21/2/25

TRAVESÍAS GANA EL PRIMER PREMIO DE CUENTO DE LOS PREMIOS DEL TREN ANTONIO MACHADO

 Ceremonia de entrega de la cuadragésima tercera edición de los Premios del Tren ‘Antonio Machado’








Premios del Tren de Poesía y Cuento 2024

Primer premio de cuento: "Travesías", Dolores Sanabria García

Dolores Sanabria García

Al Grajo le sangraba la rodilla desollada. La sangre bajaba sucia hasta la cochambre de la zapatilla sin cordones. Ni él ni nadie hacía caso. El Saco, el Colorao, el Escuerzo y el Ratón seguían sus pasos. Yo iba el último, con el avituallamiento en la mochila. Todos caminábamos en fila india. Una formación armada con palos avanzando por piedras rotas y travesaños rajados. Ejército desarrapado en una mañana de julio.

Habíamos salido del pueblo aún de noche. La luna estaba inflada y nos iluminaba el camino mejor que una linterna. Aun así, el Grajo pegó un brinco, tropezó y cayó de rodillas cuando el mulo del Eulogio se movió en la cerca y se oyeron las amaneas como cadenas de fantasma. Si tuviera la escopeta de caza de mi padre, le pegaba un tiro, dijo. El Grajo tenía mala leche y no le gustaron las bromas y risas que le gastamos. Se hizo el duro y ni limpió la rodilla con agua. Le quedó la piel reventada y con unos granos de tierra pegados a la herida. Siempre pagaba sus desgracias con el más pequeño y enclenque de la pandilla. En esa ocasión no pudo, sabía que no íbamos a dejarlo. Al Ratón le entró la risa rencorosa y a duras penas conseguía sofocarla.

Llegando al cementerio, el Escuerzo dijo que tenía que despedirse de su padre y que no daría ni un paso más si no lo dejábamos entrar a ponerle unas flores. Accedimos de mala gana. Él cortó unos jaramagos y desapareció tras la verja. Algunos no quisimos seguirle y lo esperamos a la puerta. Otros se fueron tras él a visitar tumbas. Tardó en salir y perdimos una media hora. Habría que darle más brío a la marcha para evitar las horas de mayor calor.

Llevábamos un buen trecho andado, en un campo de terreno reseco, sin más sombra que la nuestra, apenas visibles unos matorrales al paso, cuando vimos la caseta abandonada del guardagujas. Paramos aquí, dije. Y sin esperar contestaciones me fui cagando leches para allá. Si querían reponer fuerzas, tenían que seguirme.

Comimos bocadillos de mortadela y chorizo de matanza y bebimos agua dentro de la caseta. Comenzaba a calentar el sol y las chicharras se ponían pesadas.

-¿Cuánto queda?- preguntó el Colorao, más rojo y pecoso que nunca.

-Todavía falta-dije, distraído por el vuelo en círculos de unos pajarracos.

-Nos vamos a quemar-siguió el Colorao-. ¡Ya verás como nos quemamos! Las gorras. Unos a otros nos mirábamos las cabezas. ¿Dónde estaban las gorras? ¿Quién era el encargado de llevarlas? ¡No jodas que se habían quedado en el pueblo! Se habían quedado en el pueblo.

-¡Eran muy feas!-se defendió el Saco.

-¿Y la pomada que ibas a robarle a tu hermana?-preguntó el Colorao, oliéndose la respuesta.

Ni gorras, ni crema. Lo habríamos matado allí mismo. Las miradas asesinas dieron paso a un puñetazo del Grajo y una lluvia de insultos del resto. Nos enfrentábamos a una insolación y a las quemaduras que todos recordábamos del día que nos quedamos torrados sobre una balsa en el pantano de Los Juanes. ¡Qué noche de paños de vinagre y brasas en la espalda! Nos quemamos, pero bien quemados. Que las gorras no gustaron a ninguno, vale, que no queríamos anunciar piensos y el color era el de la mierda, también, pero eran para protegernos, no para ir a una excursión con las chicas. El Saco se excusaba con lo de la crema. Que si no pudo darle esquinazo a la hermana, que si tal, que si cual.

El Grajo amenazaba con darle una paliza alentado por el Colorao. Tuve que mediar.

Ya arreglaríamos cuentas con el Saco cuando regresáramos de nuestra misión.

-¡Hola, chicos!

Teníamos allí mismo a Rosa, la del Tejar, y ni darnos cuenta. Nos quedamos pasmados, mirándola y sin arrancar a decir algo.

-¿Qué haces aquí?- reaccionó el Escuerzo con cara de pocos amigos. De todo el pueblo era conocida la enemistad entre las dos familias por una cuestión de lindes.

La del Tejar llevaba un sombrero de paja. Dijo que nos iba siguiendo todo el rato. Que éramos poco avispados. Un poco? ¿eh?, remachó tocándose la sien con un dedo. El Escuerzo apenas controlaba la ira. ¡No queremos que vengas!, chilló con las manchas de la cara más oscuras que nunca.

-Tengo... A ver...-. Registraba su mochila ante la expectación de todos- Un ungüento muy eficaz. Se lo dio el veterinario a mi padre cuando se quemó la mula- hizo una pausa para mirar al Escuerzo-en el incendio del tejar.

-¡Mi hermano no tuvo nada que ver con eso!

-¡Eh!, dejad las rencillas familiares. Vamos a decidir qué hacemos.

Los chicos nos retiramos un poco a ver los pros y contras de aceptar a la del Tejar en nuestro grupo mientras ella se untaba con la crema para animales. No sabíamos la eficacia de aquello pero siempre era mejor que nada, defendí yo. Acallamos las protestas del Escuerzo con un si no estás de acuerdo te largas.

Dijimos que bueno, que podía venir con nosotros pero sin molestar.

-¿Tenéis pañuelos?-preguntó ella.

Todos llevábamos uno en el bolsillo. Seguimos sus instrucciones. Los sacamos, les hicimos cuatro nudos y nos los pusimos en la cabeza.

Después de untarnos en cara y hombros con aquella crema que olía a rayos, reiniciamos la marcha. La del Tejar iba donde le daba la gana. Unas veces delante, otras en medio, y algunas, detrás. Al principio el Escuerzo la evitaba, pero el calor, el cansancio y estar lejos del veneno familiar, debieron de hacer su efecto porque pronto dejó de prestar atención sobre el lugar que ella ocupaba en la marcha.

Después de cruzar el puente del río Guadaler y refrescarnos con las aguas que quedaban estancadas en pozas, el camino se hizo más llevadero. Había árboles a cada lado y caminábamos buscando la sombra. Aun así, no nos quitamos los pañuelos a sabiendas de que vendrían más tramos de pleno sol sobre las cabezas.

Paramos antes de abandonar la arboleda. La del Tejar repartió medios limones después de dividirlos con su navaja. Os quitarán la sed, dijo. Y todos le hicimos caso, incluso el Escuerzo. Yo saqué unas galletas María de la mochila. Se hace bola, se quejó el Saco. Yo había hecho mis previsiones de agua y necesitaríamos la que quedaba para la vuelta, pero el Saco tenía razón, así que ofrecí media botella. Un trago cada uno ¿eh?, no abuséis que nos quedamos fritos para el regreso, advertí. Todos cumplieron. La del Tejar dijo que ella llevaba una llena de reserva, por si nos hacía falta. Bien pensado, dije. Y los demás asintieron con la cabeza.

A un kilómetro, más o menos, del objetivo había una nube de buitres volando en círculos. Cuando llegamos al lugar vimos un burro quemado que estaba siendo devorado por los pájaros. Tierra abrasada por todos lados.

El resto del camino lo hicimos en silencio. Sudando la gota gorda. La temperatura había subido en la zona. Recogíamos las gotas saladas que bajaban de la frente con la lengua. El Colorao iba con los hombros como dos brasas. Ni cuenta nos dimos de que el efecto protector de la pomada, si es que tenía alguno, se había pasado. La del Tejar nos hizo parar y nos fuimos pasando la crema. Espero que no sea demasiado tarde, dijo. ¡Si seréis tontos! Yo me unté más hace ya, ni se sabe.

Algunos habríamos querido pararnos allí mismo. No seguir adelante. La tierra y el burro calcinados y los buitres destripándolo daban mala espina. Nos mirábamos los unos a los otros sin decidirnos. Estáis cagados de miedo, terció la del Tejar. No, qué va, dije yo. A mí no me asusta nada. ¡Mira!, gritó triunfal el Escuerzo mientras sacaba de su mochila una calavera. ¿De dónde la has cogido?, preguntó el Ratón muy alterado. Profanación de tumbas, se te va a caer el pelo, terció la del Tejar que sabía más que nosotros de todo porque le daba por leer libros y cómics sacados de la biblioteca municipal. ¿Qué dices, lista?, se enfadó el Escuerzo. Es la calavera de mi padre. La quería llevar conmigo por si no volvía al pueblo. ¡Zumbado!, dijo el Grajo. Bueno, venga. Hemos llegado hasta aquí y seguiremos hasta el final, corté yo la pelea que se veía venir.

Brillaba mucho y parecía ocultar algo debajo de su vientre metálico. El Grajo le lanzó un trozo de pan que rebotó y cayó en la tierra algo chamuscado. Todo lo que había a su alrededor estaba arrasado. Mantuvimos la distancia.

-Aquí no nos podemos quedar- dijo la del Tejar-. O nos acercamos más y vemos qué es, o nos damos la vuelta. ¡Votación! Ella fue la primera en levantar la mano a favor de acercarnos y ninguno se atrevió a votar largarnos de allí, que habría sido lo prudente.

Avanzamos a saltitos. Las gomas de las suelas de las zapatillas se calentaban y amenazaban con derretirse y abrasar nuestros pies.

Llegamos y nos quedamos mirando, intentando averiguar qué era. No parecía un platillo, como dijeron en las noticias.

-A lo mejor es solo una parte de la nave-aventuró el Ratón.

-¿Y dónde está el resto, listo?-preguntó el Grajo dándole un capirotazo en la cabeza.

-Esto...- comenzó la del Tejar. Los demás la miramos, muy atentos a lo que decía-no me gusta nada. Nave o artefacto militar, estamos en el lugar...

No acabó la frase cuando aquella especie de escudo gigante se levantó y aparecieron ellos, o ellas, o lo que fuera, cualquiera sabía lo que ocultaban aquellos disfraces, o no, de colas de cometa.

Por el grito que se oyó, el primero en desaparecer fue el Escuerzo y su calavera. La del Tejar y yo corríamos sin mirar atrás. Cuando paramos, estábamos los dos solos.

Durante un trecho de regreso al pueblo fuimos sin hablar, aterrados y aturdidos. Cerca ya de la estación nos preguntábamos qué íbamos a decirles a los padres del Grajo, el Escuerzo, el Saco, el Colorao y el Ratón cuando los vimos desde lejos, discutiendo y lanzando piedras a los raíles.

-¿A dónde os llevaron? ¿Qué os han hecho? ¿Cómo habéis llegado hasta aquí?- les pregunté en cuanto los tuve delante.

Ellos me miraron como si se me hubiera ido la cabeza, dijeron que me había dado una insolación y aseguraron no haberse movido de allí en todo día.

-Tú te fuiste a explorar los alrededores y acabas de volver-dijo el Escuerzo.

-¿Y la calavera? ¿Dónde está la calavera?-continué yo.

-¿De qué calavera hablas?

El Escuerzo miraba a los demás y los demás lo miraban a él con caras de no saber a qué me refería.

Iba a intervenir de nuevo cuando Rosa la del Tejar me agarró del brazo. La miré y me hizo señas para que no siguiera hablando. Le hice caso. De vuelta al pueblo los dos no dejábamos de observar al resto, atentos a cualquier signo que nos confirmara que quienes caminaban a nuestro lado seguían siendo nuestros amigos; intentábamos entender qué demonios había pasado.



7/2/25

LA SIEMBRA Y LA COSECHA. Segundo premio del Concurso de relatos #historiasdesolidaridad

 

Cuando nació mi hijo, el padre nos abandonó. Así que tuve que apechugar sola con la crianza. Porque él no volvió a dar señales de vida. Con el tiempo llegué a considerar que fue lo mejor que nos pudo pasar. Echaba la vista atrás y todo eran broncas. Él, un egoísta de libro. Solo pensaba en cómo no dar palo al agua. Le importaban un bledo los demás con tal de tener asegurado su bienestar. Trabajar, trabajaba, pero en cuanto llegaba a casa se arrellanaba en el sofá y de ahí no se movía hasta la hora de la cena. La llegada del niño fue un fastidio. No quería cogerlo. Tampoco oírlo llorar. Así que no tardó en desaparecer de nuestras vidas. Me puse a trabajar en un Centro de Primera Acogida. Allí aprendí mucho y comencé a interesarme por lo que ocurría en el mundo viendo a toda aquella gente que huía de guerras, persecuciones y muertes. Cada vez que leía un informe lloraba a lágrima viva. De aquellas personas apenas se hablaba en las noticias. ¿Cómo era posible que pasaran de puntillas por tanto drama? Comencé a ir a las convocatorias que hacían algunas organizaciones pacifistas. A veces frente a las embajadas de los países donde se daban los conflictos; otras en plazas y calles, pidiendo que se detuviera aquella sangría. La indignación ganaba terreno en mi interior. Cada día entraban más y más menores que huían de lo que eufemísticamente llamaban «zonas calientes». Menos cuando se referían a las pateras. El mar escupía cadáveres de niños y niñas, de mujeres, de hombres… Y las imágenes daban la vuelta al mundo. ¡Qué horror!, pobre gente, decían en los bares, mientras comían pinchos de tortilla y cervezas, quienes estaban al resguardo de miserias y bombas. Era un reguero continuo de vidas destrozadas. Menores que llegaban sin padres. Con el gesto duro, sin una lágrima. Secos los ojos. Con la determinación de sobrevivir a toda costa. Tragedias que se quedaban encerradas en el centro. Un respiro que la mayoría de las veces acababa cuando cumplían los dieciocho años y no tenían a dónde ir.

Y mi hijo mamó de aquella rabia.

Anoche tuvimos bronca. Tal vez sea yo la culpable. Sólo quería que nunca fuera a una guerra. Por eso lo llevaba conmigo a las manifestaciones. No pasa nada, le decía apretando su mano muy fuerte.

Cuando creció, invitaba a casa a sus amigos que cruzaban el Estrecho, y yo me esmeraba en la cocina. Mi hijo, un blanquito con rastas, escuchaba atento y olvidaba el tenedor en el plato. Hablaban de la falta de medicinas, de kilómetros de arena seca, de la lucha por su territorio, del hambre. A mí se me iban las ganas de comer, atenazado el estómago en una náusea que me duraba el resto del día.

—Ustedes los europeos…

Guardaba las sobras en el frigorífico. Echaba el agua de la jarra en las macetas. No quería que me dijeran: Ustedes los europeos derrochan.

Decidió estudiar periodismo. Y yo encantada. Ya lo veía en la televisión, o escribiendo artículos en los principales periódicos del país. Pero no. Quiere ir a donde hay conflicto, a donde asola la hambruna, a donde las guerras tribales siegan vidas humanas. Para que el mundo sepa, dice. Como hizo Marie Colvin, dice. La que murió, apostillo yo. Y él que no sea tan negativa. Que volverá y me sentiré orgullosa. Como si ya no lo estuviera.

No sé cómo va a arreglárselas. Él, que no aguanta la picadura de un mosquito, ni un roce del zapato. Que el calor le agobia. Pero se va y no puedo hacer nada por evitarlo.

Amanece. Me levanto, hago café, desayuno y salgo. Cuando vuelvo a casa, él ya se ha levantado.

—Te compré unas mudas. Y saqué dinero del Banco- digo.

—Gracias, pero no hacía falta.

—Y puedes llevarte las medicinas del botiquín.

—Vendrán bien— sonríe.

—No olvides la crema para los mosquitos.

— No la olvido.

—No dejes de protegerte. Tú ya sabes.

— ¡Mamá!

Lo sigo mientras él prepara la mochila. Luego nos quedamos uno frente al otro. No pasará nada, dice. Muevo la cabeza en silencio. No quiero llorar, pero lloro cuando nos abrazamos.