ALMA EN PENA
Prisionero de su esfera, negro, brillante, lleno de vida; el caracolillo. Respirando sobre el escote en pico de Magdalena. Vestida de viuda eterna. Manosea entre sus dedos el relicario con mi rizo, cuando viene a visitarme, puntual, cada dos de noviembre, al destierro de los suicidas, y me dice mientras enseña con una sonrisa su colmillo derecho, montado y retorcido sobre la paleta: “Siempre estarás conmigo, Roberto”. Pero últimamente noto un cosquilleo de brisa entre los dedos de mi pie izquierdo. Quizá se lleve una sorpresa en su próxima visita.
MERODEADORES
Prisionero de su esfera de poder, contribuyente activo de la sociedad en la que vive, rebosan de su armario los trajes, las camisas y zapatos hechos a medida, los billeteros abultados de piel de serpiente y las joyas exclusivas. Y tiene a su servicio, a un desconocido con guantes blancos que le cepilla el frac antes de ir a una gala donde pasan el cepillo que engorda sus cuentas. Pero cuando llega la noche se remueve, inquieto, en su colchón de plumas. No puede dormir. Hace tiempo que los oye merodear, fuera.
DIÓGENES
Prisionero de su esfera de cristal opaco, como polilla de alas quemadas por la luz, golpeándose contra el cristal de la lámpara. Va pisando las pulpas, debilitado, borracho con los efluvios acres y dulzones, pero no quiere dejarse caer en el pasillo, ni en la cocina, tampoco en el baño. Pasa por el salón, sorteando una montaña de tinta y papel, vendimiando bolsas, deshechas, negras, donde crujen los caparazones de los insectos que se multiplican. Desfallecido, llega a la habitación, y se tumba en la cama junto a los huesos sepultados por tirabuzones resecos. Porque a ella siempre le gustó el zumo de naranja.