25/2/13

BOTÓN DE MUESTRA-II CONCURSO LITERARIO "CUENTOS CORTOS DEL 1 DE MAYO"

      

     Mientras el “Pata pata” de Miriam Makeba suena en el tocadiscos, Nadine y John bailan con las cabezas juntas y los cuerpos separados. Nadine observa el hilo que asoma por uno de los agujeros del botón  de la camisa de John, a punto de caer.  Si John sube los brazos y los coloca en cruz, se abrirá el ojal y la tensión de la tela hará que se suelte.  Habrá de nuevo gallinas en la granja y  uvas en las vides. Ella lo ayudará y  juntos construirán una nueva historia. 
     Su madre guarda una caja de galletas llena de botones encima del armario de su habitación. “Los botones, niña,  son como miguitas de pan que señalan el camino de la vida”, le decía  cuando, en las tardes de calor, se sentaban a la puerta de la granja para refrescarse con el aire que venía del mar. Le enseñaba el botón con forma de flor que recordaba su nacimiento, el  de perla que adornó su chaqueta celeste el día en que ingresó en la escuela, o el que llevó en su primer cumpleaños. Pero la historia que más le gustaba, era la del inicio del noviazgo de sus padres. La abuela de Nadine era costurera. Hacía chaquetas, pantalones, vestidos y faldas para los granjeros, a cambio de alimentos la mayoría de las veces, y las menos de algo de dinero. La hija le ayudaba con el sobrehilado o los botones, mientras observaba desde la ventana a su vecino trabajando la tierra.  En cierta ocasión él encargó una chaqueta, y cuando se presentó a recogerla, la madre de Nadine le pidió que esperase a que terminara de coserle los botones. Él la miraba  de reojo mientras ella subía y bajaba la aguja, rodeaba el botón con el hilo, hacía una lazada y lo cortaba con los dientes. Aseguraba el último botón,  cuando se pinchó en un dedo. Entonces él  se levantó de la silla y se llevó el dedo a la boca.
     Nadine los imaginaba  en la puerta de la granja, frente a la tierra apelmazada. Veía después a su padre airear la tierra y cuidar las cepas que darían aquellas uvas tan dulces que a ella tanto le gustaban; y a su madre echándoles de comer a las gallinas, los dos juntos y felices, y soñaba con una historia semejante para ella.
     Pero en el fondo de la caja, siempre había un envoltorio de papel de periódico que la madre apartaba y del que no quería hablar a pesar de la insistencia de la hija. Ella esperó a que uno de esos días se ausentara para deshacerlo  con cuidado y no romper el papel amarillento. Entonces  descubrió un botón de nácar. Lo levantó entre los dedos índice y corazón y lo estuvo mirando. Luego lo puso a un lado,  alisó el papel y  leyó  una noticia del 21 de marzo del año 1960 que hablaba de muertos en Shaperville. Al volver su madre, quiso saber la historia de aquel botón y ella  le contó que lo llevaba el padre el día en que murió atropellado cuando visitaba a unos parientes de Vereening. Nadine le pidió  más detalles sobre su  muerte, pero la madre dijo:  “Deja de remover historias tristes, niña”.  Le puso la tapa a la caja  y con ella bajo el brazo, se metió en la granja.  La brusquedad de la madre, siempre dispuesta a relatar cada trocito de vida atrapada en un botón, la había dejado con la sospecha de que le ocultaba algo. Miró hacia el gallinero  vacío donde las sombras iban avanzando, y recordó las noches en que su padre salía con sigilo de la casa y volvía de madrugada; las reuniones con los vecinos en la cocina; los puñetazos en la mesa, las palabras de un discurso que entonces no entendía, el silencio al entrar ella; el susurro de una conversación prolongada hasta el amanecer en el cuarto cercano a su habitación, la víspera del viaje; el abrazo de sus padres y las veces que la madre dijo que tuviera mucho cuidado antes de que él subiera en el tren. Construyó entonces una historia diferente y entendió que la madre sólo quería protegerla.
     Se pregunta si le gustará a John el vestido que su madre confeccionó para ella. Si  habrá merecido la pena el esfuerzo que hizo para comprar la tela, las horas de costura, el dolor de espalda después de tantas puntadas; la paciencia con la que trenzó su pelo mientras ella veía a través de la ventana las cepas  retorcidas, como si agacharan la cabeza, humilladas y exhaustas, abandonadas desde que la mano de su padre no cortaba los maderamen, ni podaba las ramitas de sarmiento para que los brotes tiernos dieran nuevos racimos. 
     Mira a John. Está guapo con el traje blanco. Le gustaría entrar en su cabeza, ahora que las dos están unidas, para pedirle que levante los brazos y los coloque en cruz para que el botón caiga. Miriam Makeba sigue cantando y ella tiene la certeza de que cuando el disco deje de girar, él se irá hacia el otro lado de la sala de baile, donde está  la niña boba que lo persigue por las aceras y se hace la encontradiza.  “Sube los brazos en cruz, tonto, que no te das cuenta de nada”.  Le llega  un rumor de palabras y  está a punto de entender lo que él está pensando, cuando se acaba la canción. Sabe que si no hace algo ahora, lo perderá para siempre. Adelanta las manos, enlaza las suyas,  levanta  los brazos y el botón se suelta, rueda bajo una silla, rebota en la pared y se detiene después de un balanceo. Entonces la puerta se abre de golpe. Nadine  da unos pasos hacia el lugar donde el altavoz ha enmudecido. John coloca las manos cruzadas en la nuca, como le han ordenado los policías. Uno de ellos registra a los chicos,  de cara a la pared, mientras el otro vigila a las chicas. Nadine observa el temblor de las manos de John;  manos de piel tan suave que no puede imaginarlas cuidando la tierra. Retira la mirada y la fija en el botón que blanquea bajo la silla. John repite que no ha hecho nada y su voz suena como un balbuceo apenas comprensible. El labio inferior de Nadine  tiembla y los ojos se le empañan con el recuerdo de su padre en un ataúd junto al del granjero vecino. Los dos en el mismo tren de vuelta. La familia  enterrando a sus muertos en silencio. Su padre un héroe y John a punto de llorar. Nadine escucha los golpes y las amenazas de los policías y se muerde el labio inferior con fuerza. Cuando los policías se marchan después de ordenarles que abandonen el local, John suelta los brazos y los deja caer a lo largo del  cuerpo, luego sube una mano y acaricia la cara de Nadine con sus dedos suaves que nunca tocarán la tierra ni echarán de comer a las gallinas. Ella agacha la cabeza y mira sus pies descalzos. Él saca un pañuelo blanco del bolsillo de su chaqueta, levanta su barbilla  y le limpia la sangre del labio.  Entonces Nadine lo mira a los ojos y ve en ellos el reflejo de su padre que la lleva en brazos para que no se canse hasta el autobús que va a  la escuela, y antes de bajarla al suelo, le da un beso y le susurra: “Nadine, mi niña”.
     Los chicos abandonan el tocadiscos con su brazo torcido y el disco roto de Míriam  Makeba, y van saliendo del local en silencio. Nadine se pone los zapatos y recoge el botón que está  debajo de la silla. Luego levanta la cabeza y lo deja caer en la profundidad del escote.



14 comentarios:

Rosa dijo...

Joer Lola, qué bien contado!!!. Me has llevado a ritmo del Pata Pata de Miriam Makeba por la vida de tus protagonistas, por esos recuerdos guardados el la caja de botones. Muy visual e impecable. Gracias!!!

Besos desde el aire

CDG dijo...

Puro Lola. Me repetiría, así que diré que se lee de un trago.
Un abrazo.

AGUS dijo...

Menuda destreza al contar con tan poco - un botón - para armar toda una historia de idas y venidas, de afectos y desafectos. Y así, como si nada.

Abrazos, besos.

Lola Sanabria dijo...

Es que Miriam Makeba, era mucha Miriam con su Pata Pata, Rosa.

Espero que el trago haya resultado agradable, Carlos.

Los botones, como cualquier objeto que sirva de referencia, dan mucho juego, Agus.

Triple de abrazos.

Javier Ximens dijo...

Uff, Lola. Me ha gustado lo que cuentas sin contar. Es como si lo estuviera viendo. Muestras muy bien el carácter de la chica: esas viñas y gallinas y un hombre que las cuide son toda su felicidad. Como al final se me escapaba algo y las cosas si están es por ser importante, quién era Miriam Makeba y su Pata Patahe (han sido muchos años viviendo en la ignorancia del todo por el trabajo) y localizado la noticia que apuntas y todo ha cuadrado a la perfección. Felicidades por el reconocimiento en el concurso. Cuánto aprendo de ti. Besos desde Vallekas.

Lola Sanabria dijo...

Gracias, Ximens por haberte tomado tanto interés en seguir los pasos del relato. Aprendemos unos de otros.

Abrazos dobles.

Pedro dijo...

Lo malo de llegar tan tarde es que ya está casi todo dicho; aunque eso también puede ser lo bueno.

Además de suscribir lo apuntado por CDG y Agus, me he de sumar a lo dicho por Ximens, dado que yo tampoco conocía el caso.

¡Es una gozada leerte, Lola!

Un abrazo,

Elena Casero dijo...

Recuerdo perfectamente a Miriam Makeba y la de veces que he cantado con ella.

El relato es precioso, con tanto poco y tanto. Enhorabuena, aburres de tan buena escritora.

Hala,
Muchos besos

Lola Sanabria dijo...

En ese caso, me alegro de haberte aburrido, Elena.

Besos volados.

Lola Sanabria dijo...

Muchas gracias, Pedro. Una gozada recibirte.

Abrazos solidarios.

Miguelángel Flores dijo...

Qué gozada de lectura, Lola. Es un gusto meterse en la historia y dejarse. Luego he buscado el Pata Pata de Makeba Y su historia, y era el detalle que me faltaba. Lo dicho, un placer, maestra.

Un abrazo grande.

Lola Sanabria dijo...

Si gozas, yo tan contenta, Miguel Ángel.

Abrazos agradecidos.

Cora Christie dijo...

Una historia conmovedora, de unas descripciones preciosistas y tan reales que por momentos me he sentido dentro de un Alabama que me intimidaba como la irrupción de esos policías en la sala de baile.

Un baile que debería parecer corto y que dura una historia familiar a golpe de unos botones mágicos.

Como mágica me resulta, Lola Sanabria, tu forma de entrelazar las palabras conformando una gran historia, en la brevedad precisa de un relato.

Magnífico.

Lola Sanabria dijo...

Alabama, Sudáfrica... cualquier lugar es bueno, o malo más bien, para perpetrar crímenes y vilezas.

Lluvia de besos, querida Cora.