2/10/15

PODERÍO


Tomada de la red.


A María Jesús que hoy tiene mucho que celebrar.

Había que verlo. Antonio el Pimientito, engallado y con el coraje en los tacones, se empleaba a fondo en el tablao. La dueña del local temía dos cosas: que el zapateado del prodigio hundiera las tablas donde la carcoma había decidido arruinar el arte a dentelladas, y que el palmeo y los vivas de la concurrencia, entregada al arte, agrandaran la grieta que recorría, como culebrilla de rayo, la pared de los abanicos y los mantones. No era capaz de discernir cuántas lágrimas se debían al arte del Pimientito, que ya había perdido la conciencia de dónde estaba y cuántas fuerzas le quedaban para desplomarse allí mismo, ahíto de gloria, y se dedicaba con devoción a las bulerías, las soleares y los tarantos, sin tomarse un descanso, rojo como un tomate maduro y sudando litros de líquido saturado de sal y vino, y cuántas a la imagen apocalíptica de su maltrecho garito derrumbándose sobre las cabezas de los clientes. Sacó un pañuelo de encaje del canalillo de sus hermosos pechos y enjugó las lágrimas. « ¡Cálmate, Mariquita, y disfruta del espectáculo!», se repetía mientras lamentaba no poder abofetearse como había hecho otras veces en privado. Eso la habría calmado, pero allí, en público, era un disparate. La tomarían por loca. Violeta la de la Parrilla vino a rescatarla con la premura de que se les estaba acabando la absenta y a ver qué hacían. Mariquita maldijo la nueva moda que había rescatado del pasado aquella bebida no hecha para hígados algo tocados, y se dispuso a crear, en vivo y directo, un cóctel que ríete tú del molotov. Los iba a tumbar a todos, ya verían cómo se les acababan las palmas y los gritos de un plumazo.
     Reme la del Geranio estaba hasta la mismísima peineta del Pimientito. Tenía las manos escocidas de tanto palmear, y por mucho que buscara acomodo en la silla de anea, la vejiga hacía rato que la estaba avisando de que, o hacía un mutis por el foro, o desaguaba en el lugar. Paquito el Chocolatinas estaba a punto de quedarse sin voz. Tenía las cuerdas vocales en un tris de decirle vete a la mierda ya, y dejar de emitir sonido alguno durante una temporada. Aguantaba, golpeando con un pie el entarimado para darse ánimos. Pero de todos los acompañantes, el peor era Toñín el Venao, atento a las evoluciones del Pimientito, con la pierna a punto, buscando el momento propicio para ponerle la zancadilla y acabar con el espectáculo.
     Pasaba la una de la madrugada cuando se abrió la puerta de la entrada. Y, como una imagen divina radiando haces de luz de neones reumáticos y mortecinos, apareció ella, enfundada en traje negro cosido al cuerpo, como una Marilyn Monroe renacida, el pelo en un recogido de apariencia descuidada, con bucles cayendo sobre sus hombros desnudos, un mantón cuyos flecos descansaban en un culo prieto como balón de cuero, y el abanico abriéndose y cerrándose a voluntad de reinona.
     El local enmudeció. Durante unos segundos, no se escuchó ni el vuelo de una mosca. Luego, mientras el cuadro flamenco se deshacía, cada cual tirando para donde podía, la niña del Caracol comenzó a andar, bamboleando las caderas a ritmo de palmas y gritos de guapa, maciza y otras lindezas que la acompañaron en su desplazamiento hasta la barra donde, mientras se daba aire con el abanico, pidió un gin-tonic bien cargadito, que la juerga acababa de empezar y quería acogerla con alegría.
      Mariquita se apresuró a preparárselo; ese y todos los que hicieran falta, consciente de que, si había alguien que pudiera salvar su negocio, esa era la niña del Caracol, cuyo poder de convocatoria se hizo patente cuando comenzaron a llegar nuevos clientes. En un rato estaría el local hasta la bandera, se dijo mientras rallaba jengibre. Pudo vislumbrarlo con las grietas restañadas, un tablao nuevo y sillas con el tapizado de terciopelo bermellón renovado, y una lágrima de agradecimiento hacia la estrella, que en breve pondría el vello de punta a todo dios con la potencia de su voz, hizo un caminito en el maquillaje hasta perderse en las honduras de tan generoso escote.

2 comentarios:

Nenúfar dijo...


Lola, me he divertido con este relato tragicómico. ¡Vaya cuadro flamenco! Y pobre Mariquita, tan angustiada ella. Me imagino entrando en el local a un inspector técnico de edificios y a la susodicha fulminada de un infarto. Menos mal que no la dejas abandonada.

Un abrazo, Lola

Lola Sanabria dijo...

Me alegro de que te hayas divertido, Nenúfar. Eso pretendía: divertir.

Un abrazo bestial.