y
fotografías de niños. Las lápidas de mármol veteado de rosa con nombres nuevos
y flores frescas. Las más antiguas, amarillentas y rotas sus esquinas, con
jarrones y margaritas de plástico. Todas parecían saludarle al paso, como se
hace entre vecinos en las calles de los pueblos. La tumba donde se detuvo
pertenecía a las que habían sido lavadas muchas veces con agua de lluvia. Se
veía la solera en el color deslucido de la piedra, pero también se percibía a
simple vista que alguien la visitaba a menudo porque no había ni un brote de
jaramago alrededor; por la pulcritud de la inscripción cincelada, sin rastro de
tierra; por las flores renovadas con frecuencia.
Elías puso las
calas sobre la lápida, a un lado para que se leyera bien el nombre: Jacinto
Bejarano César- 1922- 1963- Tu esposa e hijos no te olvidan. Abrió la
botella de cava con un taponazo festivo. Sirvió la copa y, antes de beber, la
levantó en alto y brindó: «Por ti, padre. Descansa en paz. El que quebró tu
salud en los calabozos y destrozó nuestra familia, ya arde en el Infierno».
5 comentarios:
Este pertenecía a los del ojo por ojo.
Me ha gustado mucho tu forma de narrar esta historia.
Besos.
La venganza es un plato que se come frio.
Me ha parecido al principio que era uno de esos relatos que escribes cuando te desmelenas y me haces reir... Se me ha ido helando la sonrisa según avanzaba y recordaba otro tiempo.
Hacía tiempo que no te acordabas de tus lectores.
Besos
Sacar los dos ojos, es un placer en narrativa, Juan.
Gracias por la espera, querida Cora. También la venganza bien perpetrada requiere su tiempo.
Un abrazo bestial para los dos.
Venganza con alevosía y regocijo. Menuda pieza el Niño.
Duras realidades las que narras, Lola.
Abrazos.
Nenúfar, esa pieza debió defenestrarse antes de poner los pies en el mundo.
Un abrazo veraniego.
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