Currito
quería ser barbero. Ni se planteó otro oficio. Su ilusión de niño era afeitar a
todo el pueblo. Le gustaba ver a su padre con la brocha embadurnando de espuma
la cara de los clientes. Luego cogía la navaja e iba retirando la capa blanca, como
de nata, desde el cuello hasta las patillas. Era cuando aprovechaba para hablar
él solo, sin interrupciones, de lo que le interesaba. «Aquello que me dijiste
del vareo de las aceitunas lo he estado pensando y no te doy la razón, Pedro,
el mejor vareador es Santos». Y cuando el otro iba a replicar, le ordenaba que
no se moviera o acabaría cortándole la nuez.
En cuanto Currito dejaba la escuela
corría a la barbería. Clinc, clinc, sonaba la campanilla de la puerta donde, en
grandes letras podía leerse: BARBERÍA CURRO. Y al lado, aquella especie de
caramelo de plástico gigante blanco y con líneas rojas. Dentro, el olor del
jabón, de los tónicos y de las colonias se mezclaban como hermanados en el
objetivo común del rasurado y la higiene.
Su padre lo recibía con una sonrisa
y un hueco en una mesita donde poder estudiar la lección del día siguiente y
hacer la caligrafía en los cuadernos de dos rayas. Lo del estudio era un decir,
pues no había posibilidad de concentrarse, ni ganas. Mucho menos cuando el
clac, clac, de las tijeras, manejadas con maestría por el padre, iba dejando
una alfombra, como si estuviera esquilando, a los pies del pastor que llevaba
más de un mes sin visitar la barbería. En esas ocasiones, el padre le ordenaba
que agarrase escoba y recogedor y barriera los pelos. A él no le gustaba mucho
aquello, pero, como decía su padre: Se aprende empezando por lo más bajo.
En cuanto tuvo edad suficiente para
dejar la escuela, Currito se incorporó como ayudante en la barbería. Atento a
cómo cogía el maestro, que así se empeñaba su padre en que lo llamara delante
de los clientes, las tijeras, la navaja, la brocha; sin perder ojo al manejo de
los utensilios, a cómo anudaba al cuello el trozo de sábana, blanco con un
toque de azulete, ribeteado por la máquina de coser de Josefina, mujer del
barbero y madre del aprendiz.
En unos años, el hijo superó al
padre en agilidad y coordinación de citas de clientes. Tanto tiempo para este,
tanto para el otro, decidía y lo apuntaba todo en una libreta. El padre al
principio alababa sus aportaciones y cabeceaba orgulloso cuando alguno le decía
lo espabilado que era el chaval. Pero, que cada vez fueran más los que
quisieran que los pelara o afeitara el chico degeneró en una rivalidad
soterrada entre los dos.
«Hoy te afeito yo», anunciaba con
rotundidad a su vecino. Y él, que no tenía prisa, que esperaría a que Currito
acabara con Bernardo, el Trapero. «Tiene unas manos, tu chico…» se justificaba.
Y el padre torcía el gesto y guardaba silencio, enfurruñado.
«Mañana no hace falta que vengas».
«El martes te vas a por el pedido que hice al almacén de Herminia, en
Aldeavero». «Hoy te quedas a ayudar a tu madre que anda delicada». El padre lo
retiraba todo lo que podía de la barbería. Currito protestaba y él que chitón
que para eso era el maestro y él el aprendiz.
Los clientes comenzaron a escasear.
«Ya volveré otro día» se excusaban cuando asomaban la cabeza y no veían a
Currito en la barbería. En el pueblo comenzaron a crecer las barbas. Lo raro
comenzó a ser habitual. Las mujeres se quejaban de que los maridos las
pinchaban en los carrillos cada vez que les daban un beso.
«Mira, Curro», le vino a decir Rosa,
la mujer del boticario, «¿ves esto tan colorado en la cara?, pues tú tienes la
culpa. Deja ya a tu chico al frente de la barbería o vas a lamentarlo». Y dicho
esto, y sin pararse a réplica, dio un portazo en el establecimiento que rajó el
cristal biselado que había sobrevivido años y años frente al sillón de barbero.
Pero Curro no estaba dispuesto a
ceder. Siguió en sus trece, sin un alma que quisiera volver a ponerse en sus
manos. Y el dinero dejó de entrar en la casa. «Madre, tendré que irme a
trabajar fuera», anunció Currito el día en que el guiso tenía más caldo que
carne.
Josefina tomó cartas en el asunto.
No iba a dejar que su hijo se fuera a buscarse la vida por esos mundos teniendo
un negocio que atender en el pueblo.
Habló con el marido para que entrara
en razón. «¿Sabes por qué nadie quiere que lo afeites o peles?», le preguntó.
Él iba a responder pero ella no lo dejó. «Porque estás mayor, Curro, y te
tiemblan las manos. No querrás rebanar un gaznate y traer la desgracia a tu
familia ¿verdad? Y además que tenemos que comer y en la casa no entran cuartos
desde que echaste a un lado al chico. Te has hecho viejo. Como yo, que ya no
puedo ir a lavar la ropa al río. Tenemos que comprar una lavadora, Curro, como
esa de rodillo que tiene Paca, la vecina. Dedícate a otra cosa. O ayuda al
hijo. Es hora de que pases el quehacer de la barbería…» Así estuvo hasta que él
se levantó de la silla de la cocina y se fue al cuarto. Allí subió las manos a
la claridad de la ventana y las estuvo observando. Y vio el temblor de sus
dedos. Suspiró hondo. Cabeceó. Tragó una lágrima que intentaba escapar de su
ojo rijoso. Y después, aceptó lo inevitable: hora de pasar el relevo, como hizo
su padre.