EL VIAJE DE MAMÁ
ESPERANZA
Mamá nunca estuvo en
aquel lugar. Guardaba la postal que le envió su amiga Raquel en una caja de
madera con sus pertenencias más queridas. Para nosotras no tenía ningún valor
todo lo que había allí metido. La habíamos registrado muchas veces. De
pequeñas, por curiosidad; de mayores, porque, tras la muerte de mamá,
necesitábamos encontrar algo para vender que nos diera un respiro. La esperanza
se truncaba en decepción. Dientes de leche, rizos de pelo, cintas de colores y
la postal con una playa infinita y sombrillas de paja horadando la arena
dorada. Mar azul oscuro y cielo turquesa sin una nube. Ni un alma, decía yo
cada vez que la miraba como hechizada. Y mi hermana Sofía, que siempre dijo ver
más allá de la realidad, me corregía: «Bueno, eso de ni un alma… Yo veo la de
mamá, y otra más, revoloteando juntas».
Mamá nunca viajó a ese lugar. Yo era la mayor
de las hermanas. Recordaba el traqueteo del tren cuando aún no había nacido
Mónica, la segunda de las tres. Con aquel gentío que bullía en los vagones,
yendo de un lado a otro, acodándose en las ventanillas abiertas, compartiendo
tortilla y gaseosa a mediodía. Viajes con muchos túneles y paradas en cada
pueblo. Incómodos, largos para un recorrido que ahora se hace en mucho menos de
la mitad del tiempo que se empleaba entonces. Pero viajes que conectaban la
realidad con el sueño. No importaba si ibas a un pueblo perdido en la sierra o
a quemarte bajo el sol, compitiendo por un palmo de espacio para extender tu
toalla, en una playa atestada de gente. El viaje. Eso era lo mejor. Porque
mientras las ruedas del tren se deslizaban en los raíles torturando las
traviesas, yo hilvanaba historias de grutas y cuevas con sus monstruos y
leyendas; fantaseaba con amistades fascinantes
venideras con las que compartía
cuentos de aparecidos y ahogados en atardeceres con cucuruchos de helado de
nata y fresa, y fraguaba noviazgos de verano, Todo eso se mezclaba en mi imaginación con el bufido de la locomotora,
su respiración fatigada cuando se detenía en una de las muchas estaciones donde
familias enteras bajaban o subían al tren. Aquella excitación y alegría por un
porvenir carente de astillas, dulce de caramelo que se iba derritiendo
lentamente en la boca, solo era posible durante el trayecto. Parte de la magia
se deshacía cuando llegabas a tu destino. El fin en sí mismo era el viaje.
Mamá
nunca viajó a ese lugar. Yo lo habría sabido.
MÓNICA
A mi hermana Esperanza
no le gusta que la contradigan. Ella dice esto es así, y tiene que ir a misa.
No sabe si mamá hizo o no aquel viaje, pero como es la mayor está convencida de
que tiene que saberlo todo, si no, lo vive como una traición.
A veces sorprendía a mamá en su habitación,
con la postal de la playa y las sombrillas entre sus dedos y ese gesto
contenido, mezcla de tristeza y determinación. Volvía la cabeza hacia la puerta
y me invitaba a sentarme a su lado, dando golpecitos con la palma abierta de la
mano sobre la colcha de la cama. Le hacía caso porque ella lo necesitaba, no
porque me apeteciera escuchar lo de otras veces. Promesas de que algún día
haríamos las maletas y nos subiríamos a un tren que bordeaba las costas sin
prisas para dejarnos en nuestra playa, con mucho tiempo para aspirar el aire
marino cargadito de sal que tan bien me vendría para mi rinitis crónica. Mamá
no quería aceptar que, aquellos trenes que avanzaban con la parsimonia de los
abuelos contando cuentos a los niños los habían sustituido por otros más
rápidos, donde lo importante era el destino, no lo que acontecía en el devenir
de las horas dentro de los vagones. Y no lo aceptaba porque en uno de esos
viajes de largo tiempo y recorrido conoció a Raquel. Las dos con las pestañas
cargadas de sueños que entraban y salían de su interior a borbotones de
excitación. Eso me contaba. Compañeras durante un tiempo agrandado por la
intensidad de cada minuto. Poco importaba, decía, que hubiera una hora
establecida de llegada. Poco importó en la práctica. Porque la locomotora se
paró y no quiso seguir su camino. En mitad de la nada de una enorme y cálida
playa salvaje. Tiempo. Arena. Risas. Complicidad. Y mucho más. Aunque mamá
siempre acababa el relato en el momento en que venían a rescatarlas con una
nueva máquina. Ahí se le subía el pecho en un suspiro hondo de nostalgia.
Papá sabía. Lo sabía y callaba. Papá era el
convidado forzoso de un banquete de boda. Tenía siempre esa media sonrisa
torcida, entre tierna y resignada, que desarmaba a mamá. A ratos se hacía cargo
de su presencia. Le pasaba una mano por la cara redondita y dulce. Le cortaba
el pelo. Lo abrazaba largo. Y para él eso era amor. Y para él era suficiente.
Mamá vivía en otro lugar, aunque estuviera con nosotras. Nos quería. Nos
cuidaba. Todo en ella nacía de un amor más grande que el conocido. Enorme y
alimentado de recuerdos día a día.
Cuando mamá enfermó, cayó ese manto
donde ella recogía los trozos rotos de otra vida y los unía de esperanza. Un
sueño que rozó con la punta de los dedos el mismo día del entierro de nuestro
padre. Allí mismo, mientras tapiaban el ataúd con rasilla y paletadas de
cemento, ella, con su enorme presencia aun siendo bajita y quebradiza, contuvo
entre sus manos recogidas bajo el pecho la alegría del futuro que la aguardaba.
Seria y circunspecta, con alguna lágrima de pena rodando mejilla abajo,
traslucía una gran luz interior que pugnaba por salir. Las cuatro sentíamos
dolor. Mamá sentía dolor. Dejamos a papá solo del todo, mucho más solo de lo
que siempre había estado a pesar del cariño de mamá, del amor de sus tres
hijas, sobre todo de Sofía. Papá siempre estuvo solo. Y así se quedó, aunque
mamá no tardaría en acompañarlo. Siempre separados y siempre unidos. Siempre.
SOFÍA
Mamá va y viene. Va y
viene. Aletea entre nosotras como una mariposa a la búsqueda y encuentro de su
flor.
Mamá abrigaba mis manos entre las suyas y no
hablaba. Yo la veía desdoblarse y moverse en el pasado y en el presente,
proyectándose hacia el futuro, en diferentes lugares, con distintas personas,
como si fuera un personaje dentro de una película de cine.
Aquella playa larga, larga, con
caracolas y conchas rotas, polvo de estrellas que caían todas las noches al
mar, fue escenario de esa vivencia grande que se tiene una vez en la vida. La
máquina agonizando en la vía y mamá gozando en todo su esplendor. Así me
llegaba a través de las manos enlazadas de mamá y Raquel, del júbilo con el que
celebraron el anochecer escondidas entre las dunas, del canto al sol que les
regaló un nuevo día. Nunca vi a mamá tan feliz en vida. Dicen que esas cosas
pasan. Dicen que es verdad que el amor llega sin avisar, que irrumpe a
empellones, que atonta la realidad, que implosiona las sensaciones, los
sentimientos, el quererse sin tiempo ni medida. Yo aún no he vivido esa clase
de amor. Mamá decía que solo tengo que esperar.
Esperanza nunca le perdonó que no la
hiciera su confidente, que la dejara confundida, sin saber qué era lo que la
hacía suspirar por los rincones de la casa. Nunca entendió a mamá y eso la
irritaba. Discutía con ella y a veces ni
la dejaba acercarse. No aceptaba ese
mirarse el ombligo de mamá, como ella lo llamaba. Y sin embargo, Esperanza es
la más soñadora y la que más la quería.
Mónica va siempre más allá de lo que
mostramos. Ella está en paz con mamá. La entendió y la quiso sin
apasionamiento, aunque no pueda verla como yo.
Mamá viajó por segunda vez a esa playa, en la
casita donde Raquel se quedó a vivir para siempre. Lo hizo atravesada por la
derrota. No era fácil resistirse a las amenazas y el paisaje apocalíptico que
le pintaba la abuela. Hay personas capaces de luchar hasta la extenuación con
tal de seguir su sueño, aunque no lo consigan. Hay personas fuertes y personas
débiles y quebradizas. Mamá pertenecía a estas últimas. No soportó la presión.
Los errores se pagan, le decía la abuela antes de ir desgranando las ventajas
de seguir con papá y abandonar quimeras que solo la llevarían al fracaso. Y ahí
se empleaba a fondo en relatarle toda clase de problemas sociales y de
subsistencia. Porque, vamos a ver ¿de qué pensáis vivir?, decía, señalando con
su dedo índice la barriga de mamá. Luego le hablaba de lo buen hombre que era
papá, de lo mucho que la amaba, de lo bien que estarían, de que todo se torció
con aquel viaje que fue como una escapada, pero que se podía arreglar si ella
quería. Y mamá cedió.
Mamá hizo ese viaje
encogida en un asiento de un tren vestido de oscuridad. Ni la espuma de las
costas, ni la promesa más allá de la línea que dividía cielo y mar, ni las
bromas y risas de unos jóvenes inmortales; nada sacó a mamá del estado de alma
en pena que la llevaba al encuentro con Raquel en aquel pueblo de la costa,
donde nunca más regresó en vida.
Primero nació
Esperanza, luego Mónica y por último yo. Tres personitas, como nos llamaba
ella, a las que cuidar.
Quizá se hubiera
decidido a dar el paso si las cartas de Raquel hubieran llegado a sus manos.
Mamá nunca lo supo. Yo tampoco se lo dije. Ni siquiera poco antes de morir.
Hubiera sido muy cruel por mi parte contarle que Raquel le escribió y papá,
después de la llegada de la postal, interceptó todas las cartas. Y fueron
llegando, como mensajes en una botella, hasta que Raquel desapareció sin dejar
rastro.
Lo siento, mamá. Lo
siento mucho, le estuve repitiendo bajito al oído hasta que dejó de respirar.
Sé que me ha perdonado. También a papá. Yo no quería separarme de él y él no
quería separarse de ella.
Raquel vivió entre las algas que inundaron la
cueva. Habitado su cuerpo por estrellas, caballitos de mar y caracolas,
durmiendo la paz de una espera más dulce y llevadera que la que tuvo que
soportar mamá hasta que volvieron a encontrarse.
Ahora veo a mamá y a
Raquel revoloteando entre las sombrillas de paja, felices y juntas para
siempre.