Y entonces te detienes y regresas a los pies de la cama.
Muerdes mi labio inferior y lo repasas con la punta de la lengua. Te descalzas
y, sin soltar tu presa, abres las distintas puertas. Botones de camisa que se
hunden en el ojal, cremalleras con sus dientes separados. Me tumbas con un
empellón de tu mano de muñeca nacarada con uñas de sangre. Y consumas tu
posesión. Bebo el rojo. Palpo el perfume de vainilla, macerado con el calor del
verano. Veo el aullido salvaje. Oigo las mariposas batiendo alas. Huelo el fa
sostenido hasta que estalla. Luego te levantas jadeante. Ajustas la falda de
vuelo, la blusa, te pones los zapatos de tacón y caminas, tambaleante, hasta la
puerta. Tú tienes el poder. Tú mandas. Pero sólo he de gritar no quiero, para
que vuelvas. Tal vez mañana.
27/8/17
26/8/17
EL CEBO
Era la hija de un guardia civil y en cuanto llegó, tuvo una corte de
admiradores. No era guapa pero tenía la piel suave y el vello del melocotón. El
pelo y los ojos eran muy negros y lucía, con sonrisas y carcajadas, el rojo
cereza de los labios, la lengua y las encías. Cuando no estaba la maestra, se
quitaba la blusa y se quedaba con una
camiseta de tirantes bordeada por una puntilla de encaje. Lo hacía con gracia,
mostrando las pequeñas elevaciones de dos tetas incipientes, a los chicos que
se acercaban a la ventana. Leía a Corín Tellado y decía cosas muy cursis que se
derretían en el calor de su boca. Dejaba a los chicos a cierta distancia, como
si hubiera hecho una raya imaginaria, y jugaba a calentarlos y enfriarlos
alternativamente y así los mantenía, entre las brasas y el hielo de su
capricho.
Toñín vivía a las afueras del pueblo,
distanciado del hervidero de pasiones que brotaban cada primavera. Ella lo
descubrió un domingo, de guapo, sorbiendo un polo de limón
sentado en un banco de la plaza del Ayuntamiento. Pasó cerca y se dio cuenta de
que él no la miró. Volvió de la heladería, con un cucurucho de vainilla, y vio
de reojo que él observaba el vuelo de
las primeras golondrinas. Se paró, dejó que el helado resbalara hasta la blusa,
manchando de amarillo un canal incipiente, y le alargó la mano. Toñín cogió las
puntas de los dedos, apenas rozándolos, luego desvió la atención a la cigüeña
que reparaba el nido que dejó la primavera anterior en el campanario de la
iglesia.
Desde aquel primer encuentro, ella lo
buscaba en el patio de la escuela y en las calles del pueblo mientras él seguía
mirando al cielo y recitando: «cigüeña, patas de leña, pico de alambre, que
tienes a tus hijos muertos de hambre».
Una tarde de domingo entibiada por la
primera tormenta de verano, cuando él lamía su polo de limón, llegó ella
balanceando en su mano una pequeña jaula dorada. Dentro, un pajarillo medía a
pasitos su celda mientras soltaba algún trino a la espesura del aire. Toñín lo
siguió con la mirada y cuando ella dobló la primera esquina y sus ojos no
alcanzaban a verlo, se levantó del banco y se fue detrás, hasta donde ella
quiso llevarlo.
25/8/17
EL TRATO
Tomada de la red. |
—Te propongo un trato— dijo, a bocajarro, la voz que
emanaba como ruido brumoso de una caverna.
Volví la cabeza hacia la entrada del jardín. Ardía
el aligustre, igual que la zarza en el desierto, con el resplandor de la luna
llena.
—Me hago cargo de tu hipoteca, te consigo clientes y
tú....
—Te vendo mi alma— dije por decir, un poco
achispado.
—...y tú me das el retrato— terminó.
—¿Qué retrato?
—No te hagas el tonto. El retrato de Elena.
—No puedo dártelo. Puse mi alma en esa pintura.
Él esperó en silencio. Dentro de mi cabeza, enturbiada
por el alcohol, se iba abriendo paso un futuro sin agobios de dinero, ni avisos
de embargo. Volvería ese estado de gracia, excitación pura, que una vez me hizo
coger el pincel y dejar sobre el lienzo a la Elena más viva, más pasional que
nunca tuve, que jamás tendría. Después, era ver la pintura y sentir el cuerpo
afiebrado, borboteando en sus jugos. La buscaba con urgencia y pasábamos las
tardes y noches consumidos por el deseo que no se entibiaba hasta bien entrada
la mañana del día siguiente, y que volvía a crecer con los segundos, los
minutos y las horas. Sí, tendría otra oportunidad. Acepté el trato.
Elena lima sus
uñas sin descanso, envuelta en su manta de cachemir, tumbada en el sofá frente
al televisor, siempre encendido, como un runrún de fondo que alivia el silencio
en nuestro salón. Elena come bombones y se da largos baños en el jacuzzi para
templar su cuerpo helado, a pesar de la calefacción en invierno, a pesar del
sol que entra a raudales por las ventanas en verano. El frío se ha metido en
nuestra casa. Un frío que detiene el movimiento de una caricia, las pocas veces
que un asomo de rescoldo intenta sacarme del letargo. La miro a ratos, observo
el rastro de agua congelada que deja a su paso, y enseguida vuelvo a mi estudio
a pintar, lienzo tras lienzo, el mismo paisaje desolado. Si nace una flor de mi
pincel, al momento se agacha y cae a la nieve hasta desaparecer bajo su manto.
Si asoma un sol espléndido detrás de un edificio, se agrieta y absorbe el gris
de un resto de pintura mal borrada entre los pelos, y convierte un día radiante
en uno invernal de una ciudad fantasma. Sin embargo vendo bien mis cuadros a
todos esos señores y señoras que llegan ávidos de nuevas telas para colgar en
las kilométricas paredes de sus enormes casas.
Vivimos bien,
Elena y yo, gracias a ellos. Siempre
tengo colgados abrigos de visón del perchero de la puerta para que no pasen
frío cada vez que me visitan. Al cliente hay que mimarlo.
23/8/17
RENOVACIÓN
Tomada de la red. |
Siempre has estado ahí, enredando tus ramas en las varas que mamá puso para que pudieras tocar las primeras tejas del lavadero y descansaras tus flores mirando al cielo. A tu lado, papá quiso una higuera y en verano recogía sus frutos y los ponía a secar sobre una tabla para luego hacer pan de higo con las almendras del huerto. Hacíais una extraña pareja. Tú, esbelta y quebradiza, encantadora de serpientes en las noches de verano. Él, robusto y fértil, atrapador de insectos en otoño cuando un fruto reventaba en el suelo y, del panal que había bajo la maceta de violetas que colgaba de la pared encalada, volaban abdómenes amarillos y negros hacia el vientre abierto y se quedaban atrapados entre los granitos rosados de néctar pegajoso. Mamá te quería a ti. Siempre atenta a tus necesidades, cogía la regadera azul y la llenaba con el agua fresquita del pozo, luego la volcaba y de su alcachofa brotaban unos hilos transparentes que saciaban la sed de tus bocas. Aprendí de ella, en las noches de calor quieto, entre el azul intenso del cielo y las estrellas corridas, a contarte mis cosas. Supiste de mi primer amor que me negaba la comida y el sueño, también bebiste del llanto de mi desengaño. Florecías y sacabas toda tu esencia de adormidera cuando yo soñaba con un nuevo encuentro, refrescando mi piel a tu lado, meciendo mi cuerpo medio hecho, en la mecedora de la abuela. Te achicabas y casi morías cuando mi sola presencia sin palabras te hablaba de una tristeza renovada. Fuiste testigo de la desolación de mamá cuando papá sacaba su bicicleta de niño, al sol de las tres de la tarde, inflaba una rueda, luego la otra, se sentaba en el sillín minúsculo que chirriaba bajo su peso, y hacía círculos en el jardín hasta caer exhausto sobre la tierra y llorar a su madre muerta hacía tanto tiempo que ya nadie recordaba. Mancillé tu blancura con el rojo de mi sangre cuando, distraída por nuevos amores, cortaba media naranja con la navaja de papá. El día en que salí de tus días y de tus noches, del brazo de un nuevo amor, tus ramas se quedaron gachas, anunciando otras despedidas. Papá murió cuando Tánatos le ganó a Eros la partida. Mamá se fue marchitando sola, arrastrando sus pequeños pies dentro de unas zapatillas de felpa gris, hablando con las formas caprichosas de las nubes, con la higuera que se secó un buen día , y contigo que aún la acompañabas, hasta que dejó de respirar. Y ahora me dicen que tú, como ella, estás cansada. He vuelto a comprobar que te has agotado, que nada te retiene entre los vivos, que a tu lado, la higuera es un tronco sin savia, las macetas, un día habitadas por violetas, claveles pintones y azucenas, son esqueletos descarnados. Cerraré el jardín y dejaré que las hierbas crezcan libres y la lluvia y el sol y el aire jueguen con tus ramas, las abracen, dobleguen y deshagan, disolviéndote en la tierra. Volveré algún día con la niña de mi deseo y plantaremos un nuevo jazmín donde tú te alzabas y lo alimentarás y le darás fuerza para que sea testigo de los primeros amores y desengaños de mi hija.
22/8/17
LA SEÑORITA DEL PERRITO
Recojo
las bolsas vacías de patatas fritas, los envoltorios de helados, las
botellas de plástico. Echo todo en la bolsa de basura. Sin prisas. Paso
el rastrillo, dejando caminos en la arena, como tierra arada a la espera
de la siembra. Descanso. Apoyo las manos sobre el mango y miro hacia la
barandilla: pasean del brazo las parejas, aliviado el calor con la brisa de la tarde de verano. Regresan a casa las familias
con la nevera y la sombrilla, y los niños devoran bocadillos. Me
retraso. Se retrasa ella. Entretengo la espera ensayando: «¿Tomaría un
café conmigo, señorita?». Y entonces la veo a lo lejos: una línea curva
cerrada con una correa y un punto al lado. Cuando llegue, entonces lo
dejaré todo, subiré las escaleras y le cortaré el paso. Saldrán solas
las palabras. Se acerca. Ya veo los mechones blancos en su pelo corto y
negro, sus labios finos, su frente marcada por el guiño de los ojos
cuando el sol la deslumbra. Su cuerpo pequeño. El cocker se para y
olisquea la palmera. Ella se detiene un momento y me mira, luego da un
tirón a la correa y pasa de largo. El rastrillo resbala con el sudor de
mis manos. Tal vez mañana.
TANTOS Y TAN QUERIDOS MANZANOS
Tomada de la red. |
Después de enterrar el
cadáver a la sombra del manzano, se tumbó en la cama y estuvo durmiendo de un
tirón toda la tarde. Cuando despertó la luz aún no se había retirado del todo y
había una algarabía de pájaros en los frutales. Salió al huerto y los intentó
espantar con palmadas. Alzaban el vuelo y volvían una y otra vez a posarse en
sus ramas. Acabarían echando a perder las manzanas, con sus picos acerados, que
ya comenzaban a llenar el aire caliente de aroma dulzón, pensó
Alicia. Y durante un segundo la tristeza le ganó el ánimo. Si aún estuviera
Santiago, se le ocurriría qué hacer, pero el verano había acabado. Abrió la
llave de paso y dirigió el chorro de agua de la manguera a las copas de todos
los manzanos. Un alboroto de alas
remontando el vuelo se perdió en el cielo con los últimos rayos que agonizaban
detrás de la torre de la iglesia. Cerró el riego y se detuvo al lado de la
tierra removida y esponjosa. Apretadas, coloristas, pasionales y vivas,
jalonadas de risas, le llegaron las imágenes de su último amorío. Se agachó y
palmeó la humedad marrón con las dos manos. Estarás bien ahí, Santiago, dijo
bajito, antes de retirarse a prepararse un sándwich para la cena.
Su primer amor se llamaba Andrés. Le dejó el sabor
agridulce de un verano de mieles y rosas que comenzó a agriarse un otoño de
hieles y cardos y acabó en hiedra y cactus al final del invierno. Se saldó con
el afortunado accidente con el pico de la mesa del comedor. A él se le quedó
una sonrisa bonita. Ella evitó el papeleo dándole tierra debajo de su primer
manzano. Con el segundo, de nombre Marcos, intentó despedirse antes de que las
uvas se avinagraran. Él no lo permitió. Se apostaba al otro lado de la calle,
toda la noche de vigilante de la casa. Controlaba las entradas y salidas.
Increpaba a sus acompañantes, los atacaba. Lo invitó a pasar a su cocina una
noche de vientecillo picón y le preparó un cóctel bien cargado. Le encantó. Y
arraigó su segundo manzano.
Se planteó dejarlo. Pero no pudo evitar enamorarse otra
vez. Está en mi naturaleza, se dijo, entre confortada y con una pizca de
resignación. No luchó más contra la pasión que atraía como imán a los
veraneantes de aquel pueblo con encanto, de antiguos pescadores. De todos
guarda recuerdos gozosos que van enriqueciendo su interior. Disfruta
con sus amantes de días intensos, borrachos de amor. No desea nada más.
Bebe un sorbo de vino, da un mordisco al sándwich.
Sentada en el porche de atrás, la sorprende el colorido de un racimo de fuegos
artificiales que se desparrama en el cielo, colofón de las fiestas de verano. Luego
recorre con la mirada la hilera de árboles frutales. Luce bien el último
manzano.
13/8/17
EL PRIMERO DE TODOS LOS VERANOS
Cojo su mano entre las
mías y la beso. Entrecierro los ojos a la luz intensa de este verano y entra el
recuerdo nítido del primero, cuando la conocí. Una niña, desdibujada por los
rayos del sol de una tarde de agosto, sobre el caballo negro de un tiovivo.
Delgaducha, con una coleta castaña medio deshecha y los ojos, más raros y enormes
que yo había visto, detrás de unas gafas de pasta verde. «Es la hija de esos señores
con los que hemos entablado amistad en la playa», me aclaró mi madre en voz
baja, como si el ruido de la feria no fuera suficiente para que los padres de la
chica no la oyeran. «Acaba de volver de una colonia donde la mandaron a
desbravar», aclaró mi padre, con su manera descarnada de decir las cosas, las
manos atrás y la mirada perdida en la raya del mar donde la silueta de un barco
se achicaba poco a poco. « ¡Lucas, qué forma de hablar es esa!», le recriminó
mi madre. A mí, en cambio, me gustó lo que dijo. El tiovivo siguió girando y
ella aparecía y desaparecía, con el pelo libre ya de la esclavitud del lazo y
la falda ondeando con el viento que se había levantado. Lejos de continuar andando
con cara de mala leche, me quedé clavado allí, esperando a que el caballo terminara
de subir y bajar y dar vueltas. Mis padres cruzaron una mirada que significaba qué
bicho le habrá picado, antes de acercarse a los de la chica. Ella bajó de un
salto, con el pelo alborotado y la blusa fuera de la falda. Me miró con sus
ojos de color indefinido como si me estudiara. Salvaje, fue la palabra que me
vino a la cabeza. Dijo que su nombre era Fran, aunque sus padres la llamaban
Francisca para su disgusto. Después de las presentaciones, los mayores nos dejaron
a nuestras anchas. « ¡A las nueve estará la cena!» protestó mi madre, no muy
convencida de que fuera bueno darme tanta libertad. Pero mi padre y los de Fran
estaban deseando que los dejáramos en paz y enseguida la convencieron de que
estaríamos bien los dos. «Además, en un pueblo tan pequeño qué puede a pasar.
Nada», zanjó el asunto mi padre. Aquel luminoso verano de baños nocturnos, cuevas
y acantilados por explorar, Fran y yo descubrimos la ilusión y el deseo de
estar siempre juntos.
Todos los años vuelvo con ella al mismo lugar donde la
conocí. Y aunque su andar ya no es ligero y tiene que apoyarse en mí para
sentirse más segura, su talle ha ensanchado y el cabello se ha ido enhebrando
de gris y plata hasta acabar con el castaño, sus ojos, acosados por arrugas, siguen
siendo grandes y raros, y nunca perdió la fuerza y la pasión que hace que
cuando la miro, salvaje sea la primera palabra que me viene a la cabeza.