Recojo
las bolsas vacías de patatas fritas, los envoltorios de helados, las
botellas de plástico. Echo todo en la bolsa de basura. Sin prisas. Paso
el rastrillo, dejando caminos en la arena, como tierra arada a la espera
de la siembra. Descanso. Apoyo las manos sobre el mango y miro hacia la
barandilla: pasean del brazo las parejas, aliviado el calor con la brisa de la tarde de verano. Regresan a casa las familias
con la nevera y la sombrilla, y los niños devoran bocadillos. Me
retraso. Se retrasa ella. Entretengo la espera ensayando: «¿Tomaría un
café conmigo, señorita?». Y entonces la veo a lo lejos: una línea curva
cerrada con una correa y un punto al lado. Cuando llegue, entonces lo
dejaré todo, subiré las escaleras y le cortaré el paso. Saldrán solas
las palabras. Se acerca. Ya veo los mechones blancos en su pelo corto y
negro, sus labios finos, su frente marcada por el guiño de los ojos
cuando el sol la deslumbra. Su cuerpo pequeño. El cocker se para y
olisquea la palmera. Ella se detiene un momento y me mira, luego da un
tirón a la correa y pasa de largo. El rastrillo resbala con el sudor de
mis manos. Tal vez mañana.
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