16/7/20

LA SOLEDAD DE LAS SUPERVIVIENTES

Suzane Valverde (a la izquierda) abraza a su madre Carmelita Valverde, de 85 años, a través de una cortina de plástico en una residencia de ancianos en São Paulo (Brasil).
Tomada de la red
          
A mi vecina Ángela la golpeó la misma desgracia que a mí. Esta terrible pandemia con la que convivimos, desde hace tanto que ya ni me acuerdo de sus inicios, nos arrebató a nuestros maridos. Ambas caímos en el desaliento y el abandono. Nos movíamos como pavesas que se desbaratan con un soplo de aire. Coincidíamos de vez en cuando en el rellano, esperando al ascensor, o en el portal. ¿Cómo estás?, decía una. Y la otra contestaba: Sobreviviendo.  De vez en cuando algún comentario sobre cifras y esperanzas renovadas en vacunas eficaces. Eso era todo.
Un día, cuando regresaba de dar mi paseo obligatorio por prescripción de mi médico, la vi venir de frente del brazo de su flamante compañero. Lucía un vestido de flores, zapatos de tacón medio, el pelo recogido con una peineta de carey, dos rayas y color en los párpados y una mascarilla estampada de besos. Estaba radiante, con una vitalidad nueva. Hablaba por los codos. Él la escuchaba con una bonita sonrisa. Se detuvo al verme y me lo presentó. Lo estuve mirando con curiosidad. Tenía un físico y una voz agradables. Antes de despedirnos ella me dio el folleto. No sigas sola, que es muy duro, mírame a mí, he recuperado las ganas de vivir, la alegría.  Haz ese viaje.
      Después de cenar estuve mirando el folleto. Edificio con estilo, en azul cobalto, salones de exposición, pasarelas, pistas de baile, restaurantes, cafeterías, terrazas, spas, salas de juegos y una playa inmensa de arena dorada y fina, con hamacas, sombrillas, mesitas y palmeras. Nada que perder, excepto el dinero enmoheciendo en el banco. Hacía tanto tiempo que no salía de la ciudad, tanto que no me iba de vacaciones, que casi había olvidado el placer de bañarme en el mar, pasear por las noches con la luna haciendo caminos de luz en la negrura del agua, escuchar el siseo de las olas muriendo a los pies, llevar en las manos las sandalias y disfrutar de la brisa con olor y sabor a sal y algas. La pandemia se llevó a tantos seres queridos, que nos dejó un miedo endémico al contagio. Era el momento de cambiar el paso.
        El primer día mi facilitadora me enseñó las instalaciones y me entregó un cuadernillo con todas las actividades programadas, los tiempos libres, los horarios de comidas y cenas, y, lo más importante, el pase nocturno. Estaba todo calculado para que la estancia fuera un sueño hecho realidad y, después de quince días, regresaras a casa con algo nuevo que diera color a la vida.
        Se llamaba Dakari y además de la belleza de Sidney Poitier En el calor de la noche, tenía el encanto de Denzel Washington en Déjà vu y una bonita sonrisa que mostraba una hilera de dientes perfectos y blancos como leche. Pero lo que más me gustó de él fue su sentido del humor. Hacía tanto que no reía que cuando me escuché tuve un pequeño sobresalto, como si la risa fuera de otra persona. Con el paso de los días él se incorporó con naturalidad a mi vida.  Vigilaba mi baño desde la orilla. Me esperaba a la salida del agua y me secaba con la toalla. Untaba mi cuerpo con crema. Movía la sombrilla para que me protegiera de un sol que antes era fuente de vida y los humanos habíamos convertido en un peligro para nuestra salud. A un gesto mínimo entendía que era el momento perfecto para el aperitivo. En seguida tuvo claro cuáles eran mis deseos y estaba presto a conseguirlos y darme gusto en todo. Era el hombre perfecto. Tanto que debió darse cuenta de que añoraba algo de las imperfecciones de Nacho, mi marido, y un día, mientras bailábamos en el saloncito exclusivo para los dos, me dio un pequeño pisotón. Me reí con ganas. También cuando intentó solapar, sin éxito, la voz del cantante cuya música sonaba.
        A Dakari lo disfruté mucho durante los quince días que lo tuve a prueba. Era fantástico. El compañero ideal. Pero no era para mí. Así se lo dije a la facilitadora. Puso cara de sorpresa. Quiso saber qué razón tenía para devolverlo. Aseguró que era la primera vez que ocurría. Si había algún fallo, seguro que se podría subsanar. ¡No, claro que no! Es estupendo durante todo el día, y me ha devuelto las ganas de gozar con nuevos viajes y experiencias, a no tenerle miedo a la vida, pero no me acostumbro, y dudo mucho que pudiera acostumbrarme nunca, a verlo todas las noches tumbado a mi lado, inerte, con un cargador enchufado a su cabeza.

2 comentarios:

elpedrete dijo...

Lola, como siempre es un placer encontrar tus relatos en los concursos de Zenda. Este que presentas en esta ocasión, es entrañable durante gran parte y sorprendente en su final. Suerte.

Yo sigo fiel a mi estilo
https://elpedrete2.blogspot.com/2020/07/zenda-carretera-y-manta.html

Lola Sanabria dijo...

Gracias.
Un abrazo.