27/1/15

ARRITMIA


Imagen tomada de la red



Zona de quirófanos. La puerta se abre y una enfermera  pide etiquetas. Cuando se cierra tras ella, todos regresan a la lectura del periódico, a la conversación, al limbo del duermevela. Al poco, un hombrecillo de verde sale y nombra al siguiente, como si fuera el turno en una carnicería.
     Hace rato que Rosa espera. Una operación sencilla, la del padre, para eso lo trajo a vivir un tiempo con ella. Pero ¿y si algo sale mal? A veces pasa. Lo imagina tumbado en la camilla, con un zapato puesto y el otro en el suelo: el pie amortajado con el calcetín nuevo, de hilo escocés, que ella le ha comprado. Tal vez no vuelva a levantarse. Tendría que llevarlo al pueblo, con su mujer, como él quiere. Y desenterrar el recuerdo de cuando aún era una niña y la desdicha los golpeó. La desesperación con que el padre llevó la enfermedad de la madre, la hiel con la que le gritaba a la hija, no vales para nada, amplificada en su cabeza hasta el infinito, que le hacía quemar la comida, dejar la plancha marcada en una camisa, olvidarse de comprar las medicinas. Cuando la madre murió, Rosa dejó solo al padre en el panteón en que había convertido la casa.
     Hace calor. Rosa abre la ventana y se asoma un momento a la calle. Una niña anda encogida, agarrada de la mano de la madre. Le recuerda a Candela la mañana en que entró al aula con la cabeza gacha, apoyó las manos en el filo de la silla y bajó poco a poco el cuerpo hasta sentarse lo mínimo. Tantos golpes ahí abajo con el cinturón. Contenía el llanto con un temblor de voz. Daba lástima. Y eso que a ella, Candela nunca le gustó. Era pendenciera, siempre buscando gresca.
     Su padre no pegaba, su padre castigaba con no dejarla salir a la calle. Le enrabiaba escuchar el golpeteo rítmico de la cuerda de saltar, las voces de los niños, mientras la tarde se iba por las rendijas de los postigos. Pero no pegaba. No vuelva a hacerlo. Ni se le ocurra darle otra vez con la palmeta, le dijo aquella tarde a la maestra. Y Rosa exhibió con cierto orgullo, durante días, la señal morada en el brazo.
     Zona de quirófanos. La puerta se abre. Rosa vuelve la cabeza y ve cómo el hombrecillo de verde deja a su padre en el desamparo, sin mano donde agarrarse. Intenta dar un paso, se tambalea. Va hacia él, rodea su espalda con los brazos y lo sostiene. Durante un tiempo infinito, el corazón de la hija marca el ritmo del corazón del padre. La arritmia desaparece.

21/1/15

AMOR DE HIJA

Dibujo tomado de la red.

 La Nena  junta bien sus piececitos, confortables dentro de los mocasines de piel tostada que le compró mamá. Linda, con su pelo enlazado por un coletero rematado en un ramillete de lilas, blusa inmaculada y falda añil, observa desde su silla el trajín de su papá al lado de la cama, las palmadas para ahuecar la almohada, la voz  amorosa. Y se pregunta la Nena cuánto tiempo más deberá esperar a que la naturaleza actúe por sí sola. No quiere, no, que su mano inocente tenga que acelerar ese final inevitable para  quedarse al fin, ella sola con papá.

12/1/15

Finalista del I Premio de Cartas para el Año Nuevo convocado por el Centro de Creación para Escritores




EL PASO

¿Qué quieres, que te diga que no entres? Vas a hacer lo que te dé la gana. Tú eres muy tuyo y no escuchas a quienes tienen los días contados y te suplican una prórroga, mucho menos a mí que aún tengo cuerda para un ratito. Date un garbeo por el hiperespacio. O mejor aún: unas vueltas por la Tierra, en sentido inverso a las agujas de un reloj, y a lo mejor consigo el ovillo, si no completo (no quiero pecar de pasarme en la ambición), a medias. Y lo pasado, pasado. Nada de volver a pisar la hierba doblegada. ¿Que hubo mucho bueno? Ya. ¿Y qué? Un aburrimiento repetir lo mismo. No. Yo quiero encontrarme en mis veintitantos años y decirme eso de: tienes toda una vida por delante. A ver para dónde tiras esta vez. Así, con chulería. Con mucha arrogancia juvenil.

    Cierro los ojos y me miro por dentro. Un revoltijo de vivencias que podría guardar en una caja de cerillas es todo lo que veo de este tiempo orbital que se consume como el fogonazo de un fósforo. Un virus de acidez exasperante. El olor de la sal veraniega. El arañazo joven de una muerte ajena. El tamborileo de un premio. Un caleidoscopio de amores. Y mucho más. Pero lo pequeño se esconde en compartimentos sellados. Aunque no se pierdan. Aunque un día, al buen tuntún, se abra una compuerta que libere esa libélula. Y digas: ¡Anda, coño, si eso me ocurrió a mí! Pero hablamos de lo que permanece. Lo que decide tu memoria que es importante. Yo procuro no darle carrete a la nostalgia. No estar todo el día dale que te pego con el rollo del abuelo cebolleta de en el año tal, ocurrió tal cosa. Penoso. Así que me quedo con lo que registra mi disco duro. Y si viene un día diáfano de esos que quieres retener porque la felicidad de ese momento pleno te da un revolcón de paraíso, entonces haces un nudo, una lazada, cualquier cosa que trampee a la desmemoria, y lo fijas ahí, para que perdure. De esos tengo unos cuantos. Joyas que dejé escritas. Porque  la escritura me permite hacer lo que me dé la gana con las palabras. Ser libre. Recoger lo que quiero en un folio. Ya ves. Ahora me da la gana entretenerte, no dejarte pasar. Porque el tiempo es eterno aquí. Que sí, que tarde o temprano dejaré de teclear. Pondré fin. Me levantaré a por ese café o esa cerveza y tú tendrás el paso franco. No pongo en duda tu poder absoluto. Tampoco es que piense que vas a traerme solo sinsabores. Espero alguna golosina. Pero lo cierto es que cada vez que uno se avieja en el amarillo huevo de un calendario y entra un joven imberbe como tú, es un adiós que se aproxima. Y a todo esto, ¡hala!, le damos un bombo, un sinfín de atragantamientos, con los cuartos y las campanadas y las uvas metidas a toda prisa en la boca, que parecemos hámsters llorones. Porque jajá, jajá, que se me ha ido por el otro lado y estiro la pata aquí mismo. Y luego el  brindis y el champán. Y después las felicitaciones. Que no puedes ni llamar por teléfono porque están las líneas colapsadas. ¡Y venga estampidos de petardos y fuegos artificiales! Ya me dirás tú qué hay que celebrar. No me vengas con la tontería de que la entrada de un nuevo año es lo mejor. Nada, no me convence. Pero claro, hay que aturdir la realidad de las canas, de los nudos venosos en las manos, de la artrosis que se agarra como un perro rabioso a los huesos, con mucho ruido y mucha alegría falsa. Pero no. Están los que acaban las reuniones familiares como el rosario de la aurora, con cuchilladas traperas y algún insulto; están los que se meten una botella de alcohol para ir contentitos a las cenas con cuñados, sobrinos, tíos que no saben de dónde salen, etc, y pasan el trago medio regular aunque después les dé la llorera;  luego están los que no tienen ni para tabaco y se pasan el tiempo disimulando lo mal que se sienten. Algunos, los afortunados, huyen como conejos a cualquier lugar al sol lo más lejos posible de la familia, procurando olvidarse de esas fechas tan señaladas. ¡Ah!, cómo me gustaría a mí hacer un viajecito de esos… No puede ser. Ya ves, la crisis me ha dejado los bolsillos tiritando. Pero quizá lo consiga algún día. La esperanza es esa vieja zorra plateada que mantiene a las personas vivas. Porque si no hay deseos por cumplir, enseguida aparece la de la guadaña. Ya, bueno, tienes razón. Si seguimos esa línea de pensamiento, llegaremos a la conclusión de que tiempo detenido, tiempo muerto literalmente hablando. Porque lo de andar hacia atrás era solo un juego de niños, como el escondite, el balón prisionero o los cromos. Aún me acuerdo del bocado que me dio Fernando en el brazo cuando peleamos por aquel cromo de dragón de komodo. Quedó destrozado. El cromo, digo. Y a mi amigo le dejé unos moretones gloriosos en las espinillas. ¡Hay que ver cómo se pusieron nuestras madres! Unas fieras corrupias. Les duró más el enfado entre ellas que a nosotros que al día siguiente ya estábamos bailando la peonza juntos. ¡Eterno aquel tiempo infantil, interminables las tardes de domingo! Que sí, que no pierdo el hilo. Está claro que no puedo retenerte más. Vas a entrar y a lo grande. Está bien. Pero mira que no traigas nada corrupto en la barriga de tu último número. ¡Porque hay un pestazo por aquí! Ya. Que lo podrido está en el que se va. Bueno. Vigila que no te deje la bolsa de la basura, que se la lleve con él, la tire en el contenedor y le eche el candado para que nunca más vuelva a salir.

     Y ahora tengo que dejarte pasar, porque me está llegando el olor del café recién hecho desde hace rato y la tentación es muy fuerte. Yo me vendo por un café, ya ves, con poquito me conformo. Voy a dejar de teclear, no sin antes decirte que ojito con cómo te portas. Te estaré vigilando.

¡¡Tengamos una buena cosecha de año en paz!!