5/3/16

RELATO GANADOR DE LA SEMANA DE WONDERLAND Y FINALISTAS


Escapada.

Saltaba de una ventana a una cornisa. De un almendro en flor a una secuoya. Del caballito de un tiovivo en marcha, a la gárgola de la catedral. Abría los brazos en cruz, tomaba impulso y se lanzaba desde el puente de los suicidas. Aterrizaba en la avenida iluminada. Sorteaba coches con la agilidad del gamo. Entraba en el salón de juegos. Mataba. Mataba. Y cuando el llanto de todas las noches cobraba fuerza y se deslizaba por la rendija de la puerta de su habitación, desplegaba sus alas y volaba lejos. Donde la ausencia del hermano no le alcanzara.

 Si queréis escuchar el relato:aquí.En el minuto 34.

 

Desidia.

Siempre con evasivas. Si ya lo decía mi madre. Ocho años “hablando” y bajo amenaza de dejarlo, pasó por la vicaría. Nació Carlitos de la pereza que le daba ponerse el condón. Después se quedó en el paro. Así llevamos otros siete años. Yo, deslomada, y él sin dar palo al agua. En cuanto le digo que salga a buscar trabajo, me sale con otra cosa. Lo último que hice por él fue guardarle la ropa y cerrar la cremallera. Pero ahí sigue desde hace semanas, sentado en su sillón, con los calcetines sucios y la maleta en la puerta.

 

Depredadores.

Se creen inmortales. No hacen caso de lo que les dicen sus madres. Suben al coche de cualquier desconocido, se colocan los auriculares y se aíslan del mundo. Todas iguales. Aunque esta última, no. Tiene una mirada fiera y aprieta los labios con fuerza, como hacía mi hija cuando la castigábamos. Mi pobre niña. Creo que la dejaré ir. Paro el coche y estoy a punto de abrirle la puerta, cuando levanta los brazos hasta la cabeza y saca el largo punzón de su pelo. Ahora sé quién es. Demasiado tarde para coger la pistola de la caja del salpicadero.


 

Presencia. 

Cuando mamá se marchó, se acabaron los milagros. Nada de multiplicar los panes y los peces, ni de estrenar ropa reciclada que parecía nueva, ni de apariciones en nuestro cuarto con chicles y lápices de colores. Se llevó sus manos sanadoras de raspones y chichones, los besos nocturnos que alejaban a los monstruos, el canturreo con que nos aliviaba el tedio de los deberes.
Él dijo que ella había muerto y prohibió su nombre en la casa. Pero todos los días, cuando me despierto, meto mi cabeza entre las sábanas. Mi pelo huele a lavanda. Mi pelo huele a mamá.  

 

Autoengaño.
«La carne está dura y el helado se ha licuado», afirmó, con cara de asco, la noche del veintiuno de julio. Pero todos sabían que tenía el estómago en un puño. Excusas. Como cuando dijo que con la inseguridad que había en las calles, ¿para qué salir? En los últimos meses había tejido una red de mentiras donde caer sin hacerse daño. Se levantó despacio y, mientras el funcionario retiraba la bandeja, miró a través de la ventana y vio, bajo la luz de la luna, el cadalso levantado en el patio. «Hace frío, ahí fuera», dijo con un estremecimiento. 

  

Rejuvenecer.
Mastica despacio, dejando que la saliva fluya y se mezcle con el ácido de la fresa. Mientras lo hace, se viste otra vez de verde doncella, se calza las bailarinas con dos gotas de brillo en la puntera, y recoge las llamas de su pelo en una coleta. Ya tiene una bola compacta en la boca. La estira y enfunda la lengua. Sopla. Brota de sus labios un globo rosa. Dentro, él, pequeño e insignificante, intenta liberarse. Y cuanto más lo intenta, más se pega. El globo estalla. Mota que se lleva el viento y aleja. Desaparece de su vida.





Calor familiar.
Hasta que decidimos volver a ponerla sobre la rinconera, tuvimos nuestras dudas, pero ha encogido mucho y es un estorbo con el que siempre estamos tropezando. Ahora el abuelo no está, que era el único que se oponía. ¡Menudo escándalo montó la otra vez! Pero ella se encuentra bien ahí, frente al televisor para que se distraiga con las telenovelas. Además, da pocos gastos, come como un pajarito y cuando tenemos que viajar, la metemos en una caja de cartón perforado con la punta de un bolígrafo, y cabe en cualquier sitio. Mejor con su familia que en una residencia.



Mamá.
En la unión del  ladrillo del edificio de enfrente, queda la mancha de lo que algún día fue un insecto. Anochece y ya nada tiene contorno. No existe el ladrillo, ni las juntas, ni la mancha. Pronto vendrá con la sonrisa estirada tras la puerta. El lavado de cara no oculta las lágrimas. Dirá que pronto estará la cena. Pero yo no quiero que me dé cucharadas de puré, lo único que me entra. Quiero, y no me escucha, que me deje irme de una vez con esta noche. Que me ayude. Aunque sé que es pedirle demasiado a ella. 

3 comentarios:

Cora Christie dijo...

Bellísimo y doloroso sin remedio, Lola. También yo sentí en este emocionante relato de interpretación abierta, que me llegaba una herida profunda, una pérdida irreparable y un llanto infinito. Luego todo lo demás.

Hasta aquí la emoción de leer un texto tan bello, una historia intensa y desesperada, a la que no sobra una letra.

A veces coloco en mi memoria selectiva el principio de tus inicios de escritora hasta este hoy, de ahora, por ejemplo, como si se tratara de un gráfico y debo confesarte que hace tiempo que la línea se escapó buscando un cielo imaginario.

En estas subjetividad que la belleza tiene para cada sentimiento, ocurre lo que con las palabras que dedicamos a su destinatario: Llega un momento que agotan el sentido de lo que deseamos transmitir y solo nos queda repetirnos, como si de un mantra se tratara; o lo que es peor: pura cortesía.

Hoy dejo constancia, para días de respuesta más breve, que me parecen tus relatos, y este de hoy concretamente, sabiduría, imaginación y belleza en estado puro.

Lola Sanabria dijo...

Querida Cora, abrumada me dejas con tus palabras.

Un abrazo bestial.

Lola Sanabria dijo...

Bienvenido, Julio David.

Par de abrazos.