19/4/10

EL MUNDO POR MONTERA (Relatos en Cadena)




Cubría el espejo con su pañuelo de seda. Uno de esos regalos que nunca usé. Lo adiviné nada más ver la cara de Asira, cómo bajó los ojos cuando pasé al lado de su tenderete en el Paseo Marítimo. Entonces supe de las traiciones de mi recién estrenado marido. Desde ese día no quise mirarme en ningún espejo. Huía de mi reflejo en los escaparates. Porque el encuentro con mi imagen me avergonzaba. La última vez que lo hice fue esa tarde al volver a casa. Descubrí mis dientes torcidos, mi pecho plano, las piernas sin forma, el pelo sin brillo. Renegué de mí. Él no dejaba de traerme regalos como si yo no supiera el significado. Porque o bien los compraba a cambio de favores, o la culpa lo llevaba a pagar por ello.
Con el tiempo se le adormeció la conciencia, si es que alguna vez la tuvo, y yo me acostumbré a esperarlo con el plato de cocido en la mesa, convencida de que era lo único que podía hacer. Tal vez yo no fuera lo suficiente buena para él, me repetía una y otra vez en mis paseos cada atardecer. Así que acepté las veleidades de mi marido como quien acepta una condena, un castigo merecido sin saber por qué. A veces sentía como si un puño me golpeara el pecho mientras el agua del mar se iba retirando de la playa. Era como si algo muriera dentro de mí un poquito más, como si cada día se cobrara un pedazo de sueño.
Pero conocí a Rosa en uno de mis paseos y todo cambió. Estaba de paso. Era, como dijo, ave migratoria. Vendía collares, pulseras y anillos hechos con huesos de fruta. Me paré y estuve mirando.
- ¡Llévate este!- dijo.
- No, gracias. Esto es para gente joven y guapa- dije dando unos pasos atrás.
- ¿Quién dice que no lo eres?- preguntó muy seria.
- Nadie. Buen... no sé, me veo así...- contesté con un balbuceo.
Entonces ella colgó un collar de mi cuello y me hizo mirarme en un espejo pequeño.
- ¡Guapísima!- dijo con tanta firmeza que yo me lo creí.
Me regaló el collar y el espejo.
He vuelto a verla todas las tardes. Con ella he aprendido a reír de nuevo, a ver la gracia de mis dientes montados, de mis pechos pequeños, de mi cuerpo delgado. He quitado el pañuelo del espejo de mi casa. Me gusta mirarme en él cada atardecer, cada mañana. Ahora me siento bien dentro de mi piel.
Termino de guardar la última falda y cierro la maleta. Son las cinco de la tarde. Salgo de casa y cierro la puerta despacio, sin hacer ruido. Rosa me espera.

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