Tomada de la red. |
Después de enterrar el
cadáver a la sombra del manzano, se tumbó en la cama y estuvo durmiendo de un
tirón toda la tarde. Cuando despertó la luz aún no se había retirado del todo y
había una algarabía de pájaros en los frutales. Salió al huerto y los intentó
espantar con palmadas. Alzaban el vuelo y volvían una y otra vez a posarse en
sus ramas. Acabarían echando a perder las manzanas, con sus picos acerados, que
ya comenzaban a llenar el aire caliente de aroma dulzón, pensó
Alicia. Y durante un segundo la tristeza le ganó el ánimo. Si aún estuviera
Santiago, se le ocurriría qué hacer, pero el verano había acabado. Abrió la
llave de paso y dirigió el chorro de agua de la manguera a las copas de todos
los manzanos. Un alboroto de alas
remontando el vuelo se perdió en el cielo con los últimos rayos que agonizaban
detrás de la torre de la iglesia. Cerró el riego y se detuvo al lado de la
tierra removida y esponjosa. Apretadas, coloristas, pasionales y vivas,
jalonadas de risas, le llegaron las imágenes de su último amorío. Se agachó y
palmeó la humedad marrón con las dos manos. Estarás bien ahí, Santiago, dijo
bajito, antes de retirarse a prepararse un sándwich para la cena.
Su primer amor se llamaba Andrés. Le dejó el sabor
agridulce de un verano de mieles y rosas que comenzó a agriarse un otoño de
hieles y cardos y acabó en hiedra y cactus al final del invierno. Se saldó con
el afortunado accidente con el pico de la mesa del comedor. A él se le quedó
una sonrisa bonita. Ella evitó el papeleo dándole tierra debajo de su primer
manzano. Con el segundo, de nombre Marcos, intentó despedirse antes de que las
uvas se avinagraran. Él no lo permitió. Se apostaba al otro lado de la calle,
toda la noche de vigilante de la casa. Controlaba las entradas y salidas.
Increpaba a sus acompañantes, los atacaba. Lo invitó a pasar a su cocina una
noche de vientecillo picón y le preparó un cóctel bien cargado. Le encantó. Y
arraigó su segundo manzano.
Se planteó dejarlo. Pero no pudo evitar enamorarse otra
vez. Está en mi naturaleza, se dijo, entre confortada y con una pizca de
resignación. No luchó más contra la pasión que atraía como imán a los
veraneantes de aquel pueblo con encanto, de antiguos pescadores. De todos
guarda recuerdos gozosos que van enriqueciendo su interior. Disfruta
con sus amantes de días intensos, borrachos de amor. No desea nada más.
Bebe un sorbo de vino, da un mordisco al sándwich.
Sentada en el porche de atrás, la sorprende el colorido de un racimo de fuegos
artificiales que se desparrama en el cielo, colofón de las fiestas de verano. Luego
recorre con la mirada la hilera de árboles frutales. Luce bien el último
manzano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario